Todos los hombres de Gene Hackman
El actor recién fallecido, símbolo del Nuevo Hollywood, construyó su carrera sobre los cimientos de su versatilidad como intérprete de antihéroes, villanos y tipos corrientes
El primer papel en el cine de Gene Hackman fue en la desoladora Lilith (1964), el drama de amor y locura de Robert Rossen interpretado por Warren Beatty y ...
El primer papel en el cine de Gene Hackman fue en la desoladora Lilith (1964), el drama de amor y locura de Robert Rossen interpretado por Warren Beatty y Jean Seberg. Hackman tenía 34 años y una sola secuencia con bastante diálogo, un mano a mano con Beatty bastaba para reconocer el nervio de un intérprete desconcertante y único en sus cambios de registro. Hackman parecía destinado a ser un actor de carácter, pero su capacidad para elevar a las alturas su aire de hombre común lo convirtió en una estrella capaz de moverse con agilidad —como su gran referente, James Cagney, sabía interpretar con todo su cuerpo— entre personajes de todo pelaje.
Hackman supo extraer de ellos la mayor violencia o la mayor ternura; también las dos cosas a la vez. Podía encarnar a un turbio presidente de Estados Unidos en Poder absoluto, la película de 1997 de Clint Eastwood o, con brillante vis cómica, al malvado de cómic Lex Luthor (“la mente criminal más grande del mundo”) en Superman (1978).
Alto, con unos ojos pequeños y radiantes y una sonrisa infalible, Hackman empezó a trabajar en comedias de Broadway y, sobre todo, en series de televisión. Pero Lilith y Beatty cambiaron su suerte. El guapo galán, miembro de la primera camada del llamado Nuevo Hollywood, quiso a Hackman a su lado para interpretar a Buck Barrow, el hermano mayor del fuera de la ley Clyde Barrow en Bonnie y Clyde (1967), la película que reescribió, a la luz de los años sesenta, el mito de los jóvenes forajidos y del propio Hollywood. Hackman le dio tanta credibilidad y matices a su personaje que dos de los directores clave de aquella generación, William Friedkin y Francis Ford Coppola, se fijaron en él para protagonizar dos películas esenciales en su filmografía y en la historia del Nuevo Hollywood: The French Connection (Contra el imperio de la droga, William Friedkin, (1971) y La conversación (Francis Ford Coppola, 1974). Por la primera ganó su primer Oscar; con la segunda, la gloria eterna de los grandes actores.
La película de Friedkin presentaba a Hackman como un policía cínico, duro y racista, un tipo de personaje malvado que incomodaba al actor, porque estaba muy lejos de su personalidad, pero que supo aprovechar y afinar a lo largo de su extensa carrera de casi cien películas. El ejemplo más perfecto de eso está en otra de las obras fundamentales de su vida: Sin perdón (1992), también de la mano de Clint Eastwood. Su cruel sheriff Little Bill Daggett le valió su segundo Oscar y un nuevo aliento creativo hasta su retirada del cine en 2004.
En una ocasión, William Friedkin explicó que su metodología con el actor durante el rodaje de The French Connection consistía en largas conversaciones personales previas al rodaje. Gracias a ellas, descubrió que el gran conflicto de Hackman, su talón de Aquiles, era la figura paterna (algo que, por cierto, también le ocurría a Marlon Brando). Hackman pasó parte de su infancia en West Dundee, un pequeño pueblo de Illinois de fuerte tradición conservadora y supremacista, con conexiones con el Ku Klux Klan. El chico detestaba aquel ambiente tanto como a su padre. El resentimiento contra cualquier figura autoritaria marcó toda su juventud y Friedkin, que quería explotar aquel odio en el actor, supo sacar su peor sombra.
Pero quizá su mejor trabajo, el más difícil e imborrable, fue su Harry Caul en La conversación, la película de Coppola (premonitoria en su visión de un mundo de vigilancia tecnológica) sobre la culpa, la paranoia, la soledad y, cómo no, el sonido. Interpretar a aquel hombre meticuloso y taciturno no fue un trabajo sencillo para el actor, casi siempre aislado en plano, casi siempre mudo o lejano. La invisibilidad era una de las características de Harry Caul y Hackman la interiorizó de una forma tan sutil y perfecta que su presencia se clavó para siempre en la memoria del espectador. Con su gabardina, sus gafas y su fe católica, Gene Hackman convirtió a su personaje en un antihéroe casi abstracto, capaz de expresar solo con el peso de sus hombros y espalda la mayor tristeza del mundo.