EL CERVANTES PREMIA A UN PROSISTA ÚNICO

La escopeta

En agosto de 1990, Ferlosio vivía aún los veranos de Coria, en Extremadura, donde además tiene su alma. Estaba a punto de empezar la primera guerra del Golfo, a la que iba a acudir España como el "último mono", como decía él. Este filósofo de las guerras decía que aquélla iba a iniciarse para vigilar los pozos de petróleo, situando al mundo en una escalera violenta que tiene por objeto más petróleo.

Era casi el amanecer y Ferlosio recibió a los periodistas como si él mismo fuera a acudir, con su bastón y su mochila, a una guerra total contra los lugares comunes que se decían entonces y ...

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En agosto de 1990, Ferlosio vivía aún los veranos de Coria, en Extremadura, donde además tiene su alma. Estaba a punto de empezar la primera guerra del Golfo, a la que iba a acudir España como el "último mono", como decía él. Este filósofo de las guerras decía que aquélla iba a iniciarse para vigilar los pozos de petróleo, situando al mundo en una escalera violenta que tiene por objeto más petróleo.

Era casi el amanecer y Ferlosio recibió a los periodistas como si él mismo fuera a acudir, con su bastón y su mochila, a una guerra total contra los lugares comunes que se decían entonces y que son los que se dicen siempre. A lo largo de la jornada fue cambiando de vestimenta como si estuviera renovando su equipaje exterior para hallar en sí mismo las palabras desnudas y justas. Sin una concesión a los tópicos, dibujaba en el aire con su bastón cada vez que hallaba un vocablo indeciso o inútil, quería ahuyentarlo. Nunca veía el momento oportuno de iniciar la entrevista; se le cruzaban unas ideas y sus contrarias. Él hallaba que la luz del día era tenebrosa para pensar. A mediodía nos llevó al río a comer chuletas, y como estábamos hablando de la guerra, aunque aún no hubiéramos iniciado la entrevista, alzó el bastón como si fuera una escopeta y disparó al aire riendo. Pasaron varias horas y después de la medianoche se quedó en calzoncillos en una habitación del subsuelo de la casa y empezó a dictarnos palabra por palabra, como si tuviera un cincel y una plomada, el esqueleto casi unamuniano de su rabia, su inteligencia, su sabiduría. Sólo he visto así de intenso, de rabioso, a otro escritor, Fernando Vallejo, y los dos son cómplices, amantes, obreros de la lengua que subraya Cervantes, como escopetas.

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