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Los besos

Uno de los encargos propios del verano consiste en regar las macetas de los amigos y los familiares que se van fuera de la ciudad. Cuando se viajaba menos, las casas se llenaban de geranios y aspidistras y las terrazas se convertían en pequeños jardines dominados por los atardeceres y los gatos. Ahora, como la gente suele tener dinero para costearse dos o tres vidas, las plantas son un inconveniente, y la población viajera, si es que conserva un resto de melancolía vegetal, necesita la mano amiga que riegue las macetas cuando sale de vacaciones o ejerce el turismo por el mundo.

Ayer fui a regar a casa de mis padres. Además de volver a las hiedras y los geranios de mi infancia, regresé también a los trabajados besos nocturnos del portal. Una pareja se besaba con la ciudad a sus espaldas, poniendo segundo a segundo un cuidado minucioso en los labios, en la lengua y en los dedos. Los ojos de la chica dominicana que sirve en uno de los pisos se cruzaron por un instante conmigo sin abandonar el beso. Como cuando era niño, me dio vergüenza interrumpir, abrí la puerta sin saludar y me perdí escaleras arriba. Hace muchos años que no me cruzaba en un portal con un beso de verdad. Los jóvenes de hoy tienen coches, apartamentos libres, o pasan las tardes y las noches en su habitación, al lado de sus padres, sin sospechar siquiera el protocolo de los noviazgos interminables y la humedad furtiva de los rincones de la noche. Los ojos de la muchacha dominicana me recordaron la complicidad avergonzada de mis vecinas o el apuro de las sirvientas que, escondidas de su pueblo y de sus señoras, alargaban con un beso interminable los últimos minutos de un domingo por la noche. Algunos inmigrantes traen a España costumbres raras, formas de ser que pertenecen a una nueva realidad. Pero otros inmigrantes nos devuelven a nuestro pasado inmediato, a lo que era este país hace unos años. Hablan muy alto, se ríen con una alegría desbordada, regresan de los andamios con la piel manchada por el yeso, la fe en el porvenir y el instinto de supervivencia, y se despiden en los portales con besos largos, unos besos de ojos cerrados y minutos detenidos que son verdaderos refugios en la noche de la ciudad, casi la primera letra en el sueño de un piso.

La Fundación Largo Caballero ha preparado una exposición titulada De la España que emigra a la España que acoge. En este final de verano se presenta al público granadino en la sala de CajaGranada. Las fotografías y los documentos recorren la historia de un país que desde finales del siglo XIX se acostumbró a huir de la pobreza a través de viajes poco turísticos. Los vapores hacia Cuba y Argentina, los trenes hacia Alemania y Francia, se llenaron de baúles y maletas, de gente que dejaba su tierra y buscaba nuevas raíces allí donde era posible conseguir un puesto de trabajo. Florecían entonces los centros asturianos, las casas gallegas o andaluzas, los ateneos españoles, que alargaban sus ramas por América y Europa, y publicaban revistas, y organizaban coros, cenas de hermandad o equipos de fútbol. A la pobreza se unió la política, los exiliados de la Guerra Civil se sumaron a la España peregrina de las fábricas y los talleres.

Es la historia de nuestros abuelos, de nuestros padres, de los que tenemos edad de haber visto los trenes del norte llenos de caras llorosas y pañuelos blancos. Muchos besos se interrumpían en el portal cuando el novio emigraba a una ciudad de nombre extraño y la novia pasaba los días esperando que llegase una carta de letra torpe con buenas noticias. Los besos de ahora brotan en los portales a través de labios latinoamericanos, rumanos o búlgaros. Se trata de un cambio mucho más profundo que el paso de la dictadura a la democracia. España es hoy un país de inmigración, de acogida, aunque la palabra acogida se demasiado optimista si repasamos algunas fotos del catálogo de la exposición, con caras marcadas por el miedo en los cayucos, las orillas y los Centros de Internamiento para Extranjeros. Conviene regar las plantas para que no se sequen ni la conciencia, ni los besos.

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