La exquisita nueva vida de colmados, abacerías y coloniales
Los ultramarinos nacieron hace dos siglos para acercar los productos más exóticos. Luego se convirtieron en comercios esenciales para la vida de barrio. Los que aún sobreviven se han transformado en tiendas que descubren productos tan exclusivos que alguno hasta se fabrica en el propio local. Sus propietarios, herederos de negocios centenarios, cuentan su historia
El bajo de la célebre comunidad de 13 Rue del Percebe, el tebeo que Francisco Ibáñez creó en los sesenta, lo ocupaba un colmado regentado por el tramposo Don Senén. Este tendero trataba de engañar a las clientas. Hacía pasar por serrano la pata de un burro, vendía como fresco el queso que recogía de las trampas para ratones y amaestraba a los pavos para que, una vez vendidos, volvieran volando (¡milagro!) a la tienda. Más allá de la actitud de este tendero, más alineada con la picaresca humorística que con la realidad, es muy representativo que Ibáñez eligiera este negocio como el más simbólico de un vecindario para su inolvidable viñeta.
Los ultramarinos forman parte indispensable desde hace siglos de la vida de los barrios. Eran almacén y centro de reunión para los vecinos, donde comprar lo del día a día y lo excepcional, especialmente lo llegado de muy lejos, de más allá del mar (de ahí su nombre). Aún quedan unos pocos que ya superan los cien años o están a punto de hacerlo. Estos negocios veteranos se esmeran por adaptarse a los nuevos tiempos. Ya no sólo miran más allá del océano, sino a los huertos y los campos más cercanos y convierten lo cercano y conocido en especial. Del queso azul con un baño de Pedro Ximénez de La Mallorquina de Málaga, abierta hace un siglo, a las zamburiñas de las rías gallegas en conserva de El Riojano, en A Coruña, en activo desde finales del siglo XIX.
¿Por qué surgen los ultramarinos?
Apuntes de historia sobre este comercio
Durante el siglo XX era habitual que en cada calle hubiera un ultramarinos. A veces, incluso dos, recuerda José Joaquín Sánchez, de 82 años, dueño de La Diana, colmado abierto en 1925 en el Puerto de Santa María (Cádiz) y que regenta desde hace 64 años. No siempre se llamaban ultramarinos: muchos se decantaban por “colmado” y otros por “colonial” en toda España, señala Julio Molina Font, autor de varios libros sobre la historia y el comercio de Cádiz, como Baches, bares y ultramarinos (crónica guía del buen morapio y el buen condumio), (El Boletín, 2016). Estas eran las denominaciones más descriptivas y comunes, pero en Andalucía los había que se decantaban por “abacería”, un nombre de origen árabe, o por “montañés”, por la procedencia de sus dueños, que en Cádiz solían ser cántabros. “Los que querían dar a su negocio un toque de distinción se inclinaban por ‘mantequería”, añade el autor sobre esta variedad del negocio que muchas veces solía ofrecer productos frescos derivados de la leche y huevos.
Del lejano Oriente y de la huerta de aquí
En los estantes de un ultramarinos se podía viajar por el mundo. El azúcar venía de Cuba, tanto el blanco como el terciado (un moreno más amarillento) y también los cacahuetes (cacahués o maní, como lo llamaban en América). El café llegaba de Puerto Rico y el cacao, de las plantaciones de Colombia y Venezuela. El té era de China y la pimienta, de Ceilán (hoy Sri Lanka). Del norte de Europa, el bacalao, y de Francia, los licores.
Sobre el suelo del local y junto al mostrador no faltaban los sacos de legumbres, de patatas y de arroz, organizados en hileras; las grandes latas de galletas y las pesadas zafras de aceite de oliva, tras el mostrador; las ristras de jamones, chorizos, salchichones y pimientos colgaban del techo, igual que pellejos de vino. Eso sí, todos solían ser producto nacional, que el tendero despachaba y empacaba hábilmente con el papel de estraza sobre el que había hecho las cuentas.
La guerra y la posguerra cambiaron temporalmente la geografía del ultramarinos, los sacos menguaron y las ristras de embutidos escasearon. El concepto de colmado sonaba a chiste ante los despoblados anaqueles, en los que hasta los productos habían cambiado. El café era de achicoria (un tipo de hierba) y el pan, de cebada o de maíz, más difícil de tragar. Los vecinos hacían cola para adquirir lo poco que les otorgaba la cartilla de racionamiento y más de un avispado tendero aprovechaba para racanear algunos gramos a sus clientes, como cuenta el historiador Francisco Javier Terán en Las cartillas de racionamiento, los fielatos y el estraperlo, publicado en Aljaranda: revista de estudios tarifeños.
