La lengua también es un fuego (Las Mercedes, Dabeiba)

Todo lo peor de este año tramposo ha venido de las palabras incendiarias que se asumen como órdenes

El cementerio de Las Mercedes en Dabeiba, Antioquia.JEP

Se le olvida a uno de tanto vivir en este lugar, pero cualquiera que ponga un pie aquí puede darse cuenta de que Colombia es una abrumadora y sublime suma de montañas, de selvas, de valles, de desiertos, de grutas, de costas, de ríos de todos los colores, y jamás dejará de ser increíble e inexcusable que semejante paisaje esté lleno de cadáveres de víctimas sepultadas sin sus nombres, sin sus deudos, sin sus cierres. En este país deberíamos estar de acuerdo, al menos, en que no hay cómo justificar que ciertos batallones militares hayan asesinado civiles para hacerlos pasar como guerrilleros en...

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Se le olvida a uno de tanto vivir en este lugar, pero cualquiera que ponga un pie aquí puede darse cuenta de que Colombia es una abrumadora y sublime suma de montañas, de selvas, de valles, de desiertos, de grutas, de costas, de ríos de todos los colores, y jamás dejará de ser increíble e inexcusable que semejante paisaje esté lleno de cadáveres de víctimas sepultadas sin sus nombres, sin sus deudos, sin sus cierres. En este país deberíamos estar de acuerdo, al menos, en que no hay cómo justificar que ciertos batallones militares hayan asesinado civiles para hacerlos pasar como guerrilleros en el afán de mostrar resultados, pero la lengua colombiana se ha degradado tanto por la guerra que siempre habrá algún líder verboso –y cientos de miles de sus seguidores– que le encuentren la excepción a la regla a la no violencia.

A estas alturas de nuestra barbarie, todo un testimonio de lo humano en su peor acepción, tendríamos que sentir la misma desazón difícil de pronunciar y el mismo espanto ante las fosas ocupadas por víctimas de ejecuciones extrajudiciales que –gracias al testimonio de un soldado que hizo parte de un batallón de contraguerrilla entre 2005 y 2007– acaban de ser encontradas en el cementerio católico de Las Mercedes de Dabeiba, Antioquia, por la Jurisdicción Especial para la Paz y la Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas. Sería lógico que a todos nos revolviera el estómago la sola posibilidad de que entre esas tumbas estén los cuerpos de 75 personas asesinadas para conseguir permisos de fin de semana, pero en Colombia no ha sido nada fácil que violencia signifique solamente lo que dice el diccionario.

En Bogotá, a 744 kilómetros de aquel municipio verdísimo, de Dabeiba, que sigue siendo habitado por 23.000 colombianos que han sobrevivido al horror a cambio de silencio, el fin de semana pasado se montó una feria de empresas puestas en marcha por excombatientes de las FARC: mientras el expresidente Santos hablaba a los medios sobre los beneficios de la paz desde aquella exhibición, en una plaza de la capital del país, era obvio que la obligación de un líder es cuidar sus palabras para desautorizar las violencias, que, como se dice en la Biblia, “la lengua también es un fuego” y “fíjense con qué pequeño fuego se incendia un enorme bosque”, y que si estamos viviendo una atmósfera semejante a la de 2005, en la que tantos uniformados se permiten abusar de su fuerza, es porque los superiores no exigen la tregua.

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Todo lo peor de este año tramposo –el regreso de las ejecuciones extrajudiciales denunciado por The New York Times, el bombardeo en el que cayeron tantos niños, el asesinato del muchacho que protestaba en el centro de Bogotá– ha venido de allí: de las palabras incendiarias que se asumen como órdenes. Si por estos días inciertos, de protestas reprimidas en vano, ha sido verdaderamente difícil volver a un clima democrático, ha sido porque, mientras se documentan con videos y testimonios incontestables los desmanes de los agentes de la ley, los principales funcionarios del Gobierno han estado contestando los reclamos de la ciudadanía con frases del peor de los cajones, con homenajes desafiantes a los escuadrones antimotines y con discursos altisonantes que equiparan la crítica a la fuerza pública con la traición a la patria.

Quizás este país no se haya liberado de una extraña vocación a causarse el mal. Quizás en Colombia se siga viviendo “la atracción del abismo”, el pulso del paisaje con lo humano, que se adivinaba en las naciones fantasiosas e impedidas del Romanticismo. Pero este año es una lección –para quien quiera tomarla– sobre elegir las palabras de tal modo que no puedan servirles de pretexto a los matones.

@RSilvaRomero 

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