Tribuna:

Mercado mundial frente a proyecto europeo

La Comunidad Económica Europea tiene desde sus inicios un objetivo mayor: construir un mercado sin fronteras donde personas, bienes y servicios puedan circular sin trabas. Tan dominante es ese objetivo, que pronto se le designará metonímicamente por el resultado al que apunta: el mercado común. Un mercado cuya común condición europea se conquista, paso a paso, asumiendo las prerrogativas reguladoras nacionales, que los Estados van cediendo poco a poco sin prisa y sin entusiasmo. Ahora bien, ese protagonismo principal del mercado va acompañado por un corpus de normas y disposiciones, al que el ...

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La Comunidad Económica Europea tiene desde sus inicios un objetivo mayor: construir un mercado sin fronteras donde personas, bienes y servicios puedan circular sin trabas. Tan dominante es ese objetivo, que pronto se le designará metonímicamente por el resultado al que apunta: el mercado común. Un mercado cuya común condición europea se conquista, paso a paso, asumiendo las prerrogativas reguladoras nacionales, que los Estados van cediendo poco a poco sin prisa y sin entusiasmo. Ahora bien, ese protagonismo principal del mercado va acompañado por un corpus de normas y disposiciones, al que el Tribunal Europeo de Luxemburgo da plena consistencia, que le constituye en mercado especificamente europeo y que justifica la afirmación hoy muy generalizada de que el derecho es el gran vector de la construcción europea.Pero el Mercado Común Europeo, que es el único logro actual de Europa, se ha visto frontalmente cuestionado en la última década por la mundialización, propia al sistema económico transnacional, que nos viene de EE UU y de sus grandes multinacionales. Ese sistema, con el imperativo neoliberal de la desregulación total como receta curalotodo y con al oligopolización galopante como resultado, ha encontrado en las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación un refuerzo decisivo, problematizando cuando no cancelando la posibilidad de un mercado europeo y apostanto exclusivamente a un mercado mundial único. Con lo que, ese doble referente, mercado europeo y mercado mundial, entendidos no como dos niveles de posible agregación sino como dos realidades antagonistas, si no inconciliables, en las que el pez gordo se come inevitablemente al chico, descalifica al proyecto europeo y lo convierte en un viejo artilugio.

La ilustración paradigmática de ese destino la ofrece el ámbito de las comunicaciones y de la sociedad de la información, donde la convergencia tecnológica y la eliminación de todo tipo de normas parecen imponerse como hechos de naturaleza. El mismo Jacques Delors, en su libro blanco sobre Crecimiento, competitividad y empleo, aboga por suprimir toda reglamentación perturbadora de los nuevos mercados, que traerá consigo la sociedad de la información y con ellos la creación de quince millones de empleos que nos anuncia para el año 2000.

Pero, ¿el mito dorado que nos ofrece el mercado mundial de las telecomunicaciones con su aspiración a fagocitar cualquier tipo de actividad comunicativa y audiovisual, es compatible con nuestro modelo de sociedad, con nuestra economía social de mercado e incluso con la supervivencia de nuestra economía industrial? Todos sabemos que sin Airbus habría desaparecido la industria aeronáutica europea y sólo quedaría un constructor mundial de aviones, Boeing / McDonnell, y que sin la Agencia Espacial Europea, la industria aeroespacial mundial sería exclusivamente estadounidense. Todos sabemos que sin la ayuda a la producción agrícola apenas quedaría agricultura europea.

El peligro que la mundialización desreguladora representa en el campo de la comunicación es tan evidente que se comienza a reaccionar en todas partes. Los franceses en cabeza, pero también los italianos, los belgas, hasta los alemanes que comienzan a reclamar un verdadero ministerio federal de la cultura, y, últimamente, los británicos que, en Birmingham, han reivindicado la necesidad de relanzar la industria de la comunicación en Europa y de formular una auténtica política audiovisual, financiándola como cualquier otro sector esencial. Pues como allí se ha dicho, si Europa no se dota de una política de la comunicación que le sea propia, en el mundo sólo habrá una política audiovisual: la de las grandes multinacionales americanas de la telecomunicación.

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