Análisis:

Venus contra Marte

El espíritu olímpico ha llegado a la literatura en su versión más lamentable, tirando de medallero. Y es que, parece, todavía hay quien cree en la idea de progreso aplicada al arte. Llevando el argumento cronológico hasta el absurdo, cualquier escritor de ahora sería mejor que el mismísimo Cervantes. Si el razonamiento no se aguanta por el lado de la cronología, ¿por qué habría de aguantarse por el de la geografía?

La defensa de la superioridad literaria de Europa sobre Estados Unidos suena a rabieta de vieja metrópoli, pero es coherente con la historia de los premios Nobel de literatur...

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El espíritu olímpico ha llegado a la literatura en su versión más lamentable, tirando de medallero. Y es que, parece, todavía hay quien cree en la idea de progreso aplicada al arte. Llevando el argumento cronológico hasta el absurdo, cualquier escritor de ahora sería mejor que el mismísimo Cervantes. Si el razonamiento no se aguanta por el lado de la cronología, ¿por qué habría de aguantarse por el de la geografía?

La defensa de la superioridad literaria de Europa sobre Estados Unidos suena a rabieta de vieja metrópoli, pero es coherente con la historia de los premios Nobel de literatura. Un simple vistazo a la lista de premiados que inauguró en 1901 el francés Sully Prudhomme, ¿lo recuerdan?, es toda una lección de geoestrategia. Sólo un indio, Tagore, pudo romper, en 1913, el eurocentrismo del galardón. El primer estadounidense en el palmarés fue, en 1930, Sinclair Lewis, un superventas de la época. Eran los años en los que la Academia Sueca estaba empeñada en darse un barniz de popularidad, algo que le hizo ignorar a las vanguardias y considerar, por ejemplo, la candidatura de Margaret Mitchell, la autora de Lo que el viento se llevó.

Tagore pudo romper, en 1913, el eurocentrismo imperante en el galardón
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Que el Nobel, a quien nadie va a negar a estas alturas sus aciertos, ha tenido siempre un ojo en la conveniencia no es ningún secreto. Cerró la Primera Guerra Mundial premiando, nada más neutral, a un suizo (Carl Spitteler), y repartió entre los ganadores de la Segunda (Churchill incluido) los galardones de la nueva posguerra. No es casualidad que siete de los 10 estadounidenses premiados lo hayan sido a partir de 1949. Toda literatura es contemporánea. En esto las letras se llevan mal con los números, por mucho que haya quien siga pensando que Europa pertenece a la amorosa Venus y Estados Unidos al belicoso Marte. No hay nada como un buen estereotipo para ahorrarse la enojosa tarea de pensar.

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