Busca un trabajo donde no te mojes
‘TintaLibre’ recoge las memorias periodísticas de Manuel Rivas, quien cuenta cómo inició una peripecia vital siguiendo el mandato de su madre: buscar un trabajo sin estar en la intemperie
Este artículo forma parte de la revista ‘TintaLibre’ de marzo. Los lectores que deseen suscribirse a EL PAÍS conjuntamente con ‘TintaLibre’ pueden hacerlo a través de este enlace. Los ya suscriptoras deben consultar la oferta en suscripciones@elpais.es o 914 400 135.
Solo había un momento de silencio, con los rostros vueltos hacia la pantalla. Y era cuando comparecía Mariano Medina, el Hombre del Tiempo. Se había labrado la confianza borrasca tras borrasca. Y cuando sentenciaba la entrada del ciclón de las Azores por el noroeste peninsular, no había ningún negacionista en la barra de la taberna de Leonor. A mí me parecía que el puntero justo señalaba nuestra casa y que pronto estaría rodeada por las isobaras. Mi padre solía volver de la obra con la ropa empapada. Los obreros de la intemperie dejaban un reguero a su paso. El relato bíblico del diluvio universal resultaba inverosímil en Galicia. Cuando el cura hablaba con énfasis de una lluvia de “cuarenta, ¡cuarenta!, días y cuarenta noches”, la gente se miraba como quien dice: “¡Pues no fue para tanto el chaparrón!”. También teníamos un maestro en primaria que se empeñaba en situarnos como herederos de un imperio “en el que no se ponía el sol”. Un día nos preguntó qué queríamos ser de mayores, y desde el fondo se oyó una voz valiente: “¡Emigrantes!”. Se quedó perplejo, como ante un apagón histórico. Mi madre luchaba con coraje contra el ciclón de las Azores. Por todos los abrigos, improvisaba tendales. El mejor, en la cocina, aprovechando el fuego de leña de la bilbaína. Mi hermana mayor y yo hacíamos los deberes escolares allí, al calor. Uno de esos días de inclemencia, después de colgar a secar una funda de trabajo, mi madre se volvió hacia mí y me soltó un mandato bíblico, de los del Antiguo Testamento: “¡Y tú, busca un trabajo donde no te mojes!”.
Llamaron a la puerta. De forma insistente. No había timbre. Golpeaban la aldaba. Yo dormía en la sala comedor, en una cama de levante. Nuestra casa estaba en una ladera de un monte que miraba de lejos a la ciudad. Allí donde da la vuelta el viento, decían de ese lugar orillero. La había levantado mi padre, poco a poco, y a medida que crecía la familia. Había comprado el terreno con lo que ahorró como emigrante en Venezuela. Yo tenía cuatro meses en el vientre de mi madre cuando él se fue. Llegó a La Güaira en barco y en la aduana, tal como le habían instruido, se declaró “turista” y de profesión “ingeniero”. ¿Ingeniero? “Sí señor, durante un día fui ingeniero de obras públicas”, decía con sorna el albañil. Volvió con la plata necesaria para comprar aquel solar. A la primera casita le llamó “rancho”. Una planta, compartida con cuadra para los cerdos y el gallinero. Más adelante, elevó un piso. Con un balcón. Era uno de sus sueños. Un balcón para ver la ciudad anfibia, con sus casas barco, con el faro de Hércules en proa, adentrándose en el océano. Por la ventana de ese balcón, desde la cama, y mientras golpeaban la puerta, vi que se presentaba un cielo ceñudo. Llovía sin demasiado esfuerzo y yo también sentía un miedo perezoso. La nuestra era una casa muy húmeda. Deberíamos tener pijama de neopreno. Oí voces en la puerta. Mi padre se había ido a las seis de la mañana. Era el primero en subir al andamio. Cuando se jubiló, me confesó que tenía vértigo. Había pasado gran parte de su vida en andamios y tejados, peleando con las isobaras, pero nunca confesó a nadie aquel miedo que tenía que vencer cada mañana. ¿Quién iba a contratar a un albañil con vértigo? Quizás por esa incertidumbre aérea, sentía un especial afecto por las aves. En un bolsillo de un viejo chaquetón, que dejó colgado en la obra, anidaron petirrojos y él no lo tocó hasta que las crías echaron a volar.
Mi madre se puso a gritar. Su voz angustiada llegó por el pasillo como una sirena de alerta. Miré hacia el balcón. El monte me llamaba. La lluvia me protegería. Pero no. Saqué la cabeza.
