La transición verde tiene un precio (y no se lo han contado)
Los elevados precios de la energía, que se mantendrán a medio plazo, impactarán en la inflación, las finanzas públicas y el empleo. Un informe del investigador Pisani-Ferry reclama a las autoridades “estrategias” para minimizar los efectos adversos
La decisión de acelerar a 2030 la reducción de emisiones de carbono un 55% respecto a las de 1990 y alcanzar la neutralidad climática (cero emisiones) para 2050 supone un giro radical al actual modelo de crecimiento. Tras años de postergaciones y retrasos, la Comisión Europea y la Administración Biden de Estados Unidos han impulsado planes millonarios de inversión para modificar el patrón de consumo bajo la premisa de que “lo que es bueno para el planeta es ...
La decisión de acelerar a 2030 la reducción de emisiones de carbono un 55% respecto a las de 1990 y alcanzar la neutralidad climática (cero emisiones) para 2050 supone un giro radical al actual modelo de crecimiento. Tras años de postergaciones y retrasos, la Comisión Europea y la Administración Biden de Estados Unidos han impulsado planes millonarios de inversión para modificar el patrón de consumo bajo la premisa de que “lo que es bueno para el planeta es bueno para los ciudadanos y la economía”, en palabras de la Comisión.
Pero nada es gratis. Los beneficios a largo plazo de la apuesta verde no pueden ocultar que la decisión va a tener costes considerables para muchos sectores y que a corto plazo la creciente demanda y los desincentivos a la inversión en las fuentes tradicionales de energía van a mantener el fuerte aumento de los precios de este verano, entre otras consecuencias. Esto puede acelerar la normalización de la política monetaria en un momento de niveles históricos de endeudamiento a nivel global.
Jean Pisani-Ferry, investigador senior del Peterson Institute for International Economics, del centro de pensamiento Bruegel y profesor del Instituto Universitario Europeo de Florencia, defiende en un informe que acaba de publicar que “la política climática es una política macroeconómica” y que los subsidios, cambios regulatorios, incentivos, aranceles, gasto público e impuestos que conlleva su impulso no pueden ignorarse.
“El optimismo razonable sobre los beneficios a largo plazo del cambio a una economía climáticamente neutra no es razón para ignorar los costes de esa transición”, apunta el informe. “Aunque estos costes son asumibles, van a ser considerables. En lugar de pretender que son una cuestión menor, las autoridades deberían afrontar la realidad y diseñar las estrategias correspondientes”, añade.
Comparte este análisis Patrick Artus, consejero económico de Natixis. “Inicialmente, la transición energética va a reducir el PIB potencial de las economías ante la destrucción de capital que se producirá en los sectores que utilizan o producen combustibles fósiles”, subraya en un reciente informe. Para revertir esa destrucción, prosigue Artus, la inversión verde no debe producirse a costa de otras inversiones y los equipos necesarios para la transición energética deben producirse en cada país no ser importados, lo que permitirá crear nuevos empleos y compensar los puestos de trabajo destruidos.
El sector del automóvil ofrece un buen ejemplo de lo que está en juego en la economía global. Para 2035, el Reino Unido, buena parte de Estados Unidos y la Unión Europea han decretado que se dejarán de vender coches de gasolina y diésel, lo que supone que las patentes, la formación y los equipos actuales perderán todo su valor antes del fin de su vida útil. No solo para las automovilísticas, también para toda la industria auxiliar —desde talleres de coches a fabricantes de componentes—, para los trabajadores —ya que la fabricación de un vehículo eléctrico exige menos mano de obra que un motor convencional— y los consumidores.
La fuerte inversión destinada a ese cambio de modelo, aseguran las autoridades, representará un impulso keynesiano a la actividad a largo plazo, pero algunos analistas creen que esa máxima no aborda de forma realista la transición. “La naturaleza del cambio en el modelo de crecimiento es similar al de la revolución industrial, mientras que el shock de oferta negativo de la energía nos retrotrae a la crisis del petróleo de los años setenta”, explica Pisani-Ferry al teléfono desde París.
“Y aunque el Banco Central Europeo ha impulsado la financiación verde sobre activos considerados contaminantes, desconoce las implicaciones que eso puede tener sobre el flujo de crédito y no está prestando atención a la amenaza para la estabilidad de precios, pero empieza a pensar en ello”, continúa.
Los precios del gas natural, una materia prima menos contaminante que el carbón a la hora de producir electricidad, pero con impacto sobre el medio ambiente, han alcanzado récords históricos este verano, en parte por el aumento de la demanda derivada de la recuperación y en parte porque el horizonte de penalización de emisiones desincentiva la inversión en las fuentes tradicionales de energía. Y las fuentes renovables no son capaces de cubrir en estos momentos toda la demanda.
Pocos días después de presentar el informe científico del panel de expertos, la Comisión Económica de Naciones Unidas para Europa (Unece) planteaba la necesidad de incluir la energía nuclear en el mix energético para cumplir con los objetivos climáticos globales. Una política difícil de defender para buena parte de la izquierda europea y contraria al planteamiento que han hecho países como Bélgica y Alemania, que han anunciado el cierre de sus plantas nucleares en 2025 y 2023, respectivamente. “Yo no sería partidario de iniciar la construcción de nuevos proyectos, que es un proceso muy largo. Pero definitivamente prolongaría la vida útil de las centrales que están en este momento en funcionamiento”, defiende Pisani-Ferry, que fue comisario de Planificación con el socialista Manuel Valls.
Más aún, como apuntaba Ruchmir Sharma, estratega global de Morgan Stanley Gestión de Inversiones en un análisis, la tecnología de las renovables también tiene severas implicaciones medioambientales. La producción de aluminio —en un 60% en manos chinas— es una de las más contaminantes de la industria, al tiempo que es un metal fundamental para la fabricación de paneles solares. Algo parecido sucede con el cobre, cuyo precio se ha disparado un 100% en el último año, por la resistencia social y las trabas gubernamentales a abrir nuevas minas en Chile y Perú, que producen el 40% del total global. “La regulación verde está disparando la demanda a la vez que reduce la oferta, lo que está provocando una inflación verde [greenflation, en la jerga]”, sostiene Sharma.
“Tanto las políticas públicas como la iniciativa privada se van a ver afectadas”, recalca Pisani-Ferry. La agencia Bloomberg informaba en julio que las autoridades chinas habían decidido levantar el pie del acelerador de la reducción de emisiones para equilibrar los objetivos climáticos con la salud económica. “Nos dirigimos hacia un nuevo tipo de capitalismo que solo tendrá éxito si es creíble. Y la primera prueba de la solidez de los compromisos anunciados la veremos en la cumbre del clima (COP26) que se celebrará en Glasgow en noviembre”, concluye.