El comunismo, en tres palabras para los escritores y artistas: censura, represión, muerte
El periodista y editor Manuel Florentín publica una gran crónica de la persecución que los regímenes totalitarios han perpetrado contra intelectuales y creadores, desde la Unión Soviética de Lenin a la Nicaragua de Ortega
“Lo que recibe el nombre de comunismo no es otra cosa que fascismo con bandera roja” (Valentín González, El Campesino, comunista español, teniente coronel en la Guerra Civil y antiestalinista).
El sueño del comunismo de una sociedad justa e igualitaria se convirtió desde el primer momento en una pesadilla para aquellos pensadores, novelistas, poetas, dramaturgos, periodistas, artistas, cineastas o músicos que no comulgaban con un régimen totalitario, de partido único. El periodista, escritor y editor ...
“Lo que recibe el nombre de comunismo no es otra cosa que fascismo con bandera roja” (Valentín González, El Campesino, comunista español, teniente coronel en la Guerra Civil y antiestalinista).
El sueño del comunismo de una sociedad justa e igualitaria se convirtió desde el primer momento en una pesadilla para aquellos pensadores, novelistas, poetas, dramaturgos, periodistas, artistas, cineastas o músicos que no comulgaban con un régimen totalitario, de partido único. El periodista, escritor y editor Manuel Florentín ha publicado “una gran crónica” que recorre esta particular historia del horror, desde el ascenso al poder de Vladímir Ilích Uliánov, Lenin, en Rusia, en 1917, hasta la Nicaragua de Daniel Ortega. “Yo soy una persona de izquierdas”, advierte Florentín, “por eso creo que es fundamental denunciar desde la izquierda los crímenes del comunismo”.
La idea de esta obra, Escritores y artistas bajo el comunismo (Arzalia), surgió de un trabajo anterior de Florentín en el que mostró el otro lado del mal, Guía de la Europa Negra (1994), sobre la extrema derecha. “Ahí me di cuenta de la cantidad de títulos que había sobre el nazismo y sus crímenes, pero no así de los del comunismo”. El periódico ruso Izvestia cifró en 1997 en 100 millones el número de vidas que se había cobrado el comunismo en el mundo desde 1917.
Los círculos del descenso a los infiernos que afectaron a artistas e intelectuales iban desde la censura, la prohibición de publicar o escenificar sus obras, hasta la pérdida de empleo, de la casa; el exilio, la cárcel, torturas, la reclusión en campos de concentración y las ejecuciones. Florentín ha buceado en los libros y reportajes publicados, y ha aportado su experiencia periodística, que le permitió entrevistar a escritores del antiguo telón de acero y cubrir, entre otros conflictos, las guerras de la extinta Yugoslavia.
El grueso de las 912 páginas se centra en la Unión Soviética. Florentín sostiene que la persecución del intelectual considerado disidente o burgués fue un pecado original del comunismo. Lenin creó en diciembre de 1917 la Comisión para la Lucha frente a la Contrarrevolución y el Sabotaje, la siniestra Cheka. “La lista de libros que debían ser censurados y eliminados de Rusia la hizo su propia mujer”. Se quemaron libros y se prohibieron autores. Para quitar algo del tono negrísimo de lo que cuenta en este volumen, su autor intercala chistes, humor negro surgido en los países comunistas, como el que decía: “Un preso pide un libro en la cárcel. A lo que el guarda le responde: ‘No tenemos el libro, pero tenemos al escritor”.
Lenin sembró Rusia de campos de concentración. “Estaban desde la época de los zares, pero bajo su mandato, en apenas tres años pasaron de 84 a 315″. Un dato que pasan por alto quienes, como la ministra española de Juventud e Infancia, Sira Rego, se revuelven cuando a Lenin se le tacha de genocida, como se ha visto en un reciente vídeo viral durante su participación en un debate antes de ocupar su cartera en el Gobierno. Uno de los campos más crueles fue Kolimá, en época de Stalin. Un nombre que, según Florentín, debería figurar en la historia del horror al lado de Auschwitz.
Lenin había dejado claro “su postulado sobre lo que debía ser la literatura en 1905″. “Los escritores y artistas debían ponerse al servicio de la revolución”, continúa Florentín. Si en sus obras “exaltaban a los trabajadores y lo felices que eran no había problemas, de hecho, los amparados por el régimen vivían muy bien”. Este fue el caso de Máximo Gorki, que había participado en la Revolución de Octubre, aunque después se enfrentó a Lenin, por lo que tuvo que salir del país. Stalin le rehabilitó. Un estatus que le hizo justificar las farsas de los procesos judiciales, publicar escritos contra los condenados y no mover un dedo por colegas defenestrados.
