25.000 muertos, segregación y malaria: la historia oculta del canal de Panamá en una epopeya literaria
Cristina Henríquez, mitad panameña mitad estadounidense, retrata la gigantesca construcción del paso en la novela ‘Entre dos aguas’ y encuentra un eco con el miedo actual de los emigrantes en EE UU
En 1907, en el corazón de una selva sofocante, comenzó una de las hazañas de ingeniería más ambiciosas del siglo XX: la construcción del Canal de Panamá. Pero lo que se suele contar en los libros de historia —los tratados diplomáticos, las cifras astronómicas, los nombres de ingenieros— deja fuera a quienes pusieron sus cuerpos (se calcula que hubo 25.000 muertos), sus hogares y su salud en juego. En Entre dos aguas (AdN), la escritora panameño-estadounidense C...
En 1907, en el corazón de una selva sofocante, comenzó una de las hazañas de ingeniería más ambiciosas del siglo XX: la construcción del Canal de Panamá. Pero lo que se suele contar en los libros de historia —los tratados diplomáticos, las cifras astronómicas, los nombres de ingenieros— deja fuera a quienes pusieron sus cuerpos (se calcula que hubo 25.000 muertos), sus hogares y su salud en juego. En Entre dos aguas (AdN), la escritora panameño-estadounidense Cristina Henríquez (Newark, Delaware, 48 años) decide rescatar su historia.
“Yo crecí visitando el canal”, cuenta la autora a través de videollamada. “Pero no sabía mucho de su historia. Tenía muchas ideas asumidas, y una era que los panameños habían construido la infraestructura. Pero cuando empecé a investigar descubrí que, de los 50.000 trabajadores, solo 357 eran panameños. Eso fue un shock. Pensé: si ellos no lo construyeron, ¿quién fue?”. La respuesta le llevó a recorrer archivos, bibliotecas, recabar testimonios: antillanos de Barbados, jamaicanos, trabajadores de 90 países distintos que llegaron a ese pequeño rincón del mundo. Cuando se le pregunta si siente algo distinto al ver el canal ahora, Henríquez sonríe: “La verdad es que no lo había cruzado nunca. Lo hice hace dos años, cuando el libro salió en inglés, y fue muy revelador, porque yo ya sabía lo que había bajo el agua y el asfalto: los cuerpos, los pueblos. Fue una experiencia muy significativa para mí, fue algo simbólico”.
Esa sensación —la de estar caminando sobre fantasmas, sobre memorias olvidadas— es lo que alimenta la atmósfera de su novela. Ambientada en Panamá a inicios del siglo XX, el libro entrelaza las vidas de Ada, una adolescente de Barbados que llega sola, escondida, buscando dinero para una cura para salvar su hermana; Omar, un joven panameño que desea trabajar en el canal pese a las objeciones de su padre; Francisco, su padre, pescador y símbolo de la resistencia a la infraestructura; y John Oswald, un científico estadounidense con una misión: combatir la malaria entre los trabajadores.
A través de ellos, Henríquez pone en escena una historia coral, una sinfonía de voces marcadas por el progreso... y por su coste. “Investigué durante años, y tardé cinco años más en escribir la novela. A veces leía un libro entero sobre trenes en América solo para acabar usando una frase, pero necesitaba ese contexto. Cada puerta que abría me llevaba a nuevas revelaciones”. Uno de esos hallazgos fue el sistema de segregación implantado por los estadounidenses en la zona del Canal: una división estricta entre trabajadores “de oro” y “de plata”, que marcaba quién merecía privilegios y quién tenían apenas acceso a lo básico. “Pude entender ese sistema de una forma muy profunda. Fue muy chocante descubrir esa jerarquía racializada y profundamente violenta”, dice Henríquez.
Si algo destaca en Entre dos aguas es la textura sensorial de su prosa. Leer la novela es sudar junto a los personajes, sentir el barro, la humedad, la amenaza latente de la enfermedad y el derrumbe de las construcciones. “Eso viene de mi experiencia en Panamá. He ido cada año desde que tengo ocho meses, y tengo esa memoria sensorial de estar allí, del sudor en la piel, del olor de la tierra y las plantas. Eso se imprime en mi prosa. Escribí el libro a mano, en una libreta, y creo que hay algo en ello que eleva la tactilidad, una especie de sinestesia que cambió la forma en la que escribo”. Esa elección técnica —escribir a mano— no fue casual: Henríquez venía de un bloqueo, tras el éxito de su tercer libro (El libro de los americanos desconocidos). “Estaba estancada. Sentía que había gente esperando este nuevo libro, y eso me bloqueó. Escribir a mano me reconectó con la intimidad, no solo conmigo misma, sino con los personajes”.
Esa intimidad es palpable especialmente en Francisco, el pescador que ve cómo las aguas que heredó de sus ancestros son ahora explotadas por manos extranjeras. “Francisco es mi personaje favorito. Hay algo muy cándido en él”, dice Henríquez. “Pero también Ada y Omar, que fueron los primeros que aparecieron en mi cabeza. Me acompañaron desde el inicio”. Sin olvidar a John Oswald, el científico estadounidense: ¿lo incluyó para humanizar al extranjero o para mostrar sus límites morales? “La idea original del libro nació hace veinte años: yo quería contar esta historia desde la perspectiva panameña. Pero cuando descubrí que eran muy pocos los panameños que habían trabajado allí, supe que debía ampliar el foco. Y, claro, también necesitaba un personaje de Estados Unidos. Aunque su mirada ya haya sido contada muchas veces, pensé: ‘Puedo darle una vuelta, ver qué pasa cuando mezclo todas estas voces”.
Cruce de voces
Ese cruce de voces es uno de los mayores logros de la novela. Lejos de simplificar la historia, Henríquez la hace más compleja: hay resistencia y colaboración, dolor y esperanza, sueños rotos y triunfos simbólicos. En un momento del libro, los habitantes de un pueblo que será sumergido se rebelan contra el desalojo. Pierden, pero su lucha queda como testimonio de dignidad. “No pensé en los paralelismos con el presente cuando comencé a escribir”, admite la autora. “Pero cuando empecé a estudiar más, los vi claramente. El canal trajo gente de todo el mundo y los metió en un sistema profundamente racista. Y aunque no quería señalarlo demasiado —quería centrarme en 1907—, sabía que el lector atento lo captaría. Hoy seguimos lidiando con las mismas tensiones: migración, desigualdad, explotación”. ¿Y cómo ve el presente de EE UU, siendo medio panameña, medio estadounidense? Tarda unos instantes en responder: “Mi padre, ciudadano estadounidense desde hace décadas, lleva encima su pasaporte cada vez que sale a caminar”, explica con un deje de frustración. “Hay un nivel real de miedo, un miedo muy profundo entre la gente migrante. Creo que hay un sentimiento de no saber cuándo terminará esto. Yo no conozco las respuestas a lo que va a pasar, pero intento procesar lo que pasa a través de mi escritura. Es un tiempo muy peligroso. Vivimos tiempos muy peligrosos”.
“¿Qué significa progreso, y para quién?”, se pregunta Henríquez en voz alta, explicitando la pregunta que queda implícita en su libro. No ofrece respuestas, pero al contar las historias de los silenciados de la Historia, abre una grieta luminosa en la narrativa oficial. Una grieta por la que se cuela una verdad que también dice en voz alta: “Todo gran proyecto humano deja marcas, y escribir sobre ellas es una forma de no olvidar”.