Rosalía no es la única que se reinventa: 20 volantazos memorables de estrellas de la música
‘Lux’, lo nuevo de la artista catalana, propone un rupturismo que antes ya experimentaron otros creadores intrépidos como David Bowie, Taylor Swift, Neil Young o Camarón
Puede que algunos devotos recalcitrantes de Motomami (2022) también lleven todo el fin de semana levitando —espiritual y musicalmente— con los 18 cortes de Lux, pero de entrada Rosalía no se lo ha puesto fácil a sus seguidores. El nuevo álbum de la catalana supone un giro estilíst...
Puede que algunos devotos recalcitrantes de Motomami (2022) también lleven todo el fin de semana levitando —espiritual y musicalmente— con los 18 cortes de Lux, pero de entrada Rosalía no se lo ha puesto fácil a sus seguidores. El nuevo álbum de la catalana supone un giro estilístico entre sustancial y radical respecto a su antecesor, lo que da pie a un debate suculento: ¿pueden gustarle al mismo oyente dos trabajos tan diferenciados, aunque su firmante sea la misma y no haya transcurrido demasiado tiempo entre ambos?
Lo cierto es que Rosalía ha emprendido un camino valiente y pondrá durante estas próximas semanas a prueba la incondicionalidad de sus fans (¿puede alguien entusiasmarse de la misma manera con Despechá y con Berghain, cuyo parecido se asemeja al del huevo y la castaña?) y los nervios de su entorno empresarial y discográfico, que quizá habrían preferido una evolución artística más paulatina. Pero no, la autora de Sauvignon blanc, tan atildada y ampulosa que recuerda a Céline Dion, no es la primera que cambia bruscamente de carril. He aquí 20 ejemplos memorables en la historia de la música popular en la que sus protagonistas decidieron modificar de manera significativa el guion preestablecido. O, dicho de otra manera, 20 discos sucesivos que se parecen más bien poco entre sí.
Bob Dylan. De ‘Blonde on blonde’ (1966) a ‘John Wesley Harding’ (1967)
Los paladines de la vieja teoría según la cual a todos los discos dobles les sobran cuatro o cinco canciones se quedan sin argumentos ante Blonde on blonde, obra cumbre del Dylan eléctrico y, por extensión, de la historia misma del ser humano. Pero en esas el hoy premio Nobel se accidentó con la moto, emprendió el camino del exilio interior y solo regresó al escrutinio público, casi dos años más tarde, con un trabajo de crónicas rurales y pleitesía al country tradicional que no casaba ni con el transgresor revolucionario que había enchufado las guitarras ni con el trovador folkie de los comienzos en el Greenwich Village. Los fieles dylanitas comprendieron para siempre que la suya era una religión consustancial a los sobresaltos, más aún cuando su líder espiritual reincidió en los senderos campestres con Nashville skyline (1969), un álbum en el que atemperó la voz hasta volverse prácticamente irreconocible. Solo con los años comprendimos que aquellas incursiones vaqueras, además de inusitadas, eran también maravillosas.
Genesis. De ‘From Genesis to revelation’ (1968) a ‘Trespass’ (1970)
A Genesis los consideramos el paradigma por excelencia del rock progresivo, sobre todo en su etapa con Peter Gabriel al frente (hasta 1975): desarrollos largos, grandes interludios instrumentales, virajes rítmicos, pompa, grandilocuencia y apoteosis. Pero la historia no siempre fue así. Quien no haya escuchado nunca su primer elepé, el casi olvidado (y hasta sepultado) From Genesis to revelation, se llevará una sorpresa colosal. Gabriel, Tony Banks y Mike Rutherford (sí, ya por entonces militaban todos los pilares fundamentales del quinteto) practicaban un pop prístino de armonías vocales e influencia casi flagrante de los Bee Gees. Canciones dulces e inofensivas de tres minutos o menos, como The silent sun o Where the sour turns to sweet. Se les daba regular, por cierto. Menos de dos años después, abordaron los nueve minutos de la épica The knife, costaba creer que hablásemos de la misma banda.