Seis negocios para siempre
Seis negocios para siempre
Seis negocios para siempre
Huesca
1871 (153 años abierto)
Seis negocios para siempre
Huesca
1871 (153 años abierto)
Seis negocios para siempre
Huesca
1871 (153 años abierto)
Seis negocios para siempre
Huesca
1871 (153 años abierto)
Seis negocios para siempre
Málaga
1928 (96 años abierto)
Seis negocios para siempre
Málaga
1928 (96 años abierto)
Seis negocios para siempre
Málaga
1928 (96 años abierto)
Seis negocios para siempre
Málaga
1928 (96 años abierto)
Seis negocios para siempre
El Puerto de Santa María (Cádiz)
1925 (99 años abierto)
Seis negocios para siempre
El Puerto de Santa María (Cádiz)
1925 (99 años abierto)
Seis negocios para siempre
El Puerto de Santa María (Cádiz)
1925 (99 años abierto)
Seis negocios para siempre
El Puerto de Santa María (Cádiz)
1925 (99 años abierto)
Seis negocios para siempre
A Coruña
1896 (128 años abierto)
Seis negocios para siempre
A Coruña
1896 (128 años abierto)
Seis negocios para siempre
A Coruña
1896 (128 años abierto)
Seis negocios para siempre
A Coruña
1896 (128 años abierto)
Seis negocios para siempre
Bilbao
1931 (93 años abierto)
Seis negocios para siempre
Bilbao
1931 (93 años abierto)
Seis negocios para siempre
Bilbao
1931 (93 años abierto)
Seis negocios para siempre
Bilbao
1931 (93 años abierto)
Seis negocios para siempre
Bilbao
1931 (93 años abierto)
A nuestro negocio le quedan tantos años o más de los que ya ha vivido
Maria Jesús Sanvicente, 79 años, 65 años en el negocio
María Jesús Sanvicente (79 años) no ha perdido la costumbre que estableció su padre de regalar “caramelicos” con cada compra. “De piñones y anís que se llaman piropos, porque los acompañaba de un halago a las clientas”, recuerda la propietaria de La Confianza (Huesca), uno de los ultramarinos más antiguos de España. El negocio abrió como mercería, pero poco después se transformó en el ultramarinos que es hoy y que el padre de Sanvicente adquirió tras la Guerra Civil. El futuro de este negocio centenario no corre peligro: lo heredará el hijo de Sanvicente, Víctor Villacampa, con quien trabaja mano a mano.
Nos interesan los productos que no se venden en grandes superficies
José Palma Medina, 49 años, 34 años en el negocio
Después del entrenamiento de fútbol, José Palma Medina corría al ultramarinos familiar, en el centro de Málaga, para echar una mano. Así, a los siete años, nació su historia con el negocio que su padre adquirió en 1982 y cuyos primeros propietarios, que abrieron La Mallorquina en 1928, siguen siendo un misterio: “A lo mejor eran de Mallorca, quién sabe...”, supone Palma. Hoy sus estantes están llenos de productos malagueños, como morcilla y zurrapa de Ronda y chorizo de Benaoján, que despachan Palma, su cuñado y sus dos hijos, un adolescente y un veinteañero que han decidido seguir sus pasos.
Antes teníamos a todo el barrio metido en la tienda y si había que fiar, se fiaba
José Joaquín Sánchez, 82 años, 68 en el negocio
A los 14 años, José Joaquín Sánchez ya estaba aprendiendo el oficio de tendero en el Puerto de Santa María. Empezó como chicuco, el ayudante de almacén en Cádiz, y poco a poco fue ascendiendo hasta que hace 38 años adquirió el negocio. En ese tiempo, solo se ha ausentado “para hacer la mili”, presume. Durante décadas, su tienda estaba llena de vecinos y pescadores: “Si había que fiar, se fiaba”. Hoy entran curiosos en busca de alguna delicia, o a tomar un vino que sirven allí mismo. Sánchez no teme por el futuro de estos negocios porque, como dice, “quien sabe comer, sabe dónde comprar”.
Los jóvenes compran aquí cuando buscan algo extraordinario para una ocasión especial
Isabel Anidos, 54 años, 35 años en el negocio
El origen del ultramarinos El Riojano se ha perdido en el tiempo. Isabel Anidos, su actual propietaria, solo tiene una pista de quién lo fundó: “Con toda probabilidad, un riojano”. Para ella, la historia comienza en los años 20, cuando su tío abuelo adquirió el negocio que posteriormente llevó su tío. Ella se mudó de su Somozas (A Coruña) natal a la capital de provincia con 19 años. En 2008, heredó el negocio tras jubilarse su tío. La mayoría de su clientela tiene más de 50 años. “Los jóvenes acuden el fin de semana, dan un paseo y vienen a ver qué tenemos”.
