La intimidad de Roald Dahl en sus cartas: guasón, divertido, irreverente y apasionado por lo absurdo
El libro ‘Te quiere, Boy’ compila las misivas que el escritor le mandó a su madre durante cuarenta años sin saber que ella las guardaba en secreto
Querida mamá, dos puntos, y siempre así. Durante 40 años, el escritor Roald Dahl le envió más de 600 cartas a su madre. Desde los estrictos internados escolares, en el frente de la II Guerra Mundial o mientras recorría Los Ángeles, Texas, Washington y Nueva York como escritor de fulgurante fama, nunca paró. Desde los nueve años hasta los cincuenta, Roald siempre le escribió a mamá. Y ella, Sofie Magdalene, una mujer luchadora que había enviudado pronto con demasiados hijos a su cargo, guardó todas las cartas en un montón....
Querida mamá, dos puntos, y siempre así. Durante 40 años, el escritor Roald Dahl le envió más de 600 cartas a su madre. Desde los estrictos internados escolares, en el frente de la II Guerra Mundial o mientras recorría Los Ángeles, Texas, Washington y Nueva York como escritor de fulgurante fama, nunca paró. Desde los nueve años hasta los cincuenta, Roald siempre le escribió a mamá. Y ella, Sofie Magdalene, una mujer luchadora que había enviudado pronto con demasiados hijos a su cargo, guardó todas las cartas en un montón.
Tenía nueve años, y desde el internado de St. Peter’s le decía que se lo pasaba en grande jugando al fútbol cada día y que las camas de allí no tenían muelles. “¿Me podrías enviar mis álbumes de sellos y unos cuantos sellos repetidos?”.
Tenía 14 años y, desde el nuevo internado de Repton, le escribía con guasa: “Parece que estás pintando mucho; pero cuando pintes el retrete no pintes el asiento, dejándolo húmedo y pegajoso, o algún desdichado se quedará enganchado sin darse cuenta, y a menos que le amputen el trasero o que elija ir con el asiento pegado a las posaderas, estará condenado a quedarse donde está y no hacer nada más que cagar durante el resto de su vida”.
Tenía 22 y, como empleado de una petrolífera que viajaba por el mundo encadenando exotismos y aventuras, le escribía tras atravesar el mar Rojo que a su lado había un tipo bastante gordo y medio grogui por el calor. “Está desparramado sobre su silla como una medusa caliente, y además suelta humo. Puede que se derrita”.
Tenía 25, se estrenaba en los relatos y desde Estados Unidos le transmitía lo siguiente: “He pronunciado cuatro discursos en diez días (…). El número promedio de asistentes, que ponen cara de póquer y abren los ojos como bacalaos, oscila entre 300 y 400 personas, casi siempre en una cena. Antes de empezar me emborracho un poco, lo cual facilita mucho las cosas”.
Tenía 26 y le contaba que sus caseros de Washington lo acababan de echar de casa y que el agente inmobiliario le había propuesto mudarse a una vivienda donde la semana anterior se había producido un asesinato. “Un hombre disparó a una chica en el salón y luego se voló la tapa de los sesos. Necesitó dos disparos para matar a la chica y otros dos para matarse a sí mismo, con lo cual deduje que no tenía mucha puntería. En fin, me han dicho que la casa ya está limpia y me mudaré mañana (…). No tengo ningún inconveniente. No está el patio como para ponerse quisquilloso”.
Tenía 29 y, desde el hospital donde le acababan de quitar un apéndice inflamado, le escribía que se largaba de allí. Que no aguantaba más. Motivo había: “En mi habitación hay dos ancianos, uno tiene una hernia y el otro un forúnculo, y se pasan el día tirándose pedos, tienen enemas y dicen sandeces y entonces se tiran unos cuantos pedos sin disimular ni inmutarse, como si estuvieran dando los buenos días”.
Y al pie de la carta –y siempre así–: “Te quiere, Boy. Te quiere, Roald”.
Ahora, por primera vez, el maestro de la literatura infantil —autor de clásicos como Charlie y la fábrica de chocolate o Matilda— es visto desde la intimidad de estas cartas en el volumen Te quiere, Boy (Gatopardo). En ellas aflora un tipo guasón, divertido, irreverente. Apasionado por lo absurdo. A veces también grotesco, como cuando cinco días antes del estallido de la II Guerra Mundial, desde Tanganica, le narraba a mamá el baile de disfraces de la noche anterior. Dahl iba con pantalones blancos metidos en botas antimosquitos, chaleco negro del revés, el cuello rígido torcido, una chaqueta de tweed y un paraguas. “Me he despertado en el salón a las ocho de la mañana, vestido con mi disfraz de reverendo Russell y todavía un poco perjudicado, pero ahora ya estoy bien… si dejamos de lado a Hitler”.