Miles Davis. De ‘In a silent way’ (1969) a ‘Bitches brew’ (1970)
Casi todo el jazz de la historia cabía en el imaginario del trompetista Miles Davis, uno de los genios más incontestables (e indomables) del siglo pasado, incluso aunque la mala vida nos privase de él demasiado pronto. Pero pocas revoluciones fueron menos predecibles que la de su periodo eléctrico, paradigma de lo que luego se conocería como jazz-fusión. In a silent way, un disco precioso y en su momento profundamente incomprendido, comenzó a asentar los pilares de aquella nueva arquitectura, pero pivotaba aún en torno a un tema central de corte más reflexivo que había aportado el pianista vienés Joe Zawinul. Hubo quien torció el morro en aquel verano de 1969, pero nadie pudo prever ni remotamente lo que sucedería solo nueve meses más tarde. Porque Bitches brew era una enmienda a la totalidad, una sacudida histórica a los cimientos de todo un siglo de jazz, la revolución en forma de un doble elepé libérrimo en el que hasta una docena de músicos jóvenes maquinaban un cortocircuto emocional en el que las viejas enseñanzas del hard bop convivían con el influjo de Jimi Hendrix. Incomprendido al principio, exitoso incluso a efectos comerciales con los años y canonizado en este 2025 con su inclusión en la Biblioteca del Congreso. No solo eso: en 2023, el productor y guitarrista Martin Terefe convocó a las mayores luminarias del jazz británico contemporáneo, desde Shabaka Hutchings a Tom Skinner o Dave Okumu, para reimaginar aquel hito bajo el título de London brew.
Fleetwood Mac. De ‘Heroes are hard to find’ (1974) a ‘Fleetwood Mac’ (1975)
Que una banda británica de blues-rock acabase afincándose en California y componiendo los mayores (y mejores) monumentos de pop adulto que conoció el mundo entre 1975 y 1987 permanece como uno de los misterios más fascinantes que nos ha legado la historia de la música moderna. Pero cuesta creer que la firma en portada sea la misma entre Heroes are hard to find, disco olvidadísimo (injustamente) con el guitarrista Bob Welch aún al frente de las operaciones, y el renacer solo 10 meses más tarde de Fleetwood Mac, cuando la incorporación de la joven pareja Lindsey Buckingham/Stevie Nicks provocó una sacudida casi sísmica. Ahí surgieron clásicos imperecederos como Monday morning, Rhiannon o Landslide; mientras Christine McVie, que llevaba ya cinco años en la formación y aún no había firmado ningún éxito, sacó la varita mágica con las pluscuamperfectas Say you love me y Over my head. Una reformulación radical, en definitiva, que acabaría desembocando en 1977 en el fabuloso Rumours, uno de los tres o cuatro elepés más vendidos de la historia.
Lou Reed. De ‘Sally can’t dance’ (1974) a ‘Metal machine music’ (1975)
El gran gurú de la vanguardia neoyorquina no paraba de escribir canciones preciosas, casi a su pesar, primero al frente de The Velvet Underground y luego con una carrera en solitario que le empezó a reportar unas cotas de éxito que casi le incomodaban. Sally can’t dance, de hecho, es un disco de canciones algo descoloridas y famélicas, más bien poco memorable. Pero el harakiri llegaría solo unos pocos meses después con el insufrible Metal machine music, un disparate de vanguardismo ruidista concebido para poner a prueba la paciencia de los santos y mártires más cualificados de la audiencia planetaria. Se ha celebrado este año el 50 aniversario de aquella locura sin que exista todavía una hipótesis convincente sobre qué pretendía en último extremo Reed con esta hora larga de capas superpuestas de distorsión y disonancia. En comparación, hasta los momentos furibundos de Sonic Youth parecen canciones de cuna: avisados quedan los más intrépidos.