El dramaturgo Vsevolod Meyerhold fue un entusiasta de la revolución. Sin embargo, la puesta en escena en 1929 de una sátira social escrita por otro autor, criticada por la prensa oficial, propició su caída. Le cerraron su teatro y en 1939 fue detenido. Tenía 65 años, fue torturado siete meses, lloró de dolor hasta que le rompieron el brazo izquierdo. Sus torturadores le dejaron sano el derecho para poder firmar su confesión. Su esposa fue hallada muerta, con los ojos arrancados, un crimen cometido por el Comisariado para el Pueblo de Asuntos Internos (NKVD). Él fue ejecutado en febrero de 1940.
Otro entusiasta de la Revolución depurado fue Isaak Bábel, autor de Caballería roja o Cuentos de Odesa, libros que no gustaron al régimen. Fue detenido, torturado y ejecutado en enero de 1940. Se prohibieron sus obras. A su viuda, cuando preguntaba por el destino de su marido, le decían que estaba bien, en Siberia. Hasta 1954 no supo que lo habían matado. Borís Pasternak, que había escrito poemas elogiosos hacia Lenin y Stalin, acabó penando porque su obra más célebre, El doctor Zhivago, fue tildada de “apolítica”. Pasternak estaba casado, pero inició una relación con una mujer 22 años más joven que fue detenida. En las torturas perdió un hijo que esperaba. Él fue hostigado el resto de su vida.
Luego está el caso de la pareja Osip Mandelstam, poeta, y su esposa, Nadiezhda, escritora. Él fue deportado y murió durante su traslado al gulag [acrónimo de Dirección General de Campos de Trabajo Correccional y Colonias]. Había sido detenido por recitar epigramas contra Stalin en los que decía que tenía “bigotes de cucaracha”. Su viuda vagó por diferentes ciudades porque la orden era no darle trabajo. Por cierto, de Stalin se contaba este chiste: “A una persona le han caído 15 años de cárcel por decir que Stalin es imbécil: un año por sedición y 14 por revelar un secreto de Estado”.
Con el sucesor de Stalin, Nikita Jruschov, comenzó “el deshielo” y las primeras críticas al genocidio estalinista, pero no fue un periodo incólume. “Se crearon las clínicas psiquiátricas. Cuando se mandaba a alguien a esos centros no sabía cuándo podría salir. Al menos en el gulag conocían su condena, aunque era posible que cuando iban a terminarla se les aumentara”.
El escritor Vasili Grossman, en su monumental Vida y destino, cuenta un chiste sobre la Lubianka, el cuartel general de la KGB en Moscú, al que eran conducidos los detenidos. “Es el edificio más alto de la URSS. ¿Por qué? Porque incluso desde su sótano se ve Siberia”. En el libro de Florentín aparecen otras víctimas, como Alexandr Solzhenitsin, comunista, que en Archipiélago Gulag (1973) relató hasta 31 métodos psíquicos de tortura durante los interrogatorios. Solzhenitsin contó de primera mano sus ocho años de cautiverio.
La Revolución Cultural
Otro capítulo destacado en esta oscura historia lo ocupa la China de Mao Zedong, y la llamada Revolución Cultural, de comienzos de los sesenta. “Fue una represión total. Mao estaba perdiendo poder porque el Gran Salto Adelante [programa de industrialización de finales de los cincuenta] era un desastre. Se estima que murieron unos 60 millones de personas durante su ejecución. Eso desató críticas en el partido, y Mao, a través de la Guardia Roja, da un autogolpe para depurar a los intelectuales y a la élite del partido”.
Aquella etapa generaría “la literatura de las cicatrices”, escrita por antiguos comunistas, incluso guardias rojos, que habían huido. En el prólogo, el historiador Antonio Elorza recuerda que en aquel delirio, “médicos, jueces, profesores o funcionarios eran obligados a recorrer las ciudades hambrientos y entre insultos y agresiones”.
Uno de los casos más atroces en China fue el de la poeta comunista Lin Zhao, que se permitió criticar los excesos del régimen. Fue enviada a un campo de trabajos forzados en 1958. Su novio corrió la misma suerte y no se le liberó hasta 1979. Ella fue puesta en libertad y presa varias veces, hasta protagonizar huelgas de hambre e intentos de suicidio. En 1965 fue condenada a 20 años de cárcel, pero solo tres después a la pena de muerte. Fue ejecutada con 36 años, en abril de 1968. En su último día de vida incluso se le impidió decir unas últimas palabras, colocándole una mordaza de goma en la boca.