Era la Policía Militar.
El que estaba al mando dijo mi nombre.
Asentí.
- ¡Acompáñenos!
Y me llevaron en un jeep, bajo la lluvia.
Esto ocurrió el 23 de octubre de 1977. En vísperas de cumplir veinte años.
Mi padre era partidario de iniciarme como pinche en la construcción. Pero fue el plan de mi madre el que salió adelante. Había que encontrar un trabajo donde no mojarse. Y un paso adelante era estudiar. Hice el bachillerato en el primer instituto de barrio en A Coruña, el de Monelos, también orillero, y con la suerte de tener aulas mixtas. Creo que la pulsión de Eros se notaba en todo. Había una adolescente excitación creativa y un profesorado de mente muy abierta. Una de las iniciativas fue hacer una revista a ciclostil. Fuimos limpiando el miedo. Si había que hablar de dictadura, se hablaba. Nos parecía que la verdad tenía futuro. Cuando salió el cuarto número, fuimos convocados por el subdirector. Un buen tipo. Había que cerrar la revista.
- Pero, ¿por qué?
- Por vuestro bien.
Nuestro bien era callarnos. Luego supimos que la brigada político-social había visitado al director.
Yo ya me había manchado las manos de tinta. Me gustaba el color y el olor del papel. Seguí perseverando en el camino de encontrar un trabajo donde no mojarse. Muchos de los escritores a los que admiraba se habían ganado la vida como periodistas. Había conocido a uno, muy joven, en un concierto de Voces ceibes (Voces libres), suspendido por orden gubernativa. Hubo una carga policial, corrimos y luego caminamos charlando. Si quería estudiar periodismo, tendría ir a Madrid o a Barcelona, donde había facultades de Ciencias de la Información. En mi situación, algo imposible. Pero él me animó. Sería más fácil si encontraba un trabajo antes. Podía intentarlo en su periódico, El Ideal Gallego. Se llamaba Antón ‘Toño’ López, pero firmaba como PQF.
- ¿Qué significa?
- PQF significa Para Qué Firmar.
Me presenté en El Ideal Gallego con la libreta de notas escolares y unos poemas. Tenía 15 años. Una secretaria me dijo que volviese al cabo de unos días. Pero yo no esperé mucho. Al día siguiente, volvía a subir las escaleras. La secretaria, Ángela, me dijo que a “alguien” le habían gustado los poemas. Que me quedase por allí, a hacer lo que me mandasen. Así que yo entré en el periodismo con estilo. Gracias a la lluvia, a una secretaria que leía poemas y a un periodista ácrata con el alias Para Qué Firmar. Las máquinas echaban humo. Literalmente. Tenían soldado un pequeño cenicero. Mi primer trabajo fue ir por tabaco. Con el paso de los días, pensé que cada redactor, su estilo de escribir, se podía identificar por la forma en que ascendía la humareda. Yo había aprendido mecanografía. Ahora tendría que aprender a fumar. Otra de las primeras tareas era a ir a las paradas de coches de línea. Al final de la tarde, los conductores traían como correos las crónicas de los corresponsales de los pueblos. El gran día fue cuando me sentaron en una mesa con el encargo de transcribir las crónicas. En algún caso, el corresponsal lo era de varios periódicos gallegos. Utilizaba papel de calco y, a veces, cuando tocaba la última copia, resultaba ilegible. Ahí aprendí que la imaginación podía ser una herramienta para llegar a la realidad oculta. Esa fue mi mejor escuela. Y también la de titular siempre con menos de diez palabras. En eso mi maestro fue un hombre muy conservador, Guimaraes. Era tan conservador que me enseñó a comerme las palabras.
Mi primer trabajo fue ir por tabaco. Con el paso de los días, pensé que cada redactor, su estilo de escribir, se podía identificar por la forma en que ascendía la humareda. Yo había aprendido mecanografía. Ahora tendría que aprender a fumar
La experiencia en El Ideal fue decisiva en mi carrera para conseguir un trabajo en el que no mojarse. Al salir del instituto, corría hacia el periódico. Cuando llegó el verano de 1974, había enraizado en la redacción. Mucha gente se iba de vacaciones y, de vez en cuando oía decir: “¡Esto que lo haga el Meritorio!”. Miraba a mi alrededor y no veía a nadie más. Iba por mí, lo del Meritorio. Y “esto” podía ser la crónica portuaria, o la de sucesos. “Se abrieron diligencias”. Me parecía una buena definición para aplicar al periodismo. El periodismo es el lugar de los porqués. O el Horóscopo semanal. Lo del Horóscopo parecía una broma, Miraba a mi alrededor. Yo entendí lo que era el compromiso el día en que tuve que hacer el primer horóscopo. Sufría en cada signo del zodiaco. Gabriel Plaza podía ser un maestro de periodistas. Veía más allá del fondo. Pero llegó un momento en que se reía de todo. La víspera de un 18 de julio, el día del Alzamiento Nacional, me envío con un sobre a la delegación de Información y Turismo. Eran varias hojas del periódico glosando la efeméride fascista. Le dieron, sin más, el visto bueno. Cuando regresé y le devolví el sobre, Plaza soltó una orgullosa carcajada. Me explicó: “¡Son las mismas hojas del año pasado, y del anterior, la misma mierda, pero con fecha de hoy!”.
