Tribuna:VUELVE LA CANCIÓN ESPAÑOLA

La restauración de la pandereta

Nuestra música country más celtibérica, antes llamada canción española -falaz sinécdoque-, parece estar de enhorabuena: a la sempiterna pugna de la pareja de folclóricas entronizadas por la pantalla grande y pequeña (la Flores y la Montiel, Paquita Rico y Carmen Sevilla, la Jurado y la Pantoja), al auge discográfico de los falsetes aflamencados (Rafael Farina y AntonioMolina, Peret y Escobar, El Pali y El Fari, Chiquetete y Manzanita) y al municipal renacimiento de la tonadilla clásica (Estrellita Castro, Gracia Montes, Juanita Reina, Marifé de Triana) se agrega ahora, redoblando...

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Nuestra música country más celtibérica, antes llamada canción española -falaz sinécdoque-, parece estar de enhorabuena: a la sempiterna pugna de la pareja de folclóricas entronizadas por la pantalla grande y pequeña (la Flores y la Montiel, Paquita Rico y Carmen Sevilla, la Jurado y la Pantoja), al auge discográfico de los falsetes aflamencados (Rafael Farina y AntonioMolina, Peret y Escobar, El Pali y El Fari, Chiquetete y Manzanita) y al municipal renacimiento de la tonadilla clásica (Estrellita Castro, Gracia Montes, Juanita Reina, Marifé de Triana) se agrega ahora, redoblando sus efectos de modo formidable, toda una serie de expresiones comerciales de la música sureña más visceral, desde la reconversión a la pandereta de antiguos progres criticones (Martino y Kiko Veneno, Carlos Cano y Pata Negra) hasta el auge de las nuevas tonadilleras (María Vidal y Ana del Río, María del Monte y María José Santiago) y, sobre todo, la explosión increíble del canto chico por sevillanas: tanto rocieras como corraleras, de cruces de mayo y marineras (más de 250 elepés anuales entre Marismeños y Cantores de Híspalis, Los del Río y Los Ecos de la Marisma, Albahaca y Sal Marina, Los Amigos de Ginés y Los Romeros de la Niebla).Este boom meridional, que padecemos desde 1984, no sólo afecta al valle del Guadalquivir (los visitantes de la sevillana Feria de Abril gastan del orden de los 15.000 millones de pesetas, ingresando el Ayuntamiento un saldo neto de unos 500 millones), sino que se extiende a los destinos tradicionales de la emigración andaluza: Madrid (más de 50 salas rocieras especializadas en el baile por sevillanas), Cataluña (más de dos millones de visitantes en las distintas ferias de abril que se organizan) y el País Vasco (sólo en Bilbao ya hay más de 50 academias donde aprender a bailar por sevillanas). Y, a partir de tales centros de influencia, la cultura rociera se irradia y difunde por toda la Península, suplantando los bailes populares y las discotecas, neutralizando los reductos de música étnica y conquistando por doquier la expresión popular de la fiesta.

La ofensiva rociera

¿Qué está pasando con nuestra cultura popular, para que así se rinda ante el avance irresistible de la ofensiva rociera?. Creo que la interpretación ha de buscarse, como para tantas otras cosas, en la finalización definitiva de la transición española a la democracia: ahora ya es posible correrse juergas sin la mala conciencia de estar haciendo el juego a la derecha reaccionaria.

Hasta 1975, los signos externos de la fiesta popular (la España de la pandereta: los toros y las juergas flamencas) aparecían inequívocamente secuestrados por la cultura franquista, que los usurpaba con bien poca gracia. Por tanto, dejarse llevar por ellos implicaba el riesgo de ser tomado por colaboracionista. Tras 1975, y hasta 1984, la cultura popular, recién liberada de su secuestro franquista, debe improvisarse como instrumento de combate, como arma comprometida al servicio de la causa, como cruzada ritual contra el residual franquismo que se bate en retirada: es el auge de los cantautores progres, de la etnicidad periférica, de la canción comprometida.

A partir de 1984 -una vez que el PSOE hubo tomado el poder- se hizo evidente que la transición había terminado ya. Por ello, la gente se dispuso a celebrarlo. Pero para eso ya no servía más una cultura popular de lucha y combate, hecha de caras largas y expresiones adustas. Por el contrario, lo que apetecía era poder divertirse a rienda suelta, sin compromisos políticos ni fidelidades de cruzada.

Y apareció el redescubrimiento de la tradicional fiesta popular, gratuita, desencadenada, carente de finalidad, inútil, derrochadora y sin que sirviera para nadie ni para nada Gusto lo contrario de la fiesta religiosa y política: liturgia de servicio, ritual de guardia). Y ahí estaba aguardando, recién liberada del largo secuestro franquista, la cultura rociera, como máquina engrasada para el placer y la fiesta.

Lo cual supone divertidas paradojas (que no es lugar éste para ampliarlas). La cultura rociera, en la medida que consista en fiesta popular, ni puede ser elitista ni puede ser oficializada. Pero, al igual que sucedió con su origen -iniciada con la desamortización, se consolidé y alcanzó su forma definida con la primera restauración-, amenaza con llegar a convertirse en la cultura oficial de esta segunda restaruación actual -tan paralela a la anterior, incluso por lo que respecta a la coyuntura cíclica del fin de siglo internacional-: los fastos y nefastos de 1992 pueden acabar por consumar la amenaza.

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