Joni Mitchell. De ‘The hissing of summer lawns’ (1975) a ‘Hejira’ (1976)
La artista femenina seguramente más influyente de todos los tiempos, el icono por excelencia del Laurel Canyon y la autora del himno Woodstock siempre sintió debilidad por el jazz, como de hecho acredita la recientísima caja antológica de cuatro cedés Joni’s jazz. Pero eso no quiere decir que el mundo estuviese preparando para digerir en primera instancia Hejira, un álbum tan bello como de ingesta compleja, concebido al calor de la alianza entre la canadiense y el prodigioso bajista eléctrico Jaco Pastorius. Ni siquiera la inclusión de Coyote en The last waltz, el concierto de despedida de The Band, propició que Hejira, hoy alabado como obra maestra, se le siguiera atragantando a muchos de sus admiradores.
David Bowie. De ‘Station to station’ (1976) a ‘Low’ (1977)
Al inolvidable David Robert Jones le llamaban (entre otros muchos apodos) El Camaleón porque se pasó hasta el último de sus días cambiando de piel: sin ir más lejos, Blackstar (2016), su portentoso canto del cisne, bebía del jazz neoyorquino más contemporáneo. Pero puede que el más virulento de sus bandazos lo experimentase a mediados de los setenta, cuando ya acumulaba un buen puñado de elepés con hueco en la historia. Station to station era ya en sí mismo un disco de transición bajo los efectos de la cocaína, un monumento de art-rock en el que el soul hacía migas con los momentos de crooner y alguna invitación a pisar las pistas de baile. Pero en esas el Duque Blanco se mudó a Berlín, descubrió los paisajes sintetizados de Kraftwerk, abrazó el ideario del productor Brian Eno y lanzó uno de los discos más densos, difíciles y fascinantes de la historia: frío, electrónico, en buena parte instrumental y muy poco accesible en una primera escucha. Una obra maestra que hoy nadie discute, pero que en su día desconcertó hasta a los bowieólogos más conspicuos y documentados.
Camarón de la Isla. De ‘Castillo de arena’ (1977) a ‘La leyenda del tiempo’ (1979)
El disco más importante en la historia de nuestra música popular, según casi todas las clasificaciones al uso, lo firmaba un joven cantaor gaditano de 29 años al que podíamos considerar un veterano precoz: para entonces ya había pisado todos los tablaos de la península y acumulaba nueve elepés a las espaldas. Pero la revolución copernicana de La leyenda del tiempo, un trabajo que en un primer momento horrorizó a todos los puristas del flamenco y desconcertó al resto de la audiencia, era impensable a la luz de su obra previa: sin ir más lejos, el hermoso Castillo de arena, apenas dos años antes, era un mano a mano con las guitarras de los hermanos Paco de Lucía y Ramón de Algeciras. La visionaria producción de Ricardo Pachón, que venía de inventar a los primeros Lole y Manuel y edificar ese otro monumento a la transgresión que fue Veneno, propició aquel terremoto: la herencia lorquiana, el ingenio desbocado de Kiko Veneno, las guitarras mestizas de Raimundo Amador y Tomatito, la flauta intrépida de Jorge Pardo… y un José Monje Cruz tocado por la varita de los dioses, claro.
Neil Young. De ‘Re-ac-tor’ (1981) a ‘Trans’ (1982)
En Geffen Records se las prometían muy felices con el fichaje de uno de los más grandes trovadores de la historia, el hombre que era capaz de oscilar entre el country-folk y el rock de raíz con esa inseparable pátina de emoción en la garganta. Cierto es que Re-ac-tor, publicado a finales de 1981 junto a su atronadora banda Crazy Horse, era uno de sus álbumes menos inspirados, pero del autor de Heart of gold, Like a hurricane o Mellow my mind siempre podían esperarse grandes páginas. Lejos de satisfacer a sus nuevos jefes, les entregó un disco de tecno (de gama baja) con su voz procesada en buena parte del álbum a través del vocoder, lo que convertía cualquier fraseo emotivo en pura robótica. Mitad travesura, mitad crisis existencial, Trans sigue pareciendo hoy un episodio de difícil ingesta, con el agravante de que los álbumes posteriores no enmendaron la plana: Geffen terminaría demandando al músico por grabar trabajos “no representativos y poco característicos”.