Me fascinaba bajar a talleres. El periódico se convirtió en algo más que una oportunidad de trabajo. Era un escondrijo, una cueva encantada. El olor a leche y plomo en el rincón de los linotipistas. El grito del regente de talleres a los redactores lentos, como yo: “¡Dejen de trabajar para la eternidad!”. La emoción del primer ejemplar que escupía la rotativa. Alguna vez, en verano, a la vuelta del bar del Puerto, cuando ya amanecía, dormir en una cabina, en un colchón de papel prensa como poma de maíz.
El Ideal Gallego, que pertenecía a la Editorial Católica, se había renovado en los últimos tiempos. Había una mayoría más o menos progresista, no franquista, que convivía con conformistas y algunos veteranos falangistas. Los dos periodistas de más prestigio, Luis Pita y José Antonio Gaciño, eran dos demócratas avanzados. Gaciño era el cronista político más leído en Galicia. Lo leían los antifranquistas, pero también los gerifaltes del régimen. Hasta que hizo acto de presencia la desinteligencia. Recuerdo el día en que me acerqué al periódico, al anochecer, después de recoger unas colaboraciones, y encontré un grupo de manifestantes brazo en alto, los rostros desencajados, pidiendo la cabeza de Pita y Gaciño. Eran de los llamados Guerrilleros de Cristo Rey. Era gente fanática, obtusa, pero tenían los objetivos claros. Y algunos de ellos, una más que amistosa relación con la policía política del régimen. Tiempo después, la policía detuvo a Gaciño en su domicilio. Lo interrogaron durante 72 horas. Se hizo correr el rumor de que era el verdadero secretario general del Partido Comunista de Galicia. El juez lo puso en libertad sin cargo alguno. Pero la maquinaria del miedo había hecho su trabajo.
En la mañana del 23 de febrero de 1991 me despertó por teléfono un amigo. Tenía algo importante que contarme. Era el décimo aniversario del Golpe de Estado del 23-F, en l981.
- ¿Has visto La Voz?, preguntó.
Se refería a La Voz de Galicia. No, no la había visto.
- ¡Pues léela cuanto antes?
- ¿Por qué? ¿Qué pasa?
- Pasa que estás muerto.
El periódico publicaba un suplemento especial con las listas de las personas que los golpistas y la extrema derecha tenían planeado detener e “internar” en el estadio de Riazor. Entre esas 500 personas, figuraban los periodistas José Antonio Gaciño Barral y Luís Pita Parapar. También yo estaba. El autor de esa información era el historiador Carlos Fernández, un experto en el franquismo, en el llamado “Alzamiento del 36″ y sus consecuencias, y muy buen conocedor del entramado civil antidemocrático en la España de la Transición. Ver mi nombre fue una sensación muy extraña. Los ojos no se acostumbran. Como leer una lápida inesperada: “Yo no quería morir”.
En la Transición española han sido las luchas sociales y las movilizaciones cívicas las que han traído la democracia. Pero también se ha perdido demasiado tiempo, el cronicidio, por las continuas emisiones de temor y terror semántico a la atmósfera. La producción continua de odio. Si el síndrome más extendido en el mundo de hoy, por la adicción a las redes, es el llamado FOMO (Fear of Missing Out), el miedo a quedarse fuera, también está el síndrome inverso. El miedo a enredarse. El miedo al canibalismo.
Centro emisor de TVE en Santiago. Era verano de 1983 y toda la veterana redacción se había ido de vacaciones. Quedamos en la nave tres imberbes de prácticas y un cámara curtido. Por qué no hacer una pequeña revolución. Por ejemplo, salir a la calle y preguntarle a la gente, estilo BBC. Liberar la pantalla de las caras de siempre. Dentro del estado de siniestro permanente, la campaña de hostilidad era en ese momento el proyecto de ley de despenalización del aborto, que sería aprobado el 31 de julio de 1985.
