Principio y fin

Todas estas cosas no hablan de mí, sino de la intemperie, el pánico, la fragilidad, el profundo malestar de la vida

NO HAGAMOS DE CUENTA que no ha sucedido nada. Tengo un pasado. Hasta hace días escribí, cada miércoles, una columna en la última página de este diario. Trescientas veinte palabras, 21 renglones. Pero ahora alguien pensó que esas dosis homeopáticas, esas postales quemadas, esos cortocircuitos oscuros podían transformarse en brutales dosis hipercalóricas, en pura y dura medicina alopática de 700 palabras: estas columnas. Me dijeron: “Haz lo mismo, pero más largo”. No pude estar más en desacuerdo. Porque no puede ser “lo mismo pero más larg...

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NO HAGAMOS DE CUENTA que no ha sucedido nada. Tengo un pasado. Hasta hace días escribí, cada miércoles, una columna en la última página de este diario. Trescientas veinte palabras, 21 renglones. Pero ahora alguien pensó que esas dosis homeopáticas, esas postales quemadas, esos cortocircuitos oscuros podían transformarse en brutales dosis hipercalóricas, en pura y dura medicina alopática de 700 palabras: estas columnas. Me dijeron: “Haz lo mismo, pero más largo”. No pude estar más en desacuerdo. Porque no puede ser “lo mismo pero más largo”, y porque estaba bien allá, haciendo mis cositas. Además, cuando me hablaron de este cambio yo estaba insuflada por un espíritu alzado, más feroz que el usual, culpa de Giorgio Agamben. En mayo, en Bogotá, leí esta frase en un texto suyo: “Aquel que es separado de lo que puede hacer aún puede, sin embargo, resistir, aún puede no hacer”. Eso sucedió en un piso 14º, junto a una ventana cortada a filo que separaba mi habitación del abismo. Estuve toda la noche leyendo para no saltar, sintiendo que las cosas en las que había creído —y la legión de mi omnipotencia— yacían destrozadas. Así que cuando me hablaron de venir acá me resistí. Moderadamente. El ego es un dragón que susurra pavadas: no cambies, las cosas están bien como están. Y después me dije por qué no. De modo que acá vamos. Empezando otra vez.

Soy argentina. Periodista. Siento que tuve “un buen día” si pude escribir, correr y cocinar, en ese orden. Cuando paso largos periodos en los que eso no sucede empiezo a sentir una delicuescencia física, un desasosiego que se parece, supongo, a la locura. Me interesa la existencia humana como una experiencia brutal y no puedo dejar de mirarla como quien contempla a un bicho —­que a veces sufre— bajo una lente de aumento. Viajo mucho y aunque no quiero hacer la cuenta de cuántos días paso lejos del sitio en el que vivo —Buenos Aires—, mi síntoma de base es una nostalgia crónica del hogar que percibo con más fuerza cuando estoy en casa porque sé que pronto voy a tener que partir otra vez. Nací en una ciudad chica y fui criada. Eso: fui criada. Tengo recuerdos de esos años envueltos en penumbra o en luz triste. No extraño nada de entonces salvo la textura del tiempo, que era la de la eternidad. Descubrí el sexo viendo copular insectos debajo de las higueras del patio. Una pulsión por las cosas relacionadas con la cópula nunca me ha abandonado y se manifiesta como cierta lubricidad expresada de diversas maneras que, pienso con pena, un día se terminará. No quise hacer nada de lo que se suponía que iba a hacer: casarme, tener hijos, llevar vida serena. Mi madre adoraba a los niños, la provincia, la calma. Saber que desciendo de ella, de su retorcida mansedumbre, es una evidencia que me deja azorada. La vi agonizar durante demasiado tiempo. Esas imágenes de fin de mundo se grabaron en mí y las lacré en un texto de 20 páginas que a veces pienso que debería publicar y otras que no publicaré jamás.

Soy atea desde siempre, pero un día entré a una iglesia a pedirle a la Virgen que me devolviera un novio. La Virgen no me devolvió nada y ese mutismo emperrado me bastó para seguir incrédula. Sin embargo, la semana pasada recité con un entrevistado católico aquello de Pésame Dios mío y me arrepiento, y sentí una turbación preciosa ante la belleza de la fe y la creencia genuina en la santidad y el paraíso. A veces, cuando me siento demasiado bien, me digo: “Qué contenta estoy de no ser yo” (la frase es de Clarice Lispector). Imagino cosas que nunca viví y puedo sentirlas con claridad. Eso podría ser un don maldito, pero lo veo más como una extravagancia y una herramienta útil para el oficio que practico: contar la vida de los otros. Todavía me duele la muerte de algunos a quienes nunca di señales de que su muerte iba a dolerme. Los extraño vivos.

Peter Handke escribió en El peso del mundo: “Si hablo de mí mismo, a menudo es solo por incomodidad”. Sin embargo, todas estas cosas no hablan de mí, sino de la intemperie, el pánico, la fragilidad, el fin y el principio de todo, el profundo malestar de la vida. Aquí estaré hasta que alguien diga lo contrario. Espero ser ese alguien. Pero es lo que esperamos todos y casi nunca se cumple. 

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