Yes. De ‘Drama’ (1980) a ‘90125’ (1983)
Nunca quedó claro si lo de Drama era un título autoprofético o una llamada de auxilio. Solo con el tiempo caímos en la cuenta de que era un muy buen disco, pero casi nadie parecía dispuesto en 1980 a seguir prestándole atención a una de las mejores bandas de rock progresivo de la historia. Por eso todo apuntaba a una disolución o, llegado el caso, una nueva partida de nacimiento: los músicos supervivientes tenían muy afianzada la idea de reinventarse bajo el nombre de Cinema. Pero el sorpresivo regreso del vocalista Jon Anderson les animó a conservar la etiqueta de Yes, solo que bajo los renovados parámetros del rock adulto y efectista para estadios y pabellones. Nada de largas digresiones instrumentales y delirios virtuosistas: el nuevo concepto giraba en torno a canciones contundentes y rocosas de cuatro minutos. Contra todo pronóstico, el invento funcionó (al menos en un primer momento). La popularísima Owner of a lonely heart, una composición del efímero guitarrista sudafricano Trevor Rabin, marcó el sendero sonoro de todo el adrenalínico disco 90125 y se convirtió en el primer y único número 1 de Yes en Estados Unidos.
Linda Ronstadt. De ‘Get closer’ (1982) a ‘What’s new’ (1983)
Linda es la diva por antonomasia del country-rock, una de las voces más bellas y poderosas que ha conocido la humanidad, la musa de los Eagles, John David Souther, y todos los grandes escritores de la Costa Oeste (bueno, y de cualquier otra geolocalización: sirva el ejemplo de Warren Zevon). Ese seguía siendo su papel a la altura de Get closer, un disco ya no tan exitoso pero muy disfrutable, incluso con un mano a mano, I think it’s gonna work out fine, junto a otro ilustrísimo del gremio, James Taylor. Y en esas, la de Tucson optó por aliarse con el director de orquesta Nelson Riddle, el arreglista más inmaculado en toda la carrera de Frank Sinatra, para articular un álbum con versiones de grandes standards de los años cuarenta (y aledaños). El resultado es una delicia, pero soliviantó a la práctica totalidad de seguidores de la cantante, más desolados aún cuando comprobaron que su ídolo seguía enrocada en el pop orquestal durante dos entregas discográficas más, Lush life (1984) y For sentimental reasons (1986). Para mayor desconsuelo, Ronstadt luego ahondaría en las raíces mexicanas de su familia con varios discos de rancheras.
Tina Turner. De ‘Love explotion’ (1979) a ‘Private dancer’ (1984)
Otro ejemplo de falso primer elepé en solitario. Con Private dancer asistimos al renacer de Tina Turner, una de las más grandes mujeres que han conocido los escenarios, recuperada para siempre de sus traumáticos años junto a Ike Turner y empoderada como nadie cuando ese verbo aún no se conjugaba en ningún lugar del mundo. Pero el disco que incluía What’s love got to do with it no es el primero que firmaba Anna Mae Bullock en nombre propio, sino ¡el quinto! Bien es cierto que su antecesor inmediato, Love explotion, era un intento forzadísimo y desdichado por sumarse a la ola de la música disco, un dislate que propició la rescisión de su contrato discográfico y un periodo de conciertos genuinamente alimenticios en Las Vegas. Así que la Turner que hoy todos recordamos fue una reinvención integral. Y un afortunado acto de justicia.