La idea era recoger tres opiniones. Una abiertamente contraria a la ley del aborto. Fue fácil encontrar a un canónigo que se despachó a gusto. La posición favorable la defendió una mujer feminista. Faltaba una tercera voz. Lo que llamamos la voz de la gente “corriente”. Yo caminaba delante con el micrófono, unido a la cámara por un cable. Por lo visto, componíamos una figura temible. No había forma. Nadie respondía. Hasta que la vimos a ella. A la mujer del pueblo. A la mujer corriente. Cargaba con bolsas en las manos y un tercer peso en la cabeza. Lo intentó, pero no pudo zafarse de nuestra maniobra envolvente.
Miró a la cámara como a un cíclope. Los ojos del miedo y la desconfianza.
- ¡Yo no soy de aquí, que vine a comprar unos zapatos!
Hoy parece un chiste. Y así se lo toma la gente cuando lo cuento. Pero a mí me parece de un humor pánico. La opinión de la gente que queda fuera.
Me había impactado mucho, al principio. El brutalismo arquitectónico de la Facultad de Ciencias de la Información de la Complutense de Madrid. Pero pronto comprobé que era un estilo natural para la época. Esa conexión entre continente y contenido. Uno de los primeros días del curso 1974-75, hubo una manifestación contra la dictadura delante de la facultad. La Policía Armada, los ‘grises’, patrullaba constantemente el campus. Lo sorprendente de esa mañana fue la rapidez en que hizo acto de presencia la caballería y la contundencia de la carga. Corrimos hacia el interior, y atónitos, desde la altura, vimos como aquel Séptimo de Caballería intentaba proseguir la persecución escaleras arriba. Aquellos equinos respetables, hermosos, de gran porte, ofrecían de pronto una composición de dramático descalabro, disformes y contrahechos, en un estruendo de cascos y relinchos mezclados con órdenes delirantes.
Lamento no haber escrito entonces aquella Anatomía de una Caída. Una metáfora brutal del régimen. Yo había llegado a Madrid con la misión de estudiar y trabajar. Tenía que hacer crónicas para una sección que acabaría llevando el título de Estación del Norte. Allí, en Príncipe Pío, llegaban y partían los expresos de Galicia. Madrid era un gran escenario de la convulsión ibérica. Tiempo de mucha excitación creativa, y de contragolpes destructivos. En la atmósfera de la calle podía palparse la presión y la depresión. Se cruzaban las miradas la libertad y el histerismo represivo. A los 15 días de llegar, y con la pretensión de contarlo, acudí a una manifestación convocada por la Junta Democrática. No estaba autorizada, por supuesto. Era en la calle Princesa. Estaba en obras El Corte Inglés, a punto de inaugurarse. Al caer la noche, sobre las ocho, comenzaron los primeros gritos y una multitud cortó el tráfico. Pero la mayor impresión, el componente épico, fue cuando se sumaron los obreros de la construcción. La idealizada unión de “las fuerzas del trabajo y la cultura” era una de esas consignas con más fortuna irónica que real. Pero allí estaban ese día las fuerzas del trabajo y la cultura. Y, con la eficacia habitual, sin ironía, las fuerzas represivas. Años más tarde, interpelado en rueda de prensa por la brutalidad de una carga contra una manifestación pacífica, en la comarca de Ferrol, un delegado del Gobierno en Galicia respondió que no había habido tal carga sino “un desplazamiento de la masa manifestante”. En aquel tiempo, en octubre de 1974, no había lugar para eufemismos. En el remolino humano, oí una voz que gritaba: “¡Por aquí, por aquí!”. El grupo que la seguimos, a la voz, pronto caímos en la cuenta de que era un callejón sin salida. Éramos tantos los detenidos que nos llevaron en un autobús. Y el maldito destino estaba muy cercano. Era la Dirección General de Seguridad. Había sido una jornada muy fructífera para el régimen. Las celdas estaban atestadas. El que podía, dormía de pie. Cuando me llevaron a tomar declaración, en medio de la noche, en el despacho había dos policías de paisano. Uno de ellos se abrillantaba los zapatos. El otro me hizo una buena pregunta:
- ¿Tú eres de Franco o de la acera de enfrente?
Respondí con una curva:
- Estudio periodismo. Quiero ser periodista.