Durante décadas fuimos un comercio imprescindible. Hoy somos una rareza, una curiosidad
Luis Arbiol, 50 años, 24 años en el negocio
Luis Arbiol, bilbaíno de 50 años, es ingeniero de Minas, pero nunca ha ejercido como tal. Desde niño soñaba con despachar en el negocio de su tío abuelo, Gregorio Martín, pero su padre le puso como condición que estudiara una carrera. En cuanto obtuvo el título, en 2000, se puso el mandil que no ha soltado desde entonces en este ultramarinos especializado en todos los tipos de corte de bacalao. Hace una década que está él solo al frente, tras el fallecimiento de la hija de su tío. Su hijo pequeño, de 15, está deseando cumplir 16 para echar una mano en un negocio que pervive en el centro de Bilbao como “una rareza, una curiosidad”, define Arbiol.
Seis negocios para siempre | Pódcast
BARCELONA
1870(154 años abierto)
Los lácteos han sido el producto estrella de la Granja M. Viader. En muchos formatos y recetas: nata montada, mantequilla, requesón, flanes, arroz con leche, cuenta Mercè Casademunt Viader, cuarta generación de propietarios de este local tan particular del Raval barcelonés, cerca de las Ramblas, pero también los embutidos de la región. Su bisabuelo fundó la granja en 1910 al comprar una lechería y revolucionó el negocio: trasladó las vacas al campo y convirtió el establo en un obrador. Con el tiempo añadieron un espacio de cafetería en el que degustar esos productos, como el cacaolat, uno de los batidos de chocolate más célebres del país (una innovación en 1931) junto con un bollo y comprarlos. Hoy su obrador sigue preparando queso fresco o la nata cuyo secreto para que quede perfecta se desvela en este capítulo del pódcast Negocios para siempre.
Muchos productos que durante décadas fueron populares en los ultramarinos han quedado relegados al recuerdo. Los clientes más veteranos recordarán las gaseosillas, unos polvos elaborados con bicarbonato, ácido cítrico y saborizantes que se mezclaban con agua para crear un refresco burbujeante similar a la gaseosa. Armisén y El Tigre eran las marcas más conocidas desde principios de siglo. Hoy aún se usan, pero como ingrediente de repostería para esponjar la masa. Sus fabricantes se han propuesto rescatarlos como bebida este año.
Los ultramarinos contaban con una buena colección de artefactos, hoy completamente olvidados. María Jesús Sanvicente, de 79 años y dueña de La Confianza, en Huesca, el colmado más antiguo en activo de España, se acuerda de los artilugios que su padre usaba hace más de medio siglo y que ella llegó a manipular. Su establecimiento contaba con un tostador de granos de café, que funcionaba con carbón. “Mi padre me mandaba a por carbón mineral, que duraba más que el vegetal”, revive la tendera. También un molinillo con el que, una vez tostados, se trituraban los granos en el momento, a petición del cliente.
Había un objeto que llamaba la atención: era la bomba de aceite, aparato que permitía extraer del bidón o zafra la cantidad solicitada, ya que se vendía a granel. Estaba compuesto por un cilindro, una válvula y una manivela. Conforme el tendero giraba la manivela, el líquido subía por medio de la presión del aire para llenar el recipiente.
Inspecciones de antaño
Las medidas públicas para garantizar la calidad de los productos también han cambiado drásticamente. Hoy las exigencias para la producción, transporte y almacenamiento del aceite son muy altas. Antes, cuenta Sanvicente, no era tan fácil trazar su recorrido o si se había adulterado para aumentar su volumen. Por ello, los inspectores visitaban periódicamente las tiendas de comestibles para controlar la calidad del líquido, aunque, cuenta la tendera, el proceso no era muy eficiente: “Los inspectores llenaban tres botellas de cristal y las lacraban. Una se quedaba en la tienda, aún conservo alguna; otra iba a la oficina de la autoridad en Huesca y la tercera, al ministerio en Madrid. Al mes y medio venían con el resultado, pero para entonces, ¿dónde estaba ese aceite? Pues se había vendido”.
El empujón de la financiación para los tiempos difíciles
Durante décadas, los ultramarinos han tenido que capear muchas dificultades para mantenerse abiertos, de una guerra y una posguerra a una pandemia. Luis Arbiol, propietario de Ultramarinos Gregorio Martín, en el centro de Bilbao, recuerda que durante la pandemia de la covid-19, en 2020, pasaron por problemas económicos, aunque permanecieran abiertos. “Por mucho que atendíamos aquí y enviábamos pedido a domicilio, las ventas bajaron un 70%”, se lamenta. Para sobrevivir, decidieron pedir uno de los créditos que el Instituto de Crédito Oficial (ICO) había puesto en marcha para paliar las consecuencias de los confinamientos.
