A esto se le llama triunfar

Hubo un tiempo en que la fama se podía soportar desde el anonimato

El escritor y doctor en Medicina Pío Baroja (1872-1956).EFE

Un domingo de principios de los años 50 del siglo pasado Camilo José Cela acompañaba a Pío Baroja por la Gran Vía de Madrid cuando por sus aceras el gentío que a media tarde iba a los cines y a los teatros hacía muy difícil abrirse paso. Pío Baroja era entonces un anciano que tenía un diseño propio, la barbita blanca, la boina, la bufanda, el gabán, las botas gastadas. Cuenta Cela que en el trayecto que va des...

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Un domingo de principios de los años 50 del siglo pasado Camilo José Cela acompañaba a Pío Baroja por la Gran Vía de Madrid cuando por sus aceras el gentío que a media tarde iba a los cines y a los teatros hacía muy difícil abrirse paso. Pío Baroja era entonces un anciano que tenía un diseño propio, la barbita blanca, la boina, la bufanda, el gabán, las botas gastadas. Cuenta Cela que en el trayecto que va desde Cibeles a la plaza de España, prácticamente la travesía del corazón de la ciudad, ningún peatón volvió la cabeza ni hizo el menor comentario. Pío Baroja, un escritor que había publicado más de cien novelas, no fue reconocido físicamente por nadie.

Hubo un tiempo en que la fama se podía soportar desde el anonimato. Los autores solo eran conocidos por la foto que aparecía en la solapa de sus libros o en un periódico a raíz de algún homenaje o evento literario en que se veía a los contertulios arrumbados de pie en el fondo de un restaurante o a lo largo de las mesas llenas de botellas y de vasos. A pie de foto se podía leer: ”Arriba, el tercero por la derecha, es García Lorca, el quinto sentado a la izquierda es Alberti”. Esa imagen que con el tiempo se volvía amarilla creaba mitología en torno a un autor al que muy pocos habían visto en carne mortal. En cambio, hoy su figura se ha abaratado debido a que los escritores están obligados por las editoriales a participar en la promoción de su obra, se les puede ver con la lengua fuera por todos los aeropuertos, en todos los saraos y como parte del producto literario son devorados por los medios de comunicación.

La vida de Miguel podía dividirse en dos, antes y después de salir en televisión. Fue en 1977. Mientras era un joven anónimo que soñaba con ser director de cine o escritor y toda su ambición terminaba arrastrando los zapatos por Madrid sin una dirección determinada, el portero de su finca apenas levantaba la cabeza cuando atravesaba el vestíbulo. Ni siquiera respondía a sus saludos si se había demorado en darle alguna propina. Pero, he aquí que un día rodó a su favor la bola de la fortuna y ganó un premio literario muy sonado en Madrid y al día siguiente fue llevado a televisión española, la única que había entonces y que veían 20 millones de españoles, donde una pareja de periodistas muy populares, Yale y Tico Medina al alimón, le hicieron una entrevista de 20 minutos. Esa misma tarde al volver a casa, en el momento de cruzar el vestíbulo, el portero salió alborozado de su garita para felicitarle, le dio un gran abrazo y exclamó: “Acabo de verlo a usted en televisión”. Miguel le dijo que pasaba varias veces al día por delante de sus ojos y ni siquiera le miraba. El portero dijo: “Le miraba, pero no lo veía. Ahora ya se quién es usted de verdad. A partir de hoy, para los que quiera de mí, aquí estoy”

En efecto, Miguel se había convertido en un tipo que había salido en televisión, un suceso que en aquel tiempo casi imprimía carácter, y a partir de ese momento comenzó a notar sus ventajas. Por ejemplo, aquella farmacéutica tan estricta le vendió por primera vez unas pastillas sin receta, en el restaurante donde solía comer tenía siempre una mesa aunque no la hubiera reservado, y en el barrio era saludado por el verdulero, el pescadero, la estanquera, el dueño del bar, el cartero y su coche tenía cierta preferencia en el taller. Miguel fue llevado por la gente de la editorial por distintas ciudades de España para presentar la novela premiada.

Pronto se dio cuenta que más importante que la obra era caer bien al público y a los periodistas que le interrogaban, le fotografiaban, le exprimían con el bolígrafo en mano sin que les importaran las respuestas. A medida que pasaba el tiempo y los medios de comunicación se multiplicaron hasta constituir un tupido paisaje de micrófonos, pantallas y cables llegó a pensar que su existencia era solo su apariencia. Y de la misma forma que había escritores a los que él no leería jamás solo porque no le gustaba su cara o por la idiotez que acababan de soltar en televisión o por el ego desproporcionado que tenían, lo mismo podrían pensar de él otros lectores, de modo que lo primero que debería hacer era cuidar su imagen.

Recuerda aquel momento de felicidad que sintió el primer verano cuando en una sala de fiestas al aire libre de noche el presentador desde el escenario micrófono en mano anunció: “Se encuentra con nosotros el escritor…”. Y a continuación pronunció su nombre. Pensó que había llegado a la fama, pero no sonó ningún aplauso. Aquella noche Miguel se dio cuenta que ser escritor consistía en escribir, que este era un oficio como otro que había que hacer bien, como un albañil, como un panadero. Publicar y ser leído sin ser reconocido como Baroja en la Gran Vía le parecía un sueño feliz.

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