El que se lustraba los zapatos, sin levantar la cabeza, dijo:
- ¡Este es tonto!
Y me enviaron de vuelta al calabozo. Desde allí, podíamos oír el rumor de voces, risas extraviadas y el andar de tacones en las aceras cercanas a la Puerta del Sol. Yo había cumplido 17 años. Había dado un traspiés más a la hora de buscarme un trabajo donde no mojarse. Arranqué, por fin, con Estación del Norte. Había un polen en el ambiente. Me sorprendí a mí mismo escribiendo con cautela, pero sin miedo. Una de las películas que conmovió, como a tanta gente, fue El desencanto. Pero también pude soltar una carcajada. Fue cuando Leopoldo Panero hablaba de una inseparable mala suerte. Y contó cuando en una manifestación en Madrid había arrastrado a un grupo hacia un callejón sin salida.
En 1976, me llamaron de Galicia para participar en una experiencia periodística de vanguardia. No podía decir que no. Teima sería el primer semanario de información general en lengua gallega. Un medio sin dueño. Una iniciativa de gente plural, a quienes unía la democracia, el autogobierno, el ambientalismo y una mirada cultural de rompiente. Duró un año, entre el 15 de septiembre de 1976 y agosto de 1977. Teníamos lectores. En algún momento, muchos. Teníamos suscriptores. Pero lo que nunca tuvimos fue publicidad.
Ni una esquela. Eso fue una señal inquietante. Un medio de prensa sin esquelas, en Galicia, no tiene futuro. La verdad tiene futuro, y la muerte, a su manera, también. Álvaro Cunqueiro, que entonces dirigía Faro de Vigo, participó en una encuesta europea sobre el futuro de los medios locales. Los grandes peces se estaban comiendo a los pequeños, y todos los directores consideraban que la desaparición era el destino general. Entre cien, solo hubo dos excepciones. El director del Sud-Ouest y Álvaro Cunqueiro, que respondió: “El resto no sé, pero el Faro de Vigo, con los anuncios breves en proa y las esquelas en popa, es un barco que nunca se hundirá”.
El uniforme oficial de Teima debería ser el neopreno. Cada vez que salíamos a hacer un reportaje, nos mojábamos. Pero nunca, nunca, me mojé tanto como el 15 de febrero de 1977, en un monte llamado Pau Rañón. Allí se libró una batalla que podría figurar, en el sentido simbólico, en el Sendero de las Lágrimas de los choctaw. Durante el franquismo, se había acordado la expropiación forzosa de As Encrobas (A Coruña), un buen lugar, muy fértil, para vivir de la tierra. El propósito de la apropiación era abrir una gran explotación de lignito a cielo abierto, para beneficio del emporio de Fenosa. Los campesinos resistieron dos años los embates. Hasta que el poder gubernativo y empresarial decidió una operación que sometiera a aquella gente indómita. Y el lugar elegido para la toma de posesión fue ese monte, el Pau Rañón. Podía concentrarse fuerza y controlar los accesos. La gente caminó por la noche, en la niebla, y estaba allí, al calor de las hogueras, cuando fueron rodeándolas cerca de cien guardias civiles. La resistencia campesina estaba formada por una mayoría de mujeres, entre las que había bastantes ancianas. Durante todo el día, desde la primera carga, a las diez de la mañana, las campesinas no cedieron el terreno donde tenía que pisar el ingeniero jefe de Minas para tomar posesión. Golpes, heridas, desmayos, detenciones. Cuando comenzaba a anochecer, toda la gente estaba derrumbada o detenida, conducidos por la fuerza en autobuses. Ese día tuve la sensación de asistir a la derrota de la humanidad, pero también a la invencible facultad para no dar consentimiento a la injusticia. Fue todo bajo la lluvia. Las campesinas resistían con hoces y paraguas frente a los culatazos de los fusiles. Permanecí allí todo el tiempo, en el medio. Creo que el acto de escribir en un cuaderno bajo la lluvia me protegía. Cronometré minuto a minuto. Registré los diálogos, los gritos, las ironías. La anciana que le dice a un guardia: “¿Y tú qué haces aquí? ¿Ayudar a los ricos a que roben? ¡Pobres de los ricos!”.
Tomar nota en la piel. Bajo el jersey. Siempre hay donde escribir.
