Editorial:

Argentinos somos todos

EL DESARROLLO de solidaridades internacionales para erradicar el terrorismo de la sociedades regidas libre y democráticamente sólo encontrará su mejor equilibrio si se contrapesa con análogas solidaridades en defensa de los derechos humanos. Es la primera reflexión que merece el informe Sábato sobre desaparición de personas parcialmente difundido la semana pasada en Buenos Aires.El informe Sábato, que no es un trabajo exhaustivo, sino sólo una punta de información sobre más de 8.000 personas desaparecidas bajo la dictadura militar argentina, demuestra la fragilidad de los ...

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EL DESARROLLO de solidaridades internacionales para erradicar el terrorismo de la sociedades regidas libre y democráticamente sólo encontrará su mejor equilibrio si se contrapesa con análogas solidaridades en defensa de los derechos humanos. Es la primera reflexión que merece el informe Sábato sobre desaparición de personas parcialmente difundido la semana pasada en Buenos Aires.El informe Sábato, que no es un trabajo exhaustivo, sino sólo una punta de información sobre más de 8.000 personas desaparecidas bajo la dictadura militar argentina, demuestra la fragilidad de los derechos humanos en nuestra época y en los países que entendemos como recipiendarios de la civilización cristiana occidental. Entre 1976 y 1982 y en un país como Argentina, rico, de extracción mayoritariamente europea, muy culto, una casta militar, -que sólo puede serlo, constitucionalmente, si profesa la religión católica- desató la noche y la niebla hitlerianas sobre la subversión terrorista y sobre miles de ciudadanos inocentes, incluidos cientos de niños recién nacidos o de cortísima edad cuyo paradero aún sigue siendo un misterio.

En 1978, un año después de que las madres de la plaza de Mayo -las locas de la plaza de Mayo- comenzaran a manifestarse pacíficamente todos los jueves ante la Casa Rosada, se celebraban en Argentina unos mundiales de fútbol, con gran éxito publicitario para la Junta Militar, sin que ¡in solo país relevante se negara a adornar con su presencia aquel acontecimiento lúdico. Pese a las presiones de la Administración estadounidense del presidente Carter y las quejas francesas y suecas por la descarada desaparición de algunos de sus súbditos, nadie levantó seriamente la mano para detener la barbarie. Ni en el interior ni en el exterior. Para las cancillerías extranjeras no era precisamente un secreto que en Argentina desaparecían las personas y aparecían demasiados cadáveres, pero no se supo o no se quiso pasar más allá de una información formal de la Comisión sobre Derechos Humanos de las Naciones Unidas.

En el interior, los comunistas guardaron silencio, a medio camino entre el terror y la necesidad soviética de grano argentino, y la Iglesia católica -moralmente todopoderosa,"influyentísima- descendió los párpados. La clase media argentina, súbitamente beneficiada por el monetarismo de la escuela de Chicago, de Milton Friedinan, marchó de vacaciones a Europa aprovechando el valor artificialmente bajo del dólar, y musitaba "por algo será" cada vez que tenía conocimiento de la desaparición de un amigo, de un familiar, de un vecino.

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Ahora, tras el informe Sábato, se sabe que gracias al silencio cómplice de casi todos -si exceptuamos a las madres de la plaza de Mayo y a la Administración Carter, que presionó blandamente, pero presionó a la postre- durante los siete años de infamia argentina se torturó a fetos en el vientre de sus madres mediante corrientes eléctricas, se hizo desaparecer a recién nacidos tras fusilar a parturientas, se enterró y quemó a ciudadanos vivos, se desarrollaron hasta 14 formas de tormento, algunas inéditas en la historia. de la crueldad humana. No bastaron las fosas clandestinas, de las que se han descubierto centenares, y fue preciso recurrir a la aviación naval para arrojar cadáveres al río de la Plata o al Atlántico sur. Como estima un miembro de la comisión Sábato sobre desaparición de personas, "leer el informe es asomarse al infierno".

Si como afirma Borges los argentinos sólo son europeos exiliados, parece que el horror y la infamia habitan entre nosotros y en nuestros días, y que la fractura de los derechos humanos por encima de una bofetada en una comisaría es tan factible como hendir un cuchillo en un tarro de mantequilla.

La defensa de los derechos humanos, en suma, debería entenderse como algo más eficaz y positivista que amables preámbulos constitucionales o simpáticas y siempre aplaudidas referencias en los discursos. Y la conveniente y necesaria solidaridad internacional para combatir el terrorismo que quiere subvertir la libertad debería extenderse a medidas conjuntas que impidieran el terrorismo del Estado. En esa esquina del mundo llamada Argentina, temerosa de juzgar a sus propios asesinos, arruinada, exigido el pago de sus deudas por la comunidad internacional, podría encontrarse algún ejemplo a seguir: la tortura ha sido equiparada penalmente al asesinato cualificado y se ha legitimado judicialmente la resistencia y rebelión ante quien se alce en armas contra el poder democrático.

La principal lección a extraer del informe Sábato, que se cuida en resaltar la ausencia de excesos en la represión por cuanto el exceso fue deliberadamente la norma de la represión política, es que las guerras sucias se sabe cuándo y cómo comienzan, pero jamás en qué forma y en qué momento acaban; y que el introducir un rosario de electrodos hasta el estómago de un ciudadano y aplicarle corriente alterna a las entrañas no es una práctica ajena a nuestro entendimiento occidental de la convivencia. Argentinos somos, o podemos llegar a serlo, todos.

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