Pero no podría dejar al Führer de lado. Tres meses después, querida mamá, dos puntos, le contaba cómo se había alistado como piloto de combate de la Royal Air Force y se iba a unir al comando de la RAF en Oriente Próximo. “No sé qué te parecerá todo esto, pero en mi opinión es bastante sugerente y emocionante, mucho más que alistarse en el Ejército y marchar bajo el calor de un lugar a otro y sin hacer nada de provecho. Además, aquí aprender a volar es gratis”, le escribía.
Esa emoción tuvo fases distintas. Primero estrelló su Gloster Gladiator mientras sobrevolaba el desierto de Libia en la oscuridad, no muy lejos del frente italiano, y sufrió graves lesiones craneales. Siete semanas boca arriba en la cama del hospital. Después se recuperó. Y volvió a volar. Telegrama desde Alejandría: “Me encuentro bien. Guerra en Siria divertida”. Así era Dahl.
La compilación, selección y comentarios de estas cartas inéditas en español —acompañadas de fotografías, dibujos, mapas, documentos y retazos de una vida— corren a cargo del biógrafo de Dahl, Donald Sturrock. En conversación con EL PAÍS, Sturrock explica que “estas cartas muestran la frescura de espíritu y el sentido de diversión que poseía un escritor que, incluso de viejo, siguió viendo el mundo como lo ve un niño. Un niño geriátrico, como decía él. Dahl estaba orgulloso de ello. Y aquí aflora su espíritu infantil en su forma más conmovedora: las cartas de un niño a su madre”.
Sturrock pone énfasis en cómo los rasgos propios de la literatura de Dahl ya asoman en estas cartas: su vocación de entretener, su total desinhibición, su gusto por lo loco, su ojo para los detalles extravagantes, su curiosidad, su sentido de la aventura, un innato sentimiento de subversión, el deleite por lo extraño y la convicción de que muchos adultos son absurdos.
El humor –añade Sturrock– es quizás la principal cualidad que unen estas cartas. “Roald tiene ojo para todo, ya sean los excéntricos maestros de Repton, las aventuras de Dog Samka en África, poner cangrejos de río en la cama de otro niño o inventar nuevas palabras solo por diversión. Incluso cuando los tiempos eran difíciles, en el internado o en la guerra, estaba ansioso por encontrar algo divertido para entretener a su madre en casa y asegurarle que su hijo estaba bien”, añade.
En aquellas cartas –como buen hijo– siempre le escondió los problemas a su madre, como los tormentos sufridos en el internado o la soledad que el pequeño Roald sintió allí, como sí contaría más tarde en su libro Boy.
Lo que no sabía Dahl es que su madre también le ocultaba algo.
Sofie Dahl guardó todas aquellas cartas, desde la primera, en paquetes pulcros atados con cinta verde. Nunca le confesó que lo hacía. “En 1967 ―escribiría Dahl más tarde―, cuando supo que se moría, yo estaba ingresado en un hospital de Oxford con motivo de una delicada operación de columna e incapacitado para escribirle, así que ordenó que instalaran un teléfono junto a mi cama para poder hablar conmigo una última vez. No me dijo que se estaba muriendo, de hecho nadie me lo mencionó, ya que yo mismo me hallaba en una situación complicada en aquel momento. Solo me preguntó cómo me sentía, expresó su deseo de que me recuperara pronto y me manifestó su amor”. Al día siguiente mamá murió. Roald Dahl se recuperó. Y al volver a casa de mamá, se encontró con aquella sorpresa: la recopilación de todas sus cartas. Las primeras letras de un gran escritor.
Una medicina infantil
Hoy, en medio de las relecturas que sobrevuelan la literatura infantil clásica, incluso con intentos de censura y reescritura de los cuentos de Dahl que obligaron a la editorial Penguin a rectificar su intención de quitar las referencias a gordos, feos, locos, negros o violencias varias que salpican sus cuentos, la obra de Dahl emerge como subversiva entre la corrección política.
“A medida que su obra envejece —sostiene Sturrock—, continúa siendo inquietante e incómoda, especialmente para muchos adultos. Su creencia de que los niños deben pensar por sí mismos y su placer por subvertir tanto la autoridad como las expectativas siguen siendo controvertidos. Sus libros celebran la resiliencia y el triunfo sobre la adversidad. Celebran la individualidad y el inconformismo. Carecen casi por completo de la obsesión por uno mismo. En este tiempo de redes sociales, me pregunto si los médicos no deberían prescribirlos como una especie de medicina psicológica: ¡Un manual de supervivencia para niños!”.
¿Y para adultos? Ahí va la última frase que Roald Dahl escribió en su último libro: “Quienes no creen en la magia nunca la encontrarán”.