Había escrito muchas crónicas con fuentes oficiales. El contrabando había ido pasando en pocos años, con una aceleración propia del turbocapitalismo, desde lo local a una fase delictiva internacional. Los capos gallegos dejaron de tener un papel subalterno. A uno de ellos se le atribuye esta visión profética: “Tenemos hombres, tenemos barcos… ¡Y tenemos huevos!”. El primer gran paso fue conseguir que en el límite de las aguas jurisdiccionales se moviese permanentemente una Mamma, un gran buque-nodriza abastecedor de tabaco ilegal. Hasta entonces se “dependía” de una Mamma en Portugal. Con las planeadoras full speed ahead y una tupida malla de distribución se entró a toda marcha en la industria delictiva. Se movían con soltura por los despachos bancarios, también en el extranjero, y por las oficinas de las grandes tabacaleras. En las rías, empezaba a quebrarse el juramento de no traspasar dos límites: no entrar en el negocio de la droga ni utilizar la violencia. Pero la tentación era demasiado grande, también para avispones situados en los resortes del poder policial y político. Hubo otra gente que atisbó la metamorfosis y se atrevió a denunciarla. Y combatirla.
Yo cubrí ese período de transición delictiva como corresponsal de EL PAÍS. El mío era un periodismo muy artesanal. Y creo que también la Justicia iba a remos, en una época en que la fórmula era la propia del capitalismo impaciente: codicia + velocidad. Estoy hablando de finales de los setenta y principios de los ochenta. Las condiciones de trabajo eran muy precarias. Te pagaban a destajo, por pieza publicada. Tenía que cambiar de domicilio con frecuencia. No pocas veces viajaba en coche de línea para desplazarme. No había móvil. En muchas ocasiones, dada la urgencia, transmitías la información utilizando teléfonos públicos. Desde cabinas o bares, utilizando monedas o fichas. Recuerdo situaciones muy especiales en el sur de Galicia o en la Costa da Morte. Los teléfonos solían estar en la barra del bar. Con suerte, en la esquina. Tenías que contactar con las secretarias, en la redacción central en Madrid, que te atendían con auriculares para mecanografiar la crónica. A veces, no había otra, llamabas desde lugares muy concurridos. Y no era fácil hacerse entender. No podías evitar ser mirado como un intruso. Las miradas curiosas, inspectoras. Pero había que hacerlo: citar lo innombrable. Aquellos nombres que empezaban a ser populares: Ramiro, Olegario, Sito, Falconetti, Tonino, Marcial… Redes contrabandistas, millones de pesetas. Funcionarios bajo sospecha. Influencias mafiosas en la política. A medida que avanzaba la crónica, se iba haciendo el silencio. Casi siempre había que deletrear los nombres. S de Sevilla, I de Italia, T de Toledo, O de Oviedo… ¿Quién es este tipo, de qué coño habla?
Había días que echaba de menos un chaleco acreditativo y fosforescente. No, no sería buena idea. Como llevar un traje de neopreno para no mojarse.
Con mi periodismo artesanal, había muchas veces que llegaba tarde. Pero a tiempo.
La noche del 1 de diciembre de 1983, los grandes capos del contrabando de Galicia, y muchos de sus lugartenientes y subalternos, conseguían atravesar la frontera portuguesa. Era la operación policial y judicial más ambiciosa hasta entonces para frenar el irresistible ascenso de las mafias contrabandistas. ¿Estaba a punto Galicia de convertirse en otra Sicilia? Aquella huida masiva era una respuesta. Hasta los gallos cantaron en plena noche. Docenas de los escapados que figurarían como acusados en el sumario 11/84, abierto con aquella operación, reaparecerían años después como señores del narcotráfico. Y es que la historia del sumario 11/84, llamado a desbaratar la hidra del crimen, es uno de los casos más llamativos del realismo mágico judicial. El juicio nunca tuvo lugar. Solo a la organización de Marcial Dorado se le atribuía una evasión de 102.656. Por lo visto, el hombre de las célebres “amistades peligrosas” con Feijóo en los 90, no era precisamente un desconocido una década antes. El gobernador de Pontevedra, Virginio Fuentes, impulsor de la operación, me dijo entonces: “Una organización que está trabajando en un momento determinado en el contrabando de tabaco puede cambiar a cintas de vídeo, pero también a drogas o armas. La Administración está a tiempo de abortar el nacimiento de una mafia”.
Hablé con aquel joven gobernador, al que los mentideros delictivos trataron de desacreditar, pero también me propuse entrevistar a aquellos primeros capos que conquistaban el Oeste. Siempre me pareció muy interesante la lección de Jon Lee Anderson: lo primero, buscar a los perpetradores y saber por qué se perpetra.
Tenía que hablar con los perpetradores.
