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Del bodegón barroco a Elena Santonja, estampas del menú navideño

Pinturas, fotografías y archivos históricos documentan una larga historia de democratización gastronómica y de convivencia entre tradición e innovación

Ateridos por el frío y por el gélido ambiente que se vislumbra al fondo de la escena, colarse en esta cocina del siglo XVII pintada por Francisco Barrera (Invierno, 1638) reconforta la mirada y el ánimo. Nos dirigimos, casi por instinto, a calentarnos las manos junto a ese señor que, como el año, ha comenzado su inexorable declive. Pero su mirada perdida nos confirma qu...

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Ateridos por el frío y por el gélido ambiente que se vislumbra al fondo de la escena, colarse en esta cocina del siglo XVII pintada por Francisco Barrera (Invierno, 1638) reconforta la mirada y el ánimo. Nos dirigimos, casi por instinto, a calentarnos las manos junto a ese señor que, como el año, ha comenzado su inexorable declive. Pero su mirada perdida nos confirma que él no es el protagonista. Si levantamos la vista de nuestras manos, que ya han comenzado a entrar en calor, nos sorprendemos rodeados de alimentos que, como en un torbellino de diagonales, parecen revolotear a nuestro alrededor. Y cuando por fin fijamos la mirada (pavos, besugo y naranjas, turrón y frutas escarchadas) entendemos que hemos llegado justo a tiempo para preparar un menú de Navidad.

Banquetes barrocos

Con la imagen de Barrera, podríamos concluir que en la España del siglo XVII comían lo mismo que nosotros por estas fechas. Sin embargo, cometeríamos un error. Lo que muestra Barrera no es el menú típico de cualquier casa, sino el que podía permitirse un grupo social muy limitado.

Así nos lo confirman otras fuentes, como el recetario del cocinero real Francisco Martínez Montiño, que, en su propuesta de banquetes por Navidad, traduce a palabras lo que vemos en el cuadro de Barrera. Con los ingredientes que tenemos a la vista, podríamos preparar un menú regio con platos tan sugerentes como “pavos asados con su salsa”, “zorzales sobre sopas doradas”, “besugos frescos cocidos” o “empanadillas de pies de puercos”. También podríamos elaborar un menú sin tantas florituras, eso sí, con la carne siempre como protagonista, como el que pidió Felipe II al duque de Osuna en su visita durante las Navidades de 1588, compuesto por carnero asado, salchichas, solomillo, pichones y dos costillas.

Aires de renovación en el siglo XIX

De forma casi invariable, este tipo de menús estuvo restringido durante siglos a la nobleza y aún en el siglo XIX estas comidas, costosas tanto por la materia prima como por la mano de obra necesaria para su elaboración, seguían siendo el privilegio de unos pocos. Como señalaba un cronista social en 1849, “más o menos modificada o restringida, subsiste la antigua costumbre de la cena de Navidad”.

Sin embargo, las prácticas alimentarias habían cambiado, como refleja el menú servido en casa del marqués de Cerralbo en 1904, ya en pleno tránsito al siglo XX. Allí se percibe un mayor gusto por la verdura y el pescado: un sencillo potaje de garbanzos y espinacas daba paso a una sucesión de pescados selectos (merluza, lenguado, besugo) y a un postre de guiño afrancesado, que incluía quesos y coñac.

Con la llegada del siglo XX, los menús se hicieron más variados y otras capas sociales comenzaron a sumarse a esta tradición secular. La pujante burguesía, mucho menos encorsetada, pero igualmente pudiente, le daba una vuelta al menú navideño. Así lo demuestran revistas destinadas a un público interesado en la cocina y el buen comer, como El Marmitón que, en su número de diciembre de 1933, proponía un menú donde convivían la tradición del besugo y el pavo con platos llamados a ser grandes éxitos de las cenas navideñas del siglo XX, como el cardo, el “corderito lechal”, la lombarda y la sopa de almendra.

Además de modernizar el menú navideño, la burguesía impulsó la costumbre de cenar fuera en estas fechas, convirtiendo la celebración en una forma más de ocio. La restauración española respondió con entusiasmo y algunos locales llegaron a especializarse en este tipo de eventos. En Madrid, el célebre Buffet Italiano, situado en la Carrera de San Jerónimo, se anunciaba en los periódicos destacando sus “espléndidas cenas de Navidad y Fin de año”. En 1924, por 15 pesetas el cubierto, ofrecía platos tan pretenciosos como encantadores: “solomillo Vittorio Veneto”, “galantina de ave a la gelatina” o “gatêau ponche de naranja”, junto a otros que también vendrían para quedarse, como los entremeses variados o los langostinos.

Para los burgueses más atrevidos (y pudientes), la alternativa de moda a principio de siglo era celebrar la Navidad en pleno Atlántico, a bordo de un barco. En una rareza de la literatura gastronómica española, Melquiades de Brizuela publicó en 1903 Sartén y pluma. Apuntes sobre cocinas de buques trasatlánticos, en el que se incluía un apartado especial para las cenas de Navidad, con recetas clásicas como la sopa de almendras o el turrón blanco de Alicante.

De vuelta a tierra firme, la costumbre de cenar fuera en estas fechas siguió ganando adeptos durante el siglo pasado y alcanzó cotas de moderna sofisticación, especialmente en las cenas de fin de año. Un ejemplo paradigmático de ello es la propuesta que cada año presentaba el hotel Universo de Pontevedra, inaugurado en 1958. Su original idea comenzaba con el diseño de los cartones informativos que se entregaban a los comensales, coronados por pavos reales, y culminaba con la composición de la cena, en la que se ofrecía un menú maridado, con un vino pensado para cada plato. Las cenas navideñas del Hotel Universo muestran además el paso del concepto de comida al de experiencia, pues, como indicaban en el menú, la velada incluía “dos grandes orquestas”, “regalos sorpresa” y hasta la “rifa extraordinaria de un collar de oro y coral” y “un encendedor Dupont”.

La democratización y el ‘pop’ culinario

Pese a la relativa generalización de la cena navideña como evento social a lo largo del siglo XX, la mayoría de los comensales siguió celebrándola en casa, adaptando a sus bolsillos una tradición gastronómica nacida en los palacios. Esa lenta democratización de los sabores navideños alcanzó su máxima visibilidad en la segunda mitad del siglo XX y a ello ayudaron, y mucho, los medios de comunicación, tanto las revistas, con sus números especiales de Navidad que ofrecían recetas para todos los bolsillos, como especialmente, la televisión, con programas como Con las manos en la masa.

De la solemne y abigarrada cocina cortesana que nos mostraba Barrera, el salto a la cocina televisiva de Con las manos en la masa supuso algo más que un cambio en el escenario: constató la democratización definitiva de los rituales navideños. La popular cocina de Elena Santonja incitaba al desenfado y a la elaboración de platos tradicionales con cierto toque pop. Basta recordar el mítico pavo borracho que preparó junto a Concha Márquez Piquer en 1988, en el que se proponía inyectar al ave con coñac durante tres días usando una jeringuilla comprada “en una tienda de ortopedia” y que regaban una y otra vez con Oporto, mientras la presentadora y la invitada daban buena cuenta de un vino de Cariñena. Si en la cocina de Barrera buscábamos el calor del fuego, en la de Santonja encontrábamos el de la complicidad, la fiesta y el humor. Puestos a entrar en calor, su método resultaba, sin duda, bastante más eficaz que el ofrecido por los rescoldos de una fría cocina del siglo XVII.

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