Tribuna:

Cuestión de complicidad

Es difícil hablar de una primera película gay porque no se sabe si esto significa un filme concebido desde una estética o sensibilidad con la que el espectador homo se identifica o si lo que cuenta es la aparición en pantalla de personajes cuya actitud es netamente homosexual. En 1926, Clarence Brown rodó El diablo y la carne, en la que Greta Garbo se interponía entre una pareja formada por John Gilbert y Marc McDermott, y poco tiempo después el cineasta Alfred Hitchcock, en una de sus primeras películas sonoras, Murder, incorporaba a la ficción un trapecista traves...

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Es difícil hablar de una primera película gay porque no se sabe si esto significa un filme concebido desde una estética o sensibilidad con la que el espectador homo se identifica o si lo que cuenta es la aparición en pantalla de personajes cuya actitud es netamente homosexual. En 1926, Clarence Brown rodó El diablo y la carne, en la que Greta Garbo se interponía entre una pareja formada por John Gilbert y Marc McDermott, y poco tiempo después el cineasta Alfred Hitchcock, en una de sus primeras películas sonoras, Murder, incorporaba a la ficción un trapecista travestido.En realidad, los ideales gay de la época eran galanes corrio Valentino y Novarro, el priniero dedicado a la seducción dentro de fantasías orientales, mientras que el segundo prefería lucir la musculatura en lujosos peplums. La vida privada de ambas estrellas confirmaría el acierto de los hombres que veían en ellos una suerte de cónsules de su marginalidad.

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Stan Laurel y Oliver Hardy son, a su manera, un matrimonio. En la célebre pareja cómica cada uno asumía un rol, y queda muy claro quién es el hombre y quién la mujer. A ellos, como a Jerry Lewis y Dean Martin, se les consentía que jugaran a las parejas porque el cine cómico siempre ha gozado de la tolerancia para bufones. El homosexual sólo podía aparecer en pantalla si quedaba muy enmascarada su condición o si de trataba de un modista con el que poder practicar un poco de humor machista.

Con el transcurso de los años, el homosexual se ha ido ganando un lugar en la ficción. Al principio, su presencia era o fruto del error o de algún planteanúento subliminal. Más adelante serán seres risibles -siempre que su peligrosidad se limite a un arnaneramiento que se agote en sí mismo- o execrables cuando lo que pretendan sea tener relaciones fisicas con el galán.

En los años sesenta y setenta la censura dejará de prohibir a los gay. De pronto, las películas se llenarán de homosexuales, al principio muy aparatosos, posteriormente: más adecuados a la realidad. Así, su presencia irá perdiendo sus componentes cómicos o reiviridicativos, perversos o idealizados, para asumirse como algo, relativamente normal.

El cine pornográfico es un mundo aparte. Si interesa citarlo aquí es porque en su libertad viene a recordamos que, al margen del tema que trata, el erotismo de una película surge de una doble mirada, la del cineasta y la del espectador, y que es en la manera cómplice en que se mira un cuerpo o se capta un objeto de donde nace la posibilidad de hablar de cine gay e incorporar a su filmografía las cintas de Juan de Orduña o de Alfredo Ataria.

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