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La niña que aprendió a sobrevivir en un campo de concentración en Japón con el Lazarillo de Tormes

La escritora Dacia Maraini relata sus recuerdos de prisión en 1943 cuando sus padres se negaron a adherirse al régimen de Mussolini: solo lo hicieron 18 de los 44.000 italianos del país nipón

La escritora italiana Dacia Maraini, de 88 años, lleva toda la vida escribiendo historias, pero una de las mejores la escondía dentro de ella, porque se resistía a contarla, solo lo había hecho de pasada. Durante la Segunda Guerra Mundial, su familia vivía en Japón y con siete años fue internada en un campo de concentración, en el que pasó dos años. Sus padres, convocados por las autoridades de Tokio en septiembre de 1943, s...

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La escritora italiana Dacia Maraini, de 88 años, lleva toda la vida escribiendo historias, pero una de las mejores la escondía dentro de ella, porque se resistía a contarla, solo lo había hecho de pasada. Durante la Segunda Guerra Mundial, su familia vivía en Japón y con siete años fue internada en un campo de concentración, en el que pasó dos años. Sus padres, convocados por las autoridades de Tokio en septiembre de 1943, se negaron a firmar su adhesión a la República de Salò, la última versión del régimen de Mussolini en el norte de Italia, y lo pagaron con la prisión. Maraini lo cuenta todo en Vida Mía. Memorias de una niña en un campo de concentración japonés, que acaba de publicar en España la editorial Altamarea con traducción de Raquel Olcoz.

Sentada en el salón de su luminosa casa de Roma, llena de pilas de libros, detalla que sus padres estaban en habitaciones distintas, separados, cuando dijeron que no: decidieron lo mismo sin saber lo que hacía el otro. “Esto para mi madre era importante subrayarlo, porque decidió por sí misma, y no lo hizo para estar con su marido, sino por sus ideas”, explica. Fueron una excepción, porque solo 18 civiles de los 40.000 italianos que había en Japón no firmaron, asegura Maraini. “Por miedo, porque era una formalidad, porque en realidad daba igual. Pero esos 18 que acabaron en el campo eran una pequeña Italia. Había profesores, un representante de la FIAT, un cura, un judío”, recuerda. En esa pequeña Italia, las más pequeñas eran las tres hermanas Maraini, y Dacia era la mayor. Las únicas niñas del campo de concentración.

El relato de la vida en el campo Tempaku, en Nagoya, un viejo club de tenis reciclado en prisión, es terrorífico y sorprendente. Empezando por el hecho de que la historia de los campos de concentración japoneses es muy desconocida en Europa. Además de este, de civiles, había otros dos de militares y diplomáticos italianos, los tres de dimensiones reducidas, junto a otros de otras nacionalidades.

Maraini cuenta que los mataban de hambre, ella comía hormigas, culebras, ratones, helechos, hierbas, lo que encontraba. “Jugaba con las piedras, imaginando que eran comida”, recuerda. “Dormíamos abrazados, como una familia de monos”, en un barracón, con temperaturas de cuatro bajo cero en invierno.

En este panorama desolador, sus padres fueron sus maestros. Su padre les hablaba de Platón, de Grecia, del mundo antiguo. Su madre, gran lectora, les contaba historias. Pinocho, Alicia en el país de las maravillas... Pero, de pronto, en la conversación con EL PAÍS recuerda otra historia que no cita en el libro y le gustó especialmente, porque hablaba de un niño hambriento que, como ella, se las ingeniaba para sobrevivir: el Lazarillo de Tormes. “Amo ese libro, es una obra maestra. Este chiquillo pobre, sin nada, que se las arregla, me hizo comprender en el campo que había que reaccionar, él era una inteligencia infantil crecida en las dificultades, y así sobrevive”, recuerda. Por eso Maraini cree desde entonces en el poder de la palabra y la poesía para influir en la vida.

La escritora también apunta que le ayudó la cultura japonesa, que fue la de su infancia, pues llegó al país con dos años en 1938. “Era una pequeña japonesa”, recuerda. Hablaba la lengua, se vestía según los usos locales y le encantaba la comida ―no sabía lo que era la carne―. Y también tenía una relación peculiar con los muertos. “Su cultura, su teatro, se basa en el diálogo entre vivos y muertos, que no son fantasmas que dan miedo, son presencias positivas, sabias, que ayudan a los vivos a vivir mejor. Además creen en la metempsicosis, uno muere y renace, la muerte no es el fin, entonces no es tan terrible. Esto para mí fue muy importante”, comenta.

