Tribuna:

Todos los ovidis

Los pueblos viven escasas situaciones de estado de gracia creativa que se convierten en puntos de referencia de su conciencia colectiva. La Francia de la posguerra hizo posible una espléndida cultura de cejas altas que tuvo en Sartre y Camus sus pontífices y una apabullante cultura convencionalmente de cejas bajas que nos dejó el legado de la canción francesa, de Brassens a Beart, pasando por otros gigantes como Léo Ferré o Jacques Brel entre una docena de genios de la comunicación canora. La llamada Nova Cançó Catalana representa entre nosotros un momento de esplendor como resultado del encue...

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Los pueblos viven escasas situaciones de estado de gracia creativa que se convierten en puntos de referencia de su conciencia colectiva. La Francia de la posguerra hizo posible una espléndida cultura de cejas altas que tuvo en Sartre y Camus sus pontífices y una apabullante cultura convencionalmente de cejas bajas que nos dejó el legado de la canción francesa, de Brassens a Beart, pasando por otros gigantes como Léo Ferré o Jacques Brel entre una docena de genios de la comunicación canora. La llamada Nova Cançó Catalana representa entre nosotros un momento de esplendor como resultado del encuentro de distintas pulsiones y diferentes patrimonios culturales: la tradición, la canción francesa, la cultura-pop de izquierdas, la reconstrucción de la razón democrática, la, defensa de la identidad catalana, el frente de la reivindicación lingüística, el impulso poético de una promoción que rezumaba creatividad y encontró en la década de los sesenta los cuatro puntos cardinales de una esperanza planetaria.Cada uno de los miembros de la Can o;ó era un mundo. Hijos de la misma ex pectativa cultural e histórica, tenían raí ces y sustratos distintos que marcaron la diferencia y la riqueza del grupo que nunca tuvo conciencia de serlo, aunque sí de corresponsabilidad con una misma historicidad. ¿Qué aportaba Montllor? Lo re laciono con esa capacidad de síntesis entre refinamiento y populismo que marca a tres grandes creadores valencianos: Alfaro, el ex carnicero convertido en el in ternacional escultor de la elegancia esencial; Raimon, el no¡ de Xàtiva capaz de le vantar una obra de extremada solidez musical y literaria; Montllor, el chansonier que es capó de su silueta en pos de todas sus inquietudes como actor, magnífico recitador, cómplice de los hallazgos sonoros de Toti Soler. Curiosidad, inquietud, pulsión prometeica, porque todos ellos robaron el fuego de la cultura a los dioses para poseerlo y socializarlo.

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Repasemos todos los Montllor que recordamos: el cantante de luto con una de las mejores voces y poses de la Cançó, el actor dúctil que estuvo a la altura de una de las grandes películas españolas (Furtivos), el artista indagador acompañado de otro violador de límites, Toti Soler. Pero también Ovidi el combatiente político en tiempos en que no era cómodo serlo, consciente de que entre los sueños de su generación no figuraba el del poder, pero sí el de la construcción de la ciudad democrática. Y una vez instalado, en ella, el artista seriamente crítico pero también lo suficientemente generoso y sagaz como para no pasar factura a una extraña raza de vencedores que salieron de debajo de las piedras, molestos con todos y todo lo que les recordara tiempos de resistencia. Para ellos la historia se había terminado, pero para Ovidi no había hecho más que empezar y siguió su ruta de poeta de la voz y el gesto, indiferente a tanto cansancio colectivo e ignorante de que a veces el enemigo lo llevas dentro y te impide llegar a los 54 años, provisto de un siniestro reloj de arena. De la peor raza de las arenas movedizas.

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