En recuerdo de la audacia humana

Somos bichos desaforados, audaces hasta lo estrafalario, curiosos, movidos siempre por el ímpetu de llegar un poco más allá

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Con cinco años contraje tuberculosis y pasé mucho tiempo en cama. Antes de enfermar mi vista era estupenda, pero cuando volví a salir a la calle tenía una dioptría de miopía en cada ojo, graduación que se mantuvo estable toda mi vida y que guardaba relación con los tres metros escasos que me separaban de la pared de mi dormitorio. Es decir, sólo enfocaba con claridad hasta esa distancia, que durante tantos meses fue todo mi mundo. Mi visión se achicó cuando dejé de mirar horizontes lejanos. Estamos cumpliendo por estos días nuestro primer año de coronavirus y he recordado esa historia porque s...

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Con cinco años contraje tuberculosis y pasé mucho tiempo en cama. Antes de enfermar mi vista era estupenda, pero cuando volví a salir a la calle tenía una dioptría de miopía en cada ojo, graduación que se mantuvo estable toda mi vida y que guardaba relación con los tres metros escasos que me separaban de la pared de mi dormitorio. Es decir, sólo enfocaba con claridad hasta esa distancia, que durante tantos meses fue todo mi mundo. Mi visión se achicó cuando dejé de mirar horizontes lejanos. Estamos cumpliendo por estos días nuestro primer año de coronavirus y he recordado esa historia porque sin duda la pandemia nos achica. Lo digo metafóricamente; no me refiero a que los diversos y para mí necesarios confinamientos hayan provocado una ola de miopía en el mundo (yo estuve más meses y en la cama), sino al empequeñecimiento mental que estos tiempos oscuros nos están imponiendo. El miedo prolongado encoge la perspectiva y el ánimo.

Una actitud alicortada que en realidad es ajena a la naturaleza del ser humano. Somos bichos desaforados, audaces hasta lo estrafalario, curiosos, movidos siempre por el ciego y loco ímpetu de llegar un poco más allá. Hemos explorado todo el planeta a lomos de ese afán y ahora nos estamos embarcando en la conquista del cosmos. Hace una década, la fundación holandesa Mars One (hoy quebrada y convertida en un fiasco) se propuso llevar colonos a Marte para 2033. En 2013 pidió voluntarios para ese viaje sin retorno y recibió más de 200.000 solicitudes. Más de 200.000 personas dispuestas a abandonar la Tierra para siempre, previsiblemente condenadas a una muerte atroz. Qué raros ensueños habitan las cabezas de los humanos: me aterra y maravilla, a partes iguales, ese febril impulso hacia lo imposible. Nuestra necesidad de forzar los límites.

Es la misma osadía que tuvieron los vikingos que colonizaron Groenlandia (acabaron muriendo) o los exploradores de los polos. Siempre me han fascinado las exploraciones árticas, y también esa otra versión vertical del viaje helado y extremo que es la conquista de las cumbres. Tengo la inmensa suerte de ser amiga de uno de estos seres singulares, de una aventurera de arrojo indomable, la viguesa Chus Lago, que, entre otras proezas, fue una de las primeras mujeres en el mundo que subió sin oxígeno al Everest (a la bajada usó la bombona un par de horas). Y todo lo hizo desde una cotidianidad tan reconocible como la de cualquiera. Su padre era administrativo del sector naval; su madre, modista y ama de casa. Chus se hizo técnico superior de deportes y trabajó desde los 18 años como instructora de aeróbic. Pero dentro le ardía el fuego del reto, la llamada de lo desconocido. Y se puso en marcha. No sólo ha escalado un puñado de las más altas montañas de la Tierra; también ha hecho expediciones por Groenlandia, el lago Baikal y la isla de Baffin, y atravesó la Antártida en solitario, arrastrando un trineo dos veces más pesado que ella, en un viaje brutal que le llevó dos meses. Ha escrito varios libros sobre todas estas gestas extremas, unos textos bellísimos, porque además escribe de maravilla. Sin duda es la persona más original que he conocido en toda mi vida, y una de las más fuertes.

Justamente acaba de sacar su última obra, El espejo de hielo, premio Desnivel 2020. En el desaliento de este aniversario pandémico me he puesto a leerlo. Es un libro hermoso con reflexiones y relatos de todas sus andanzas, un texto capaz de abrir de par en par hasta la cabeza más encogida. Chus dice cosas como: “Echo de menos la pestilencia de las piedras de carburo, las manos paralizadas por las bajas temperaturas, la emoción de caminar por el hilo azul del cielo, el olor de mi compañero en la tienda, el miedo brutal que te devuelve a la vida, vivir en la intensidad constante. La belleza del frío: todo aquello que me hizo libre”. Y como: “Para entender la cima hay que mirar hacia abajo, al camino de vuelta, llegar de nuevo a la playa; eso nos hará llorar. Es ese brevísimo instante de gloria justo antes de que mueras”.

Qué bien me ha venido leer este libro ahora, ensanchar el pecho y la mirada, sentir silbar en los oídos el intrépido viento de las cumbres. No hay miopía que resista este recordatorio de la audacia humana.

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