El hombre del piano
En la hoja de ruta de Rufus Wainwright no hay atajos desconocidos para rozar lo sublime. Su talento es lo suficientemente versátil como para adaptarse a cualquier circunstancia. Y aunque el formato de solitario piano man no siempre da tanto de sí como para disfrutar de su propuesta en toda su integridad, sobre todo cuando las condiciones ambientales no le son muy propicias (como las asfixiantes carpas de cualquier festival de verano) o cuando incurre en cierta monotonía, conciertos como el que ofreció el martes en el Palau de la Música validan la idea de que su música, desprovista de coreografías, lentejuelas y delirios de Broadway, puede resultar igual de embriagadora. Y sin necesidad de instar al respetable a mantenerse callado entre canción y canción. De hecho, permitió expresamente que la gente aplaudiera cuando le diera la gana.
RUFUS WAINWRIGHT
Rufus Wainwright: voz y piano. Stephen Oremus: piano. Martes 29 de junio de 2009. Palau de la Música. Valencia.
No hay nada como atenuar el exceso de barroquismo -en el que muchas veces cae- con una selección de temas de muy diversa extracción. Porque aunque la excusa para entregarse a la austeridad sean las canciones de All Days Are Nights: Songs For Lulu (su disco más desnudo y sombrío), no dejó pasar la oportunidad de recordar clásicos insoslayables como The Art Teacher, Going To A Town, Cigarettes & Chocolate o Memphis Skyline o recomendar vivamente la obra de su familia, al menos de su hermana Martha (Martha) y de su madre, la recientemente fallecida Kate McGarrigle, de quien recuperó Walking Song. Amén de una parte central en la que, secundado por Stephen Oremus al piano, desató ya en pie todos los espíritus de Judy Garland que habitan en su interior.
Que fuera capaz de dar lo mejor de sí mismo, derrochando elegancia y clase en un puñado de interpretaciones sobresalientes, mientras hacía partícipe al público entre canción y canción de las evoluciones de la selección española en su partido ante Portugal (acabó enfundándose la camiseta de los de Del Bosque, tras declarar su ateísmo futbolístico), da una idea de hasta qué punto él mismo tiene interiorizada una grandeza a la que llega casi sin inmutarse, sin necesidad de concentrarse en exceso. De lo excelso a lo mundano en cuestión de segundos.
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