Todos quieren morir durmiendo
En las tertulias en las que participan intelectuales, artistas y escritores octogenarios, la forma de abandonar este mundo con cierta dignidad se está imponiendo como materia de especulación estética
En los últimos años de mi paso por el Café Gijón solía acudir regularmente a la tertulia el doctor Caldas, un médico gerontólogo, sabio y fantasioso, muy barojiano, que al final de su larga v...
En los últimos años de mi paso por el Café Gijón solía acudir regularmente a la tertulia el doctor Caldas, un médico gerontólogo, sabio y fantasioso, muy barojiano, que al final de su larga vida quiso dejarme como recuerdo una receta para suicidarme, un regalo que compartí con algunos amigos de la peña. Jugábamos a ese juego. En las tertulias en las que participan intelectuales, artistas y escritores octogenarios, la forma de abandonar este mundo con cierta dignidad se está imponiendo como materia de especulación estética. En general se suele tomar el suicidio como un tema de humor negro. Todos querrían morir durmiendo, claro está, pero ese privilegio es un capricho de los dioses. En este sentido, si lo planteabas en la tertulia, cada uno aportaba su idea ingeniosa, suave o macabra para acometer la hazaña de saltar el charco de esta vida hacia la otra parte.
Allí en el Gijón también hice mi propia aportación: le decía al doctor Caldas que a la hora de tirarse al vacío la altura ideal era desde una sexta planta. Desde más abajo corres el peligro de salvarte y desde más arriba puede que en la acera no te reconozca ni la propia familia. La receta del doctor Caldas era menos aparatosa y no tan traumática. Había que empezar la operación al caer la tarde para tener la noche a tu favor, había que poner una música intimista, por ejemplo, el adagio de Albinoni, y consistía en tomar dos bolas de helado al gusto, fresa, chocolate o vainilla empapados con un producto de farmacia que entonces aún se podía comprar sin receta. No voy a animar a nadie que esté tentado a abandonar este mundo, por eso guardaré en secreto la fórmula. La vida es bella.
El doctor Caldas odiaba los laboratorios, ni siquiera parecía creer en la medicina. De hecho, si a alguno de los contertulios le apetecía seguir vivo, el doctor Caldas tenía remedios caseros para las enfermedades más severas. Para el cáncer de cerebro, recetaba azúcar; para el de estómago, yogur; para el de colon, té de jazmín; para los infartos, anginas de pecho y aneurismas vasculares, pediluvios con flores de lavanda. Hasta ahí llegaba la broma. Había pasado por la Universidad de Boston, había trotado por valles y cordilleras de Colombia, conocía a medio mundo, era galante y seductor, besaba la mano a las señoras. Tenía un sentido conspiratorio de la historia y en todo veía una mano negra, creía que incluso debajo de la almohada del propio Papa había un puñal. Pese a que presumía de tener toda clase de recetas para morir en paz, amaba la vida y trataba de estar en este mundo solo para poder fantasear contando historias.
También solía venir a la tertulia del Café Gijón el famoso cirujano doctor José Luis Barros. Era alto y guapo como un bereber. Tenía swing al caminar, vestía ropa cara, pero muy gastada y cumplía la primera regla de la elegancia, que no se te note, para eso a él le bastaba con tener un esqueleto de primera calidad, con el vientre de lavabo, como dicen los ingleses. Había abierto en canal a innumerables seres humanos, por su quirófano habían pasado políticos de todas las ideologías, artistas, escritores, deportistas y otra gente famosa. Era mitómano. Se estremecía ante los nombres de Buñuel, de Picasso, de gente así. De hecho, su conocimiento de la humanidad comenzaba por las tripas de cada ejemplar humano, hombre o mujer. Sabía muy bien en qué parte del cuerpo se detenía la ideología y comienza la verdad del bisturí. Decía que no recordaba a nadie de extrema derecha que hubiera rechazado nunca el hígado favorable de un comunista. O al revés. Por favor, venga ese riñón, hígado o pulmón propicio que me va a salvar, aunque sea de un hijo de perra.
Una tarde en mitad de la tertulia se levantó y para despedirse dijo con toda naturalidad que era el último día que estaba entre nosotros, nos dio las gracias, dijo que lo había pasado muy bien, que se había divertido mucho, pero se veía en la obligación de anunciarnos que era la última vez porque la semana próxima se iba a morir. Le dimos cada uno la mano y le deseamos que lo pasara bien en el otro mundo. Se fue al hospital Marañón, se metió desnudo en una habitación tan largo como era y una enfermera, que se había confundido de puerta, lanzó un grito al abrir y verlo así. El doctor Barros le dijo: “¿Qué le pasa? ¿Nunca ha visto usted a un precadáver?”. Unas horas después entregó su alma a quien se la quisiera llevar.
Frente al gran debate que se le plantea al ser humano al llegar a este mundo, aprender a vivir y a morir, la muerte acaba ganando siempre la partida, de modo que hay que reservar toda la elegancia y sabiduría acumuladas durante la vida para saber aterrizar con suavidad hasta el fondo de la naturaleza por las buenas o con dos bolas de helado.