Los créditos del ICO proporcionaban financiación a autónomos y empresas en condiciones favorables para garantizar una solución a los problemas del día a día, como la liquidez. Se gestionaban con la ayuda de una entidad bancaria. Mercè Casademunt, heredera de Granja M. Viader (Barcelona), que sí bajó la persiana durante el confinamiento, también se acogió a estas líneas de ayuda. “Había que cubrir los gastos, aunque estuviéramos cerrados. Si no hubiera sido por esto, no habría podido continuar”, valora. Ahora va devolviendo el crédito al mismo tiempo que su negocio recupera el brío previo a la pandemia. A sus 66 años no piensa en jubilarse. “Pienso aguantar tantos años como pueda, porque me lo paso bien y me gusta hablar con el público. Vivo al día”, concluye.
El bacalao en salazón sigue siendo hoy uno de los atractivos que atraen a los consumidores, cuenta Luis Arbiol, propietario de tercera generación de Ultramarinos Finos Gregorio Martín, en el centro de Bilbao. “Es el producto estrella y por el que estos establecimientos empezaron a llamarse ultramarinos”, asegura este bilbaíno de 50 años. Este pescado siempre se ha vendido bien en Navidad, “su temporada alta”, señala Arbiol, pero hasta hace unos años también arrasaba en Semana Santa, indica Isabel Anidos, gallega de 54 años que regenta El Riojano, ultramarinos que fundó su tío abuelo en A Coruña. La prohibición católica de comer carne los viernes de Cuaresma, multiplicaba las ventas de bacalao en su negocio. Cuando ella empezó en 1989 aún se notaba. “Ahora esa tradición se ha relajado”.
Arbiol defiende que el mejor bacalao es el que llega de las islas Feroe y de Islandia, y se sirve por piezas y sin espinas. “Cuando yo era pequeño solo se vendía con espinas. Hoy las opciones se han multiplicado y se ha revalorizado la cococha”, explica. Esta parte del pescado, la parte inferior de la barbilla, no era muy valorada y se usaba para pagar parte de sus salarios a los pescadores. “Sin embargo, ahora se considera un manjar”, apostilla. Tan especial era el bacalao que contaba con su propio y exclusivo instrumento para cortarlo en estas tiendas: la guillotina o bacaladera ha sido y es un instrumento imprescindible. Algunas llevan sobre el mostrador más tiempo que el tendero, reconoce Sanvicente. La de Anidos, confiesa la tendera, se afila sola al cortar.
Negocios que hacen barrio
La nueva vida de los ultramarinos
Muchos compradores llegan a los ultramarinos buscando lo que no han encontrado en las grandes superficies, explica Anidos, de A Coruña. “En Navidades vinieron unos clientes desesperados por comprar una bebida en concreto que no conseguían por ninguna parte; se trataba de un chartreuse, un licor francés que se suele usar tanto para cocinar como para combinados”, detalla.
Estos negocios también aportan su toque personal a los productos. En La Mallorquina, de Málaga, José Palma emborracha un queso azul inglés Stilton durante dos años en Pedro Ximénez. “El dulzor del vino genera un maravilloso contraste con el picor del queso”, evoca. Arbiol, por ejemplo, ha creado desde su negocio en Bilbao su propia marca de conservas de verdura bajo el nombre de Ultramarinos Finos Gregorio Martín y planean lanzar platos preparados elaborados con sus productos.
Para María Jesús Sanvicente, de La Confianza, el comprador ya no es leal en la compra diaria, pero sí en las ocasiones especiales. Por eso, ella y su hijo Víctor Villacampa se siguen esforzando por la mantener la calidad en las cotas más altas: “Probamos los nuevos productos antes de ponerlos a la venta, como hizo siempre mi padre, porque es la única manera de ofrecer una opinión sincera a los clientes”, explica. Su ultramarinos es un monumento más en Huesca; forma parte de las visitas guiadas a la capital oscense y conserva casi toda su majestuosa decoración original, del suelo a los frescos del techo.
En otros colmados, como La Diana, en el Puerto de Santa María (Cádiz), la belleza se expresa de otras maneras: en forma de abigarradas estanterías repletas de artículos con vistosas etiquetas y costales repletos de legumbres, tubérculos y frutos secos que han recorrido pocos kilómetros. En un mundo globalizado, en el que se recibe cualquier artículo a cualquier parte del mundo en cuestión de horas o días, los ultramarinos, colmados, coloniales y abacerías reivindican lo cultivado, criado y cuidado aquí, cuyas virtudes revelan al comprador curioso con una sabiduría labrada durante décadas y mucho amor por la profesión. Esa es su principal apuesta, reconocen todos, para seguir adelante y dejar que el avispado Don Senén de 13 Rue del Percebe sea solo la humorística imagen de una España de otro tiempo.