Editorial:

Provocación en Chile

EL ASESINATO del gobernador de Santiago de Chile, general Urzúa, no necesita de un exceso de agudeza para ser interpretado. Hay una reciente experiencia española -no exorcizada aún- de acontecimientos de este orden en vísperas elegidas para el proceso de institucionalización y constitucionalismo en estos últimos años como para que no sepamos lo que se trata de atajar con estas violencias, lo que se intenta provocar. En el caso de Chile no se pretende desestabilizar según la palabra consagrada en Europa (inventada en Italia para estos casos), sino evitar una estabilización que se ...

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EL ASESINATO del gobernador de Santiago de Chile, general Urzúa, no necesita de un exceso de agudeza para ser interpretado. Hay una reciente experiencia española -no exorcizada aún- de acontecimientos de este orden en vísperas elegidas para el proceso de institucionalización y constitucionalismo en estos últimos años como para que no sepamos lo que se trata de atajar con estas violencias, lo que se intenta provocar. En el caso de Chile no se pretende desestabilizar según la palabra consagrada en Europa (inventada en Italia para estos casos), sino evitar una estabilización que se busca desesperadamente: una salida que no a todos conforta.Más difícil que interpretar el motivo es designar al culpable inmediato, a menos que no se englobe en una misma identidad a una extrema izquierda y a una extrema derecha. Hay, evidentemente, una parte de la derecha, muy implicada en los 10 años de régimen, que puede estar temiendo seriamente que los principios de acuerdo entre los militares y la oposición civil organizada vaya a derramar sobre ella la culpabilidad de los crímenes innumerables, exonerando -como se pretende en Argentina- a los militares, y, desde luego, a quitarles una parcela de poder que simplemente se traduce en altos privilegios económicos. La presencia en la negociación actual de un civil totalitario como lo es Sergio Onofre Jarpa, ministro del Interior y en realidad director de este Gobierno en el que se desvanece cada vez más la figura de Pinochet (utilísima todavía en un papel de espantapájaros, de hombre suficientemente capaz todavía de derramar la sangre de quienes sean y cuantos sean, esgrimido todavía y esperanzado él mismo con ser sucesor de sí mismo), puede no ser suficientemente tranquilizadora para la plebe de los pequeños fascistas, convencidos de que el pacto por arriba puede llegar a concretarse en la destrucción propia del estilo de "Roma no paga traidores". La provocación de lo que podría ser un movimiento de reacción por parte de los pinochetistas para que todo vuelva al orden, aun olvidando que el pinochetismo muere de muerte natural (por imposibilidad en sí mismo, por incapacidad de sacar adelante al país).

Existe, y de una manera importante, el otro extremo, el que de todas maneras va a ser acusado: el de la antigua izquierda de corte del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria), que ya presionaba a Allende para que fuese más allá de la medida tolerable, y el que ha sido la víctima mayor -en número y en último extremo- de las represiones. Sobre este grupo, que a su vez representa un sector considerable de la población -el de la extrema pobreza- pesa ahora la exclusión. La Alianza Democrática está encabezada por la Democracia Cristiana, a la que muchos culpan de haber sido la desestabilizadora de Allende, y de ella forman parte desde una izquierda y unos sindicatos moderados hasta una derecha posibilista, y, desde luego, la Iglesia, representada por el cardenal primado -que representa un papel importante en las conversaciones actuales-, y una parte considerable del Ejército. La extrema izquierda proletarizada contempla con una sospecha considerable el pacto que, según ellos, podría hacer que todo siguiera igual pareciendo diferente, y que consistiría, desde su punto de vista, en una mera legalización del orden existente, aun con la posibilidad de que Pinochet no se aleje inmediatamente del poder (es significativo que la condolencia por el asesinato haya sido presentada por Alianza Democrática al propio Pinochet, en lo que puede verse una forma de reconocimiento, sobrepasado ahora el término del manifiesto original en el que se pedía su destitución inmediata).

La misma convocatoria de la nueva protesta nacional para el día 8, cuando correspondía al 11 de septiembre según la repetición cíclica prevista, indica que la organización de la oposición trata de alejarse todo lo posible de lo que pueda parecer una condena histórica a una reivindicación de Allende, porque fue el 11 de septiembre de 1973 cuando se produjo el golpe de Estado de Pinochet y el suicidio de Allende en el cercado y asaltado Palacio de la Moneda. Es probablemente una gran prudencia y una aconsejable medida, aun siendo intrínsecamente falsa, la de aislar la protesta contra la situación actual y la necesidad de cambiarla, como si no tuvieran relación con su origen histórico y no representasen una continuidad. Si la extrema derecha puede no estar de acuerdo con cualquier ruptura de la situación actual, la extrema izquierda puede no estarlo con la evaporación de su origen histórico, lo que podría suponer una hipoteca para su propio futuro como clase social.

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Las rápidas reacciones frente al asesinato terrorista, por parte de las fuerzas del poder y por las que aglutinan la oposición, tratan de indicar que el suceso no va a romper su voluntad normalizadora o su capacidad de apertura. Pero todavía no es seguro. No se sabe en qué va a derivar la busca de los culpables reales o supuestos, el sentido de autodefensa de los militares, el acto de la nueva protesta nacional y las negociaciones en sí: lo que queda claro es que estas negociaciones y su desenlace tienen ahora una urgencia absoluta y una máxima sensación de limpieza, en la que la medida de lo posible no se lleve consigo grandes fragmentos de una realidad social que no se puede disfrazar. Tampoco se sabe si el asesinato es un acto aislado, un esfuerzo máximo de quienes lo han perpetrado, o el principio de una espiral de nueva violencia.

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