Había que pasar la frontera.
No esperaba ninguna revelación, ni mucho menos confesiones. Pero sí me parecía interesante oír algo, aunque fuera el silencio, sobre la transición delictiva de los capos gallegos del contrabando hacia el narcotráfico. La conexión Galicia-Colombia. Entré en contacto con el entorno de abogados. En la orquesta, había un director. Pablo Vioque. Nadie lo dudaba. Un genial doppelgänger en acción. Como en el cuento de Andersen, veías en él a un sabio y a su sombra. Y la sombra acabó dominando al sabio. Por momentos, hizo que Vilagarcia pareciese el Poisonville de Cosecha Roja.
Conseguimos algunas pistas. Una de las “balizas” nos llevó a una posada aislada, en un alto de Monçao, a la orilla del río Miño. No era una pista falsa. Allí, en el lugar idílico, estaban aparcados varios coches de alta cilindrada. El fotógrafo Xurxo Lobato hizo, con discreción, algunas tomas. El joven portugués de recepción respondió sin levantar la vista. Allí no había hospedado nadie de Galicia. Cuando marchábamos, se giró, sigiloso, y nos dijo que volviésemos en una hora.
Y al volver, todo había cambiado. El joven muy amable, me llevó hacia el salón. Abatió las puertas, y allí, con sonrisa jovial, abarcando la estancia con los brazos abiertos, qué suerte, nada más y nada menos que Sito Carnicero, y rodeado de compinches. Había otro Sito, Miñanco, todavía no tan célebre. El apodo de Carnicero no era casual. Estaba acostumbrado a levantar pesos muertos. Me agarró por el cuello y me izó a pulso con una mano, mientras que la otra orbitaba frente a mis ojos a punto de impactar. Ahora, todos reían menos él. Metía mucho miedo, sin necesidad de esforzarse.
- ¡La próxima vez te despeño en el río y no te encuentra ni Dios!
No tenía nada que objetar. Estábamos buscando un trabajo donde no mojarse. Así que salimos a cien.
El segundo intento fue más exitoso. Cerca de Valença do Minho, dimos con la parte “moderada”. Ramiro Señoráns actuaba más como un Padrino cínico e inteligente. Como Marcial Dorado, que ya había decidido entregarse a la policía española. En aquel momento, los más interesantes eran los subalternos. El maestro que había dejado las aulas. El trompetista con la marca de la embocadura en los labios. Hasta que apareció, al otro lado de la frontera, el genial doppelgänger. No había duda. La mutación estaba en marcha. Suma de codicia y velocidad, impaciente, el “capitalismo mágico” tomaba posesión.
En La falsa pista, de Hanning Mankell, hay un momento en que el inspector Vallander, un tipo decente, familiarizado con el lado oscuro de la vida, visita a un antiguo amigo periodista.
La imagen del periodista que cava me recordó mucho a mi padre. En la casa orillera de Castro, la que rodeaban las isobaras, parecía haber agua por todas partes. Cerca había una buena fuente, con lavadero. A mí me gustaba mucho escuchar a las lavanderas. Hablaban como el agua. Con una libertad silvestre. Fregaban el miedo, sacudían la tristeza. Por niño que fuese, yo era un hombre, un intruso. ¿Qué hacía allí poniendo la oreja? Y me regalaban alguna obscenidad para que marchase. El lugar del agua estaba en terrenos de la casa rectoral. Era un bien parroquial, pero la Iglesia lo vendió y apareció cerrado a cal y canto. Había también un souto, un bosque de castaños, que fue talado. Fue entonces cuando mi padre decidió hacer él un buen pozo artesano. Había cavado varios en la vecindad. Y con éxito. Siempre aparecía un manantial. A veces, trazaba en la tierra con cordel un círculo al amanecer. Y antes de caer la noche ya lo oías chapotear feliz. Había encontrado el ojo del agua. Pero en su propio solar, el manantial se escurría huidizo. Además, tropezó con una fuerte resistencia granítica. Nos impresionaba mucho verlo bajar con cartuchos de dinamita. Encendía la mecha y subía volando por la tosca escalera de madera. Lo intentó en varios lugares. Un día trajo a un zahorí. Recorrió el monte con sus herramientas de detectar lo oculto. Los sarmientos cruzados, alambras de cobre, el péndulo de bala. En uno de mis reportajes sobre naufragios, entrevisté a un marinero superviviente de un hundimiento por golpe de mar. Varios compañeros habían desaparecido y él quiso sobreponerse y participar en la búsqueda. Habían pasado ya dos días y el mar era un paisaje fúnebre. No había mucho que preguntar, pero había que hacerlo.
