Opinión

Nueva EBAU: qué lengua queremos que hablen los futuros universitarios

Es necesario que la Selectividad siente las bases de un enfoque plural del manejo de las destrezas comunicativas en situaciones diversas

Examen de Selectividad durante la pandemia.EFE

Los docentes tenemos un problema: cada vez que nos reunimos un grupo de colegas en un momento de ocio fuera del ámbito escolar, nos cuesta no abordar en algún instante algún tema que tenga que ver con nuestro trabajo.

Rozaba la medianoche de un viernes de hace unas semanas cuando lo pude comprobar una vez más. Al salir de una cena de despedida, me di de bruces con una excompañera a la que no veía desde hace años. No dudo de que es una gran profesora, de esas veteranas que moldean con cuidado cada parcela de su relación con el alumnado. Ponía siempre, recuerdo, especial pulcritud en la a...

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Los docentes tenemos un problema: cada vez que nos reunimos un grupo de colegas en un momento de ocio fuera del ámbito escolar, nos cuesta no abordar en algún instante algún tema que tenga que ver con nuestro trabajo.

Rozaba la medianoche de un viernes de hace unas semanas cuando lo pude comprobar una vez más. Al salir de una cena de despedida, me di de bruces con una excompañera a la que no veía desde hace años. No dudo de que es una gran profesora, de esas veteranas que moldean con cuidado cada parcela de su relación con el alumnado. Ponía siempre, recuerdo, especial pulcritud en la atención de sus chicos y chicas de segundo de Bachillerato, a los que preparaba con esmero para la temida prueba de acceso a la universidad.

El problema que menciono en las primeras líneas lo corroboré cuando, en un abrir y cerrar de ojos, terminamos hablando de la EBAU y la excesiva presión a la que somete a profesionales y estudiantes, hasta el punto de que muchos de los primeros ya no quieren dar clase en el último curso de la etapa. “La selectividad tiene que desaparecer, y que cada universidad seleccione al alumnado según sus criterios de acceso y las notas de la etapa”, me dijo antes de despedirse.

Más allá de buscar soluciones a ese planteamiento, complejo pero interesante a la hora de ponerlo en el futuro sobre la mesa, la sombra de la EBAU persigue a multitud de equipos pedagógicos de los centros de secundaria y bachillerato cada año: supone la espada de Damocles que evalúa la calidad del sistema y enjuicia al profesorado que, a contrarreloj, prepara a sus estudiantes para obtener los mejores resultados en el curso terminal de estas enseñanzas postobligatorias. Existen otras evaluaciones externas, sí: desde PISA hasta las pruebas de diagnóstico organizadas por departamentos regionales, pero ninguna de tanto impacto y envergadura como la antigua selectividad, con matices casi legendarios generación tras generación.

Sea de una manera u otra, lo que no podemos es, sobre todo los que nos dedicamos a la enseñanza, extender bulos sobre las propuestas piloto que han empezado a circular y aplicarse en determinados contextos, con el fin de que pueda estrenarse un nuevo modelo de EBAU en 2024 tras haber analizado su eficacia, puntos fuertes e inconvenientes.

En cuanto a la prueba de Lengua Castellana y Literatura, en concreto, se ha propagado en medios y redes información la presunta defenestración de la sintaxis de las palabras, esto es, “el análisis de la forma en la que se combinan y se disponen linealmente, así como el de los grupos que forman”, según definición de la Nueva gramática de la lengua española (2009) de la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española.

Entiendo que la multiplicación de esos rumores está propiciada por una mezcla de nostalgia de ese tiempo pasado que siempre fue mejor y desconocimiento de cuáles son las bases curriculares sobre las que se asienta el nuevo Bachillerato. En este, en ningún momento se coarta la libertad del docente a la hora de planificar las clases para que el estudiante entienda o explique fenómenos gramaticales (y no gramaticales) que contribuyen a mejorar sus destrezas discursivas y, sobre todo, comprender los procesos que hay tras cada análisis morfológico, sintáctico, fonológico, semántico o pragmático. Tampoco se impide su aplicación a situaciones comunicativas extraídas de múltiples fuentes, y de hecho es lo que se recomienda. Al fin y al cabo, cualquier buen docente de Lengua pretende ese análisis en su uso.

El problema tal vez está en que crecimos en medio de una praxis lingüística casi exclusivamente basada en su esquematización y repetición mecánica a través de diagramas arbóreos que invitan a la presentación visual de los preceptos de la gramática funcionalista (por eso se habla de “función sintáctica”), pero ante la cual el propio Emilio Alarcos, uno de los padres de esta corriente, recordó que lo importante es el entendimiento de la lengua para “permitir la comunicación entre los humanos de una misma comunidad”.

La pregunta que debemos responder no es, por ello, si la EBAU debe o no incluir la sintaxis, sino hasta qué punto la concreción del currículo y la estructura de esta prueba externa conducen a reflexionar sobre la lengua mediante la aplicación en realizaciones reales y cotidianas. Es decir, aquello que el propio Ignacio Bosque, otro defensor ilustre de la tradición gramatical española, recomienda a los aprendices, por ejemplo, cuando prologa Análisis sintáctico: teoría y práctica (SM, 2005), uno de esos muchos manuales que usamos los docentes de Lengua para preparar clases prácticas sobre morfosintaxis: que se hagan todas las preguntas que puedan, “si quieren acercarse al objetivo que verdaderamente importa: la comprensión”.

Por lo demás, la prueba de Lengua que se ha pilotado en distintos centros puede ser discutible, no lo niego, y tendrá que ser revisada en profundidad por expertos. La propia pregunta referida a la reflexión gramatical (planteamiento cerrado tipo test, a partir de cuatro opciones, que incluye —y ahí está la clave— una justificación desarrollada), es mejorable en su formulación y puede ampliarse, pero este tipo de conjeturas son al fin y al cabo reflejo de las históricas diferencias entre teorías gramaticales, que han llevado a cada docente a tratar la sintaxis de una manera diferente, con sus variopintas nomenclaturas, desemejanzas que en la era actual deberíamos, dicho sea de paso, ir superando.

Todavía más preocupante es el enquistamiento entre los defensores de las aportaciones de la sociolingüística o la lingüística textual y los que entienden la lengua como una estructura en la que todos los elementos se relacionan entre sí, que también parece estar también detrás del debate sobre el modelo de prueba de Lengua que queremos. Aproximarse a su profundización desde todas estas tendencias enriquece a cualquier estudiante y, al final, esta variedad de métodos de acercamiento a la lengua nos da pistas de por qué es tan difícil llegar a un acuerdo sobre el examen que pretendemos para los aspirantes.

Es por ello necesario no solo que estas pruebas externas, tan decisivas al marcar el rumbo de Bachillerato, incluyan la revisión de los horizontes culturales hacia donde la riqueza de una lengua es capaz de llegar, sino que asienten las bases de un enfoque plural del manejo de las destrezas comunicativas en situaciones diversas, meta del trabajo de aula.

Y es en este punto, por mucho que la rumorología gane seguidores en la era de la desinformación, hacia donde sí avanza, con todos sus defectos, la prueba pilotada: incluye intertextualidad, variedad de tipologías discursivas, conexión entre lengua y literatura, justificación crítica —mejorable y ampliable en propuestas futuras—, análisis de elementos paratextuales, perspectiva relacional y, sobre todo, una invitación a reflexionar en una versión definitiva sobre qué lengua queremos que hablen nuestros futuros universitarios.

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