Radio Futura. De ‘Música moderna’ (1980) a ‘La ley del desierto / La ley del mar’ (1984)
Los hermanos Santiago y Luis Auserón aborrecen el primer álbum de Radio Futura hasta el extremo de haberlo eliminado en la discografía oficial del grupo. Pero no estamos hablando de un disco anecdótico, párvulo o menor: el guitarrista Enrique Sierra también militaba ya en la banda y en los surcos de este debut habitan dos himnos tan quintaesenciales como Enamorado de la moda juvenil y Divina (Los bailes de Marte), adaptación al castellano de un clásico glam de T-Rex a cargo del propio Santi Auserón / Juan Perro. ¿El problema? Música moderna se concibió bajo los auspicios del extravagante Herminio Molero, aquel polifacético gafotas toledano que sacaba 10 años a sus compañeros de aventura y se consideraba músico por accidente. El desparpajo naíf de aquel Música moderna no tiene nada que ver con el universo poético, trascendental y sofisticado que Auserón, con el tiempo doctor en Filosofía, erigiría a partir del segundo elepé (el de Escuela de calor y Semilla negra), antecedido por el single La estatua del jardín botánico, la constatación de que el futuro de Radio Futura iba a discurrir por senderos muy distintos a los de la formulación original.
Alanis Morissette. De ‘Now is the time’ (1992) a ‘Jagged little pill’ (1995)
Es probable que usted tenga idea de que el celebérrimo (y soberbio) Jagged little pill, uno de los trabajos más exitosos e influyentes de los años noventa, supuso el debut discográfico de la joven Morissette, entonces con 21 años recién cumplidos. Y no. La artista canadiense ya había rubricado con anterioridad un par de discos de pop juvenil, bailable e inofensivo, concebidos para afianzar una imagen de afable chica televisiva. Son álbumes bien armados, que conste, pero la distancia entre aquellos primeros balbuceos y You oughta know o Ironic se mide en años luz. Y para bien.
U2. De ‘Zooropa’ (1993) a ‘Pop’ (1997)
Bono, The Edge y compañía ya habían reventado todos los estadios imaginables a finales de los ochenta y abordaron la nueva década con talante renovador, pero tanto el soberbio y berlinés Achtung baby (1991) como su amena y precipitada secuela Zooropa seguían sirviendo para reventar aforos y gargantas con el rock épico y monumental de la casa. Incómodos con las acusaciones de inmovilismo, los dublineses se aprestaron a pegar el gran golpe en la mesa y se reinventaron como un cuarteto ¡discotequero! que invocaba el espíritu más transgresor de Madonna y pretendía una agitación masiva de esqueletos, incluso aunque el mismo Bono bailase solo regular. Casi tres décadas después, a alguno de los seguidores de los autores de With or without you aún no se les ha borrado el gesto de estupefacción: Pop se convirtió en uno de los discos más incomprendidos y vilipendiados de la historia, aunque si le concedemos ahora una oportunidad postrera, ya sin la consternación del momento, descubriremos que estaba francamente bien…
Radiohead. De ‘OK Computer’ (1998) a ‘Kid A’ (2000)
El sueño dorado de cualquier artista: componer dos excelsas obras maestras consecutivas y que además difieran entre sí en un arco cercano a los 180 grados. OK Computer era de un lirismo sobrecogedor y una belleza conmovedora, como incluso ahora, veintimuchos años después, siguen descubriendo los jóvenes usuarios de TikTok. Convencidos Thom Yorke, Jonny Greenwood y el resto de hechiceros de que no serían capaces de igualar su propio registro, cambiaron el punto de mira para formular una electrónica más ambiental que rítmica, mucho más elíptica y misteriosa que bailable. Kid A (más aún que su hermano pequeño, Amnesiac, nacido de las mismas sesiones) era casi un largo poema sobre alienación que al principio causó más estupor y desasosiego que alabanzas. No, ahí no había nada parecido a Let down o a No surprises. Pero, superado el sobresalto inicial, empezó a consolidarse una idea hoy muy asentada: Kid A goza de página indeleble en el libro de la posteridad.