Esta cartografía del espanto tiene paradas en países como Polonia, donde el ensayista y periodista Adam Michnik fue encarcelado varias veces; o el premio Nobel de Literatura en 1980, Czeslaw Milosz, tuvo que exiliarse. De la Cuba de Fidel Castro se exilió el escritor Guillermo Cabrera Infante, después de haber sido un cargo de confianza del dictador. Mientras que el poeta Reinaldo Arenas sufrió prisión por su doble condición de disidente y homosexual. Un caso similar al de Cabrera Infante sufren en Nicaragua la poeta Gioconda Belli y el escritor Sergio Ramírez, que pasaron de la revolución al castigo.
También, el arte que no cuadraba en el realismo socialista fue perseguido. En el libro se recuerda una exposición de arte contemporáneo que visitó Jruschov en la que pronunció calificativos como “mierda de perro” “maricas” o “un asno pintaría mejor con su cola”. Claro que Jruschov fue el autor de una frase célebre tras la insurrección en Hungría de 1956: “No habría sucedido si se hubiera matado a tiempo a una decena de escritores”.
¿Qué hizo la intelligentsia de izquierdas en Occidente mientras sucedía todo esto? “Miraban para otro lado, aunque desde los años veinte se habían publicado artículos y libros que denunciaban lo que ocurría en la URSS”. Sin embargo, como “era la época del ascenso de los fascismos y había que combatirlos, se obvia”. Luego, “tras la II Guerra Mundial, el enemigo es el imperialismo yanqui, y cualquier crítica al comunismo se considera un debilitamiento de las filas propias”.
Florentín recorre asimismo países en los que no hubo revolución, pero sí un Partido Comunista poderoso, como Francia. “Los dirigentes de los países comunistas procedían normalmente de la burguesía, no eran obreros, y muchos habían estudiado en La Sorbona”. Francia desempeñó un papel clave por su dominio de la vida intelectual europea. No hay que olvidar que Jean-Paul Sarte o Simone de Beauvoir alabaron el maoísmo. Antes, Louis Aragon y Paul Élouard fueron férreos defensores del comunismo soviético.
Ese doble rasero de la progresía europea según quien asesinara, si el comunismo o el nazismo, quedó reflejado en la carta que el escritor polaco Czeslaw Milosz le envió a Pablo Picasso: “Durante los años en que la pintura fue sistemáticamente destruida en la Unión Soviética, usted prestó su nombre a las proclamas que glorificaban el régimen de Stalin [...] Su apoyo al terror contó, su indignación también habría sido tenida en cuenta”. Aunque entre los cientos de testimonios recogidos en el libro, una de las reflexiones más lúcidas es la del escritor rumano Mircea Cartarescu: “Como cualquiera que haya experimentado un régimen comunista, no soporto las utopías”.
Biblioteca urgente del horror comunista
El libro Escritores y artistas bajo el comunismo, de Manuel Florentín, incluye 20 páginas con bibliografía, por países, de obras y autores fundamentales para conocer lo que han sido los regímenes totalitarios. El propio autor ha seleccionado para EL PAÍS los siguientes títulos:
-El dios que fracasó (Ladera Norte), un clásico con testimonios de Arthur Koestler, Ignazio Silone, Richard Wright, André Gide, Louis Fischer y Stephen Spender.
-Vitali Shentalinski: Esclavos de la libertad, Denuncia contra Sócrates, Crimen sin castigo y La palabra arrestada (Galaxia Gutenberg).
-Ismaíl Kadaré, Tres minutos. Sobre el misterio de la llamada de Stalin a Pasternak (Alianza).
-Nadiezhda Mandelstam, Contra toda esperanza (Acantilado).
-Margarete Buber-Neumann, Prisionera de Stalin y Hitler (Galaxia Gutenberg).
-Ryszard Kapuscinski, El imperio (Anagrama).
-André Gide, Regreso de la URSS, seguido de Retoques a mi Regreso (Alianza).
-Victor Serge, Memorias de un revolucionario (Veintisieteletras).
-Tzvetan Todorov, El triunfo del artista. La Revolución y los artistas rusos: 1917-1941 (Galaxia Gutenberg).
-Anne Applebaum, Gulag. Historia de los campos de concentración soviéticos (Debate).
-Aleksandr Solzhenitsin, Archipiélago Gulag (Tusquets).
-Adam Michnik, En busca del significado perdido. La nueva Europa del Este (Acantilado).
-Reinaldo Arenas, Antes que anochezca (Tusquets).
-Jorge Edwards, Persona non grata (Cátedra).
-Simon Leys, El traje nuevo del presidente Mao (El Salmón).
-Tony Judt, Pasado imperfecto. Los intelectuales franceses 1944-1956 (Taurus).
-Ilija Trojanow, Poder y resistencia (Acantilado).
-Bandi, La acusación. Cuentos prohibidos de Corea del Norte (Libros del Asteroide).
-Vasili Grossman, Vida y destino (Galaxia Gutenberg).
-Varlam Shalámov, Relatos de Kolimá, (6 volúmenes) editorial Minúscula.