Cristina Fernández Cubas: la realidad sorprendida en un descuido

La ganadora del Premio Nacional de las Letras injertó el género fantástico en la emergente literatura de la Transición española

Fiesta del 25º aniversario de la editorial Tusquets, en 1994. De pie, Jorge Edwards, Carlos Trías, Antonio Colinas, Antoni Marí, Manuel Talens, Cristina Fernández Cubas, Luis Sepúlveda, Almudena Grandes, Mercedes Abad, Mario Vargas Llosa y Oscar Tusquets. Sentados, Luciano G. Egido, Beatriz de Moura y Jorge Wagensberg.

Los premios, ya se sabe, valen lo que vale su tino, y el Nacional de las Letras acierta de pleno al distinguir a Cristina Fernández Cubas. El año que se instituyó el premio, en 1984, la autora catalana ya había publicado dos colecciones de cuentos de misterio, Mi hermana Elba (1980) y Los altillos de Brumal (1983). Con ellos injertó en la emergente literatura de la Transición un género, el fantástico, que se remontab...

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Los premios, ya se sabe, valen lo que vale su tino, y el Nacional de las Letras acierta de pleno al distinguir a Cristina Fernández Cubas. El año que se instituyó el premio, en 1984, la autora catalana ya había publicado dos colecciones de cuentos de misterio, Mi hermana Elba (1980) y Los altillos de Brumal (1983). Con ellos injertó en la emergente literatura de la Transición un género, el fantástico, que se remontaba a Edgar Allan Poe y contaba con maestros latinoamericanos como Borges y Cortázar pero también como Felisberto Hernández o Silvina Ocampo.

Aquellos libros establecieron la posibilidad en España de una narrativa de lo insólito desasosegante, una ficción destinada a avivar en el lector miedos atávicos o explotar sus aprensiones e inseguridades y que oscilaba entre lo fantástico y lo terrorífico (gótico o no), entre lo siniestro cotidiano y la amenaza de lo oculto. Eran, además, toda una osadía (o una temeridad) en un mercado literario en el que el cuento seguía siendo un pariente muy pobre.

Tras un desvío novelesco con El año de Gracia (1985), en 1990 ya regresó a sus impecables historias extrañas con El ángulo del horror, en el que arrinconaba a sus lectores sin necesidad de recurrir a la parafernalia de lo sobrenatural. La búsqueda del efecto inquietante en mundos verosímiles, sin graves transgresiones de su normalidad, continuaría en los cuentos de Con Ágata en Estambul (1994) y, doce años después, en las tres nouvelles de Parientes pobres del diablo (2006), que, al obtener el premio Setenil, dieron inicio al reconocimiento del supremo talento de esta escritora despaciosa y concienzuda.

Sin prisa, el nuevo volumen de cuentos, La habitación de Nona, salió en 2015; era un libro orgánico —como todos, perfectamente estibado, en expresión suya— donde los relatos dialogaban entre sí. Mereció el premio de la Crítica y un año después llegó el Nacional de Narrativa. Desde entonces la escritora ha mantenido un discreto retiro, apenas roto por la recuperación este año de El columpio, una novela corta de 1995 que subvierte el motivo del retorno a la infancia como epifanía.

El premio Nacional de las Letras vuelve, pues, a dar en la diana y es para celebrarlo. En Cristina Fernández Cubas distingue a una narradora minuciosa que ha escudriñado como nadie los ademanes ominosos, las inesperadas contravenciones de la realidad, y ha contado con una rara pericia cómo a veces nuestra normalidad descuadra, cómo parece haber conspiraciones en la sombra que ponen en cuestión nuestras certezas. Incluida la de nuestra identidad individual.

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