El estofado taurino

La lidia es cruel. Solo falta mirar al toro a los ojos, ver la sangre chorreando, que le llega hasta las pezuñas

El diestro Ginés Marín en la Feria de San Isidro, el pasado domingo en la plaza de Las Ventas.Borja Sánchez-Trillo (EFE)

Un estofado. Una carnicería. La lidia es cruel. Solo falta mirar al toro a los ojos, mirar al animal aturdido, ver la sangre chorreando, que le llega hasta las pezuñas. Y entonces siguen las verónicas, los pases de tulipanes, como si el ruedo fuera un campo de flores, los pases de pecho, hasta que el corazón revienta. Las plazas están en agonía, aunque allí ya no caben ni alfileres. Y así siguen los tópicos, hasta la náusea. Unos agitan el trapo ante el gentío, otros abuchean, de pronto todo se llena de griterío.

Los toros siempre han dividido. En contra, Quevedo, Jovellanos o Unamuno. A favor, Goya, Lorca o Bergamín. Y así más allá de los Pirineos y por las Américas. Cada uno le echa los sapos que quiere en el puchero, perejil, abanicos, todas las peinetas y castañuelas sobre la España negra caben en la olla, la España negra, la que riñe a garrotazos, la que revienta al son de una zarzuela. Pero mejor sigamos a lo nuestro, con la juerga y el cubata, con el estribillo fácil, el que se te cuela por todos los oídos.

Sin embargo, las ganaderías suponen economías, en esa misma España vacía y vaciada que unos y otros lloriquean sin encontrarle arreglo. Las corridas llenan los palcos, dan lugar a algunos de los más grandes romanceros de nuestra literatura. Por si fuera poco, la cría del toro bravo regenera las dehesas, mantiene abiertos los espacios, sin que se nos cuelen por todas las colinas colmenas de eólicas. Y el toro vive como un virrey, en medio de los olivos, preña a las hembras, mientras los bueyes se van derechitos al matadero, sin apenas tener tiempo de aspirar y expulsar un puñado de alientos.

A veces en las plazas ocurre algo. Un Caravaggio espeluznante, a él también le llamaron de todo. Si hoy pintara, lo abuchearíamos por proxeneta. Y ahí tienes, cada día, casi 20.000 personas pecando su gran culpa en la plaza de toros, 20.000 mordiendo en la manzana prohibida del toreo. Lo que hacen es quitarse las milongas de encima, se sacuden los piojos, se quitan la mugre de encima, y bailan al son del sol, con la alegría puesta encima, la que te hace crear, amar, crecer.

A veces eso nos toca, entrar a vivir, como se entra a matar. Valentía, osadía, eso hacen algunos que buscan la belleza, aunque su verdad duela, aunque la letra, el lienzo, la partitura les sangre. Eso decía Francis Bacon cuando pintaba, tengo el sabor a sangre en los ojos. Porque existen los que son de pacotilla, los que calzan los anzuelos, y los que buscan algo que se resiste, algo que no se muera nunca, llámese una poesía, una pintura, o una estocada. El arte es colocarse delante del morro, entre los pitones, es arriesgar lo que te hierve en las venas, soltar ese duende, diría Lorca, que llevas dentro, cueste lo que cueste.

Empujas el peto, a las palabras le metes caña, buscas un ángulo, un contrapunto, para que el estribillo no se muera, para que el lienzo no se apague. Le metes riñones a la vida, no importan que los años te achiquen, que se te atraganten. Muerdes en la manzana. Despeinas el viento. A hombros la muerte te la quieres sacar por la puerta grande, que se entere de una vez. Y así embistes, como un enamorado, que sabe que todo se acaba, que un día te llegará la mandona, la que te enfilará con la guadaña. Y será ella la que sacuda la pañolada, y diga se acabó, sal del ruedo.

Lo demás son bambalinas. Algunos se pasean por los platós, emplatan un libro, le meten mano a un lienzo, juegan con la coleta para el decoro, para que suba el contador de la cuenta en las redes sociales. Y así vamos dando los premios, condecorando a diestra y siniestra, el grandullón, la ninfa, el que sea, mientras suben las burbujas por las flautas, por las cuentas, mientras se alistan los seguidores. Entonces que no te duelan los que pecan con la encerrona fallera, los que se van de romería. Los quemaremos en la higuera, como antaño hacíamos con los melenudos, porque ellos son unos irrecuperables, de esos que tienen los ojos que arden cuando la espada se entierra en la carne, porque ellos tiemblan cuando el otro se traga la muerte.

Un día nos percatamos de que nos quedan un puñado de tercios. Un día nos percatamos de que se enfriarán los pañuelos. Así que mientras, con el anillo puesto en los ojos, disfrutemos de ese sol que calienta, del tendido que revienta, entremos a vivir. Eso nos dice el toreo, eso nos dice cada lidia, el tiempo corre, la corrida enfila hacia la noche que ahora pronto caerá a plomo, y entonces habremos vivido, de pronto habremos sabido que cada día es una vida.

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
Recíbelo

Más información

Archivado En