- ¿Tiene usted esperanza?
Torció el gesto, pero era un hombre muy educado. Dijo:
- ¿Esperanza? Claro que tengo esperanza. Pero es una esperanza negativa.
Aquel día del zahorí, mi padre me miró con una esperanza negativa. “¿Tiene futuro la verdad?”, se preguntaba George Steiner. Y él mismo se respondía: “Creo que la verdad tiene futuro. Que lo tengamos nosotros es algo que está menos claro”.
Mi padre se puso a cavar de nuevo en el fondo de aquel pozo seco, rodeado por las isobaras del ciclón. A su manera, buscaba la verdad. Buscaba el agua.
Había angustia en los ojos de mi madre. Ella tenía la memoria del terror. La noche de la niña que ve cómo les arrancan al padre. Pero aquel día en que vino a buscarme la Policía Militar también me miró con un cierto reproche. Había estado resistiendo en la puerta. Gritando bien alto. Después, cuando quedé en “libertad provisional”, ella mismo me dijo: “¿Por qué no te escapaste?”. Es más: “¿Por qué no te vas de este país?”.
La orden había partido de un juez instructor militar. Ironías del destino, poco antes, el 15 de octubre, se había promulgado la ley de Amnistía aprobada por las Cortes constituyentes.
Después del cierre de Teima, yo trabajaba como free-lance. Me movía entre Galicia y Madrid. Quería licenciarme en la facultad. Como hice. Pero también tenía que ganarme la vida. Colaboraba en varios medios gallegos como corresponsal. Tuve noticia en Coruña de un cuartel, el de Zalaeta, hoy desaparecido, donde se había producido una intoxicación alimentaria. Un grupo de soldados decidió convocar una rueda de prensa. Clandestina, por supuesto. Entre otras demandas, pedían una amnistía en el ámbito militar, reducción de la mili, y mejores condiciones de vida para la tropa. No se habló para nada de la supresión del servicio militar obligatorio. Una medida que aprobaría José María Aznar en el 2001. Acudimos varios periodistas a aquella cita. Pero sólo apareció una crónica, mi crónica, en La Región de Ourense. No había opinión. Me limitaba a dar voz a aquellos muchachos que se jugaban el pellejo. Y era algo excepcional. Oír la opinión de soldados.
Todo el interés del instructor era que informase sobre las fuentes. Quiénes eran. Y el lugar del encuentro. No respondí. Se abrieron diligencias. Procedía un dictamen del ‘Auditor de Guerra’. Me impresionó mucho aquella terminología. También me llamó la atención que me trataran como “paisano”. El paisano periodista. Y lo que dictaminó el Auditor de Guerra, dirigiéndose al Capitán General, es que, de acuerdo con el Artículo 521 del Código de Justicia Militar, “la elevación de este procedimiento a Causa”. Sería la causa 105/77. En el auto de procesamiento, de 17 de diciembre de 1977, se consideraba que “los hechos relatados pueden calificarse a los solos efectos de instrucción y sin perjuicio de ulterior calificación que pudieren merecer, como constitutivos de un delito de sedición previsto en el Artículo 302 del Código de Justicia Militar”. La última noticia que tuve por escrito fue un decreto del Capitán General, en enero de 1978, en el que se desestimaban mis recursos.
Pasó un largo tiempo de silencio. De vez en cuando, saltaba algún pequeño pez solidario en prensa, pero tampoco muchos.
Un día, mi abogado defensor, el laboralista Carlos Cerviño, me llamó con urgencia, y, en tono muy secreto, me contó que el suelo se movía. Había relevo en el mando y un oficial iba a intentar que me recibiera el nuevo Capitán General para exponer mi caso. Al parecer, no era más o menos duro que el anterior. La diferencia se medía en términos de inteligencia.
Y allí estaba el paisano Rivas ante el Capitán General.
Me preguntó si había pretendido ofender a España y a su Ejército.
-No, señor. Yo solo quería informar de una intoxicación alimentaria.
- Bien. ¡Pues váyase!
Y eso fue todo. Me fui pensando en cómo un puñado de palabras puede cambiar la vida de la gente. El oficial mediador se despidió dándome la mano. Nunca supe su nombre. Pero lo interpreté como un gesto de democracia afectiva. Eso también cambia la vida.
La última novela publicada por Manuel Rivas es Detrás del cielo (Alfaguara, 2024).