El legado de Antonio Flores se hace inmortal ante familia, amigos y 8.000 almas
Un homenaje en Vistalegre reúne en un ambiente emocionantísimo a Lolita, Rosario y Alba Flores con una pléyade de admiradores ilustres, de Víctor Manuel a Rozalén, Vanesa Martín, El Kanka o los Carmona
Las muertes injustas y prematuras contribuyen a menudo al nacimiento de mitos, pero solo las auténticas leyendas resisten al inapelable transcurrir de las estaciones. Han pasado ya 28 años y pico de la pérdida de Antonio Flores, un periodo lo bastante extenso como para que su recuerdo se hubiera difuminado en las nebulosas del tiempo; pero aquel cancionero juvenil, confesional y corajudo, a veces juguetón, pero siempre escrito con una franqueza a quemarropa, perdura con creces en este siglo XXI. To...
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Las muertes injustas y prematuras contribuyen a menudo al nacimiento de mitos, pero solo las auténticas leyendas resisten al inapelable transcurrir de las estaciones. Han pasado ya 28 años y pico de la pérdida de Antonio Flores, un periodo lo bastante extenso como para que su recuerdo se hubiera difuminado en las nebulosas del tiempo; pero aquel cancionero juvenil, confesional y corajudo, a veces juguetón, pero siempre escrito con una franqueza a quemarropa, perdura con creces en este siglo XXI. Todo esto quedó demostrado este viernes noche en el madrileño Palacio Vistalegre, que agotó sus 8.000 localidades con ocasión del concierto colectivo Arriba los corazones, el homenaje más ambicioso y multitudinario al malogrado Flores, casi tres décadas después de aquel aciago 30 de mayo de 1995, de cuantos han reivindicado la singular figura del ídolo.
Ya lo ven. La llama no solo no se extingue, sino que resulta cada vez más abrasadora. Lo certificó su hija, Alba Flores, actriz rutilante y cantante de solvencia aún poco divulgada, que dio cuenta del himno feliz que servía para bautizar la velada. “No sabéis lo emocionante que es ver este sitio lleno de gente para cantar las canciones de mi padre. Cada versión es una ofrenda de amor”, se sinceró con tono de euforia agradecida. Y dio paso a “una reunión de amigos en el salón de casa” para la que disponíamos de un mirador privilegiado.
El legado de Antonio se ha vuelto duradero porque su amabilidad sagaz y contagiosa invita a un abrazo que no sabe de gremios, edades ni procedencias; o, dicho en términos tiktokeros, que provoca la complicidad tanto del pijo como del quinqui. Ha terminado sucediéndole lo mismo a Lola Flores, salvando las distancias: en este año del centenario muchos cayeron en la cuenta de que la teórica musa franquista tenía mucho de adelantada a sus tiempos. Y además sucede que en esa bendita familia no parecen consentir la ausencia de talento, a juzgar por el garbo y aplomo con que Guillermo Furiase, hijo de Lolita (y sobrino, en consecuencia, de Antonio), dio cuenta de Mi habitación y de Juan El Golosina, con la inesperada incorporación de la guitarra de Raimundo Amador en el último tramo.
Y luego estaban los ilustres, que agrandaron el repertorio original desde esa misma perspectiva ecléctica que manejaba el bueno de Antonio González Flores. Rozalén imprimió una hondura casi de soul a No puedo enamorarme, que ya en su origen aplicaba las enseñanzas del Knockin’ on Heaven’s door dylanita. Isla de Palma, una de las más evidentes joyas de la corona, se la apoderó Victor Manuel, siempre reseñable, pero instalado en un duradero estadio de gracia desde que abrazó la condición de septuagenario, y hace seis años de eso. Y tanto Andrés Suárez como Vanesa Martín radiografiaron con El indio y Siete vidas el alma de cantautor que también latía en las entrañas de aquella estrella atribulada y fugaz.
Todo sonaba sincero, auténtico y sentido en una noche donde se festejaba al familiar, amigo o icono sin necesidad de buscar la excusa de una efeméride; en el fondo, la mejor prueba de que ese repertorio dolorosamente exiguo es también imperecedero.
Rozalén equiparó a Antonio con Enrique Urquijo y Antonio Vega en el triunvirato en que mirarse “en busca de la sensibilidad”. El Kanka se sintió tan cómodo con Ese beso que cualquiera la habría confundido con uno de sus originales. Sole Giménez sublimó el aliento brasileño de un Sabor sabor que acabaría virando hacia el jazz latino. Y los nutrientes aflamencados, indispensables en último extremo para la fórmula, los fueron asentando Chonchi Heredia o Chambao antes de que la familia Carmona invitara a la jarana ya en el último tramo de la fiesta.
Dispusieron los Flores esa banda suya tan curtida en muchos cruces de caminos (¡ese John Parsons a la guitarra!), una docena de efectivos que tan pronto acunaba con los aires de americana de Cuerpo de mujer a David Summers (su hijo Dani era el guitarrista) como afilaba metales y colmillo eléctrico para rubricar Tan solo rock&roll de la mano de Johnny Burning. Solo habría faltado que la acústica del recinto fuera un poco menos embarullada, pero hasta en eso Vistalegre ha mejorado desde sus años de pesadillas cacofónicas.
Y faltaba aún el colofón, impregnado de confidencias familiares compartidas en carne viva, sin circunloquios ni medias voces. Aguantaron el tipo todas, agigantadas por el recuerdo del ser querido, íntegras incluso entre mares de lágrimas. “Fue muy difícil perderle tan pronto, pero me sirvió para aprender que el amor no se puede medir en tiempo”, reflexionó Alba González Villa, de vuelta a las tablas para rescatar La estrella, su más íntima debilidad del repertorio paterno. Pero la gran pregunta de la noche, la que ningún oráculo podrá nunca responder, la formuló Lolita: “Si no se hubiera ido, ¿adónde habría llegado Antonio Flores?”. Lo clamó medio pachucha y entre pucheros, pero suyo fue lo mejor de la velada: una desgarradora y enorme La espina que le brotó desde las entrañas mismas.
“Después de tantos años sin él, parece que está aquí, que le voy a ver”, suspiró Rosario, arrodillada ante el público y ante la memoria del ausente. Y enlazó su primera composición propia, Qué bonito (“en realidad, me la mandó él desde el cielo”) con No dudaría, clásico fraternal entre los clásicos, aunque no necesariamente lo mejor que nos legó Antonio. Duele pensar en todo lo que se quedó sin compartir, pero queda el consuelo de saberle instalado para siempre en la octava de las vidas de todo buen gato: la de la inmortalidad.