Sufjan Stevens. De ‘Illinois’ (2005) a ‘The age of adz’ (2010)
Illinois es uno de los discos más bonitos del siglo XXI y lo firma uno de los compositores más adorables en activo que conocemos (acaba de cumplir 50, así que confiemos en que guarde todavía muchos más ases en la manga). Pero aquel muchacho dulce, ensimismado, cristiano, gay e inmensamente folkie que había prometido un álbum por cada uno de los Estados de su país (en 2003 ya maravilló a medio planeta con su Greetings from Michigan) abandonó sin más explicaciones ese rocambolesco plan de trabajo y se sumió en un prolongado silencio que solo abandonaría, un lustro más tarde, con una diablura de casi 75 minutos de música electrónica: una suerte de Kid A con fanfarrias. Brillante y desconcertante a partes iguales, The age… es un disco valiosísimo por el que casi ningún seguidor clásico de Stevens siente un ápice de cariño.
Dover. De ‘Follow the city lights’ (2006) a ‘I ka kené’ (2010)
Las hermanas Llanos, autoras del disco indie español más vendido de todos los tiempos, aquel Devil came to me (1997) de repercusión inimaginable y ventas millonarias, nunca accedieron a calcar la fórmula, pero siguieron ejerciendo de rockeras abonadas al inglés y al grunge de la Costa Oeste. Follow the city lights ya empezó a contravenir el guion porque apuntaba hacia ingredientes discotequeros, pero la esencia parecía pervivir y casi nadie se rasgó las vestiduras. I ka kené, en cambio, era un experimento pseudoafricanista que propició un sentimiento de estupor casi unánime y críticas entre la bufa y el escarnio. Las Llanos nunca se recuperaron del traspiés y nadie consiguió escapar a la idea de que aquello había sido un chiste malo, y eso que en aquella época Twitter aún balbuceaba y nadie sabía qué demonios era un meme. Por fortuna: la frase “O me voy de España o me suicido” habría sido pronunciada en voz alta 15 años antes.
Coldplay. De ‘Mylo xyloto’ (2011) a ‘Ghost stories’ (2014)
Ya, ya sabemos que hoy es una formación vilipendiada, pero los primeros discos de Coldplay eran magníficos y Mylo xyloto, que ya dista mucho de serlo, afianzaba esa habilidad de Chris Martin para el pop beatífico y con mucho colorinchi que sirve para llenar estadios en los que todos los asistentes lucen pulseritas luminosas y acaban desgañitándose en plena noche, persuadidos sobre lo bello que es vivir y estrujándose en abrazos con sus vecinos de asiento (incluso aunque no los conozcan). A todos esos abanderados del buenrollismo se les cortó la respiración cuando descubrieron que el sexto álbum del cuarteto, envuelto ya en una portada casi monocromática, era un disco íntimo, sosegado y melancólico en el que se filtraba el mal trago de la ruptura sentimental entre Martin y la actriz Gwyneth Paltrow, mamá de sus retoños Apple y Moses. Ghost stories era un álbum precioso, pero supuso un mal trago para los fans más saltarines.
Taylor Swift. De ‘Lover’ (2019) a ‘Folklore’ (2020)
Sí, ya sabemos que los swifties no hablan de discos, sino de “eras”, y encuentran explicaciones casi cósmicas a cada movimiento de su musa. Pero hasta Lover, séptimo disco ya de nuestro rubio icono de Pensilvania, hablábamos de una cantante contagiosa y empoderada que provenía del country y se manejaba con soltura en los parámetros del electropop. Y en esas, coincidiendo además con el soponcio de la pandemia, Swift se recluyó con el productor y guitarrista Aaron Dessner para concebir un monumento intimista, acústico, confesional y a ratos desolado que dejó atónito a medio mundo en pleno julio de aquel fatídico 2020, y que además conoció prolongación contra toda lógica solo cinco meses más tarde, en diciembre, con el disco hermano Fearless. Solo la magia inherente a la gran Taylor Alison le permitió no perder a sus (estupefactos) seguidores de toda la vida mientras una legión de aficionados más adultos, que hasta ese momento le habían dedicado más bien poca atención, se vieron en la tesitura de admitir que tanto Folklore como su hermanito menor eran dos discazos.