Sobre todo, porque vivía con el terror de que al final les fusilarían, algo que repetían constantemente sus carceleros, y cada noche se enfrentaba a la idea de que iba a morir: “Casi me acostumbré, aunque no había visto un muerto en mi vida, me imaginaba inmóvil y serena”. Se imaginaba que renacería como un perro o un pececito. Su peripecia se completa con el salto cultural que tuvo que dar al dejar la isla y caer en otra, con una relación muy diferente con la muerte: la Sicilia de la posguerra. “Fue un trauma lingüístico y cultural”, admite.

En el campo les daban de comer lo justo, cuatro cucharadas de arroz, “no para vivir, sino para sobrevivir”. Enfermaban de escorbuto, de beriberi, no dormían y les levantaban a las seis de la mañana, aunque no hubiera nada que hacer. “Perdíamos el pelo, se nos caían los dientes. A un cierto punto, uno se dejaba ir, esperando la muerte, o reaccionaba”, relata.

Su padre también fue un ejemplo en esto, buscando comida en la basura del campo, y un día se enfrentó a los guardianes. En un momento de tensión, hizo algo increíble: se cortó el dedo en señal de protesta y se lo arrojó. Conocedor de la cultura japonesa, sabía que era un gesto de honor en la tradición samurái por el que le respetarían. Surtió efecto: les dieron una cabra y su leche les salvó la vida.

El libro es también el relato de la dura convivencia de un grupo humano en condiciones extremas. Uno de los momentos más inverosímiles fue una noche que, mientras los aliados les bombardeaban, el suelo se abrió a sus pies con un terremoto. Se pusieron a reír, de lo absurdo de la situación. “Al principio éramos todos amigos. Luego empezó a haber peleas, y al final las personas estaban desesperadas, vagábamos sin hablar, como bestias, pero estuvimos unidos casi hasta el final”, recuerda. Con algunos mantuvieron luego contacto durante años. Un momento especial era la navidad, cuando cantaban todos juntos y simulaban alegría para las tres pequeñas Maraini. En la de 1943, uno de los prisioneros, que era químico, logró hacer una crema con cuatro huevos para todos, fue una fiesta.

En la primera página del libro, Maraini explica que lo ha escrito porque “circula y se extiende un sentimiento de irritación y hastío hacia la memoria”. “Creo que es un fenómeno profundo, resultado de una sociedad de consumo, donde los objetos se consumen y se tiran rápidamente. El consumo no quiere memoria, porque memoria quiere decir responsabilidad. Así la persona esté completamente impregnada en el presente. Tiras un paraguas, unos zapatos, después de poco tiempo, y en el plano intelectual, también se tiran las ideas y los valores. Ahora nos dicen que la democracia es algo desgastado, viejo, y que hay que tirarla”, reflexiona.

Sobre la memoria, señala que en Italia no hay un solo museo de la Shoah, que recuerde la persecución de judíos en el fascismo, y va aún más allá: “En Italia no hubo juicios de Nuremberg. Para mí fue un error grave de la izquierda italiana, se quería evitar una guerra civil, muy bien, pero hacía falta claridad. Yo no digo que condenaran a nadie a muerte, ni a la cárcel, pero demasiados italianos habían colaborado con los nazis, y había que ponerlo en evidencia. Decir al menos: tú ahora no puedes ser juez, tienes que quedarte fuera de la política, de la administración, no puedes representar un país, quédate en tu casa. Pero ahí siguieron”.

La escritora, amiga de Pasolini, pareja de Alberto Moravia durante 16 años, columnista del Corriere della Sera, cree que es muy importante en este momento insistir en la idea de que siempre es posible revolverse y hacer algo. “Voy mucho a hablar a los colegios, y veo chicos que ante las dificultades se encierran en sí mismos. No quiero meterme con los jóvenes, pero sienten en las redes sociales que no hay nada que hacer, que no hay una posibilidad colectiva de reaccionar a los problemas, que cada uno está abandonado a sí mismo. Hay un individualismo desenfrenado, pero no es el de los años 30, heroico, que alimentó el nazismo, sino uno de dolor, de fragilidad. Esto da la posibilidad a los que nos quieren dominar de ocupar ese vacío”.

Por eso se impuso “como un deber” contar su experiencia. Era algo a lo que se resistía, pero al ir escribiendo se dio cuenta de que le hacía bien y salían a flote detalles olvidados. “Yo creía que iba a sufrir y basta, pero que era mi deber escribirlo. Pero no, también era necesario para mí”. Tras dos años de pesadilla, también escribe que ha recordado toda la vida el sabor del helado de crema en el barco que les llevaba a Francia.

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