Tribuna:

Los libros y la lluvia

Cada año, hacia finales de mayo, llegan simultáneamente a Madrid los libros y la lluvia. Se inaugura en el Retiro la Feria del Libro y casi todas las tardes cae una lluvia lenta y fugaz, tranquila, deslumbrada a veces por ráfagas de sol, una lluvia muy cernida que se interpone delante de, los paisajes de la ciudad como si fuera un invento de los de los efectos especiales del cine. La lluvia acude todos los finales de mayo y todas las tardes con una puntualidad de lluvia inglesa, dejando luego el aire limpio y dispuesto para los mejores atardeceres del año, y los editores y los libreros y los e...

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Cada año, hacia finales de mayo, llegan simultáneamente a Madrid los libros y la lluvia. Se inaugura en el Retiro la Feria del Libro y casi todas las tardes cae una lluvia lenta y fugaz, tranquila, deslumbrada a veces por ráfagas de sol, una lluvia muy cernida que se interpone delante de, los paisajes de la ciudad como si fuera un invento de los de los efectos especiales del cine. La lluvia acude todos los finales de mayo y todas las tardes con una puntualidad de lluvia inglesa, dejando luego el aire limpio y dispuesto para los mejores atardeceres del año, y los editores y los libreros y los escritores que han acudido a la feria del Retiro a firmar adquieren un gesto de contrariedad resignada, pensando que la mala suerte se alía a la desgracia natural de su oficio con una saña metódica, pero yo prefiero imaginar que si la Feria del Libro actúa cada año con la eficacia de una rogativa es para proponemos una especie de milagro simbólico, el de la coincidencia entre los dos olores más líricos que existen, el del papel impreso y el de la tierra mojada, y para regalamos simultáneamente las dos cosas que más falta nos hacen en un país estragado por la ignorancia y la sequía: el agua y los libros.En el Retiro, la Feria del Libro de Madrid es una isla dentro dentra isla, un lugar tan improbable que no es muy dificil imaginarlo inexistente. Las ferias españolas consisten en reuniones de muchedumbres brutales, prestigiosamente adictas al delirio beodo, al rugido de las gargantas quemadas por el polvo, al estruendo de los altavoces que emiten inagotables sevillanas o cualquier otra variedad de cantos vernáculos. La Feria del Libro de Madrid es una calle larga y populosa abierta entre los árboles y las praderas del Retiro, y en ella es fácil escuchar los tonos más confidenciales de las voces humanas. En vez de vomitar alegremente tras la esquina de cualquier caseta, o de presenciar con arrobo tracas homicidas, los visitantes de la, Feria del Libro pasean tomados del brazo o llevando de la mano a sus hijos y se detienen a hojear volúmenes o a mirar de soslayo a algún literato sentado detrás de un mostrador con un aire de tendero tímido que no se atreve a llamar la atención de sus parroquianos. Los literatos, que desde muy jóvenes han venido adiestrándose en el arte de desdeñar toda emoción que sea colectiva, suelen asegurar con un desmayado mohín que los hastía la Feria del Libro, y que firmar en ella es una vulgaridad a la que acceden por compromiso: pero es allí donde uno puede ver de cerca el enigma más valioso y más hondo de la literatura, el del lector, no el lector abstracto y desdeñableo temible de tantas alucinaciones solitarias frente a un teclado y a una hoja de papel, sino el verdadero, el receloso o próximo, el desconocido que se acerca y elige un libro y lo ofrece y dice un nombre y mira un instante a los ojos. El lector hipócrita, semejante y hermano, al que invocaba Baudelaire, es de pronto un hombre que caminaba entre las casetas de la Feria del Libro llevando a un niño de cada mano y se acerca y sonríe sin haberlo visto a uno nunca de esa manera en que les sonreímos tan sólo a quienes comparten nuestra vida. El lector es una mujer madura con aire de tristeza, un caballero de pelo blanco y ademanes pausados, un joven que ronda con la cabeza baja y la mirada furtiva y no se atreve a acercarse, alguien que aparta los ojos después de habemos mirado con curiosidad o con desprecio, alguien que al dar la vuelta ha sacado el libro de la bolsa de papel con un gesto de impaciencia en el que nos reconocemos y se marcha leyéndolo y sin mirar en tomo suyo. Leer y escribir, nos dicen, son actos absolutamente solitarios, de una penosa marginalidad, costumbres que declinan tristemente bajo el asedio de la barbarie y la televisión. Tal vez eso sea verdad, pero tal vez no importe demasiado, o no sea toda la verdad: enumeran cifras, esgrimen estadísticas, aducen estudios de mercado: en la Feria del Libro es posible pensar que la literatura y sus costumbres pueden salir del subsuelo de las bibliotecas asfixiantes y las habitaciones cerradas para convertirse en una celebración colectiva y civil, y que escribir y leer no son obligatoriamente señales o estigmas de un vicio solitario sino actitudes que a veces unen a los hombres en lo más humano que hay en cada uno de ellos. En el Retiro, en Madrid, en los primeros días de la feria, la gente camina entre los libros y el aire diáfano de la lluvia reciente como si celebrara la eucaristía laica de las palabras escritas y de la libertad: los libros se desvanecerán tan rápidamente como la lluvia, pero cuando la sequía y la ignorancia vuelvan puntualmente a afligimos estará bien imaginar que esa isla dentro de otra isla no fue del todo un espejismo.

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