Pijos macarras: los niños bien, hijos de las clases altas, que se hicieron malotes tras la Transición
El antropólogo cultural Iñaki Domínguez, experto en ‘macarrología’, recupera en un ensayo la historia de la Panda del Moco, que operó en Madrid entre los años ochenta y noventa, entre la lucha contra la chavalería proletaria y las ganas de diversión
Cuando hablamos de macarras, maleantes, pequeños delincuentes urbanos, solemos imaginar a jóvenes extraídos de las clases más desfavorecidas y populares, de los barrios obreros, como lo fueron, por ejemplo, los quinquis que poblaron los extrarradios de las crecientes urbes españolas en los años sesenta, setenta y ochenta, cuando se dieron fuertes procesos de industrialización y emigración del campo a la ciudad. Descampados, heroína, atracos a farmacias y tirones...
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Cuando hablamos de macarras, maleantes, pequeños delincuentes urbanos, solemos imaginar a jóvenes extraídos de las clases más desfavorecidas y populares, de los barrios obreros, como lo fueron, por ejemplo, los quinquis que poblaron los extrarradios de las crecientes urbes españolas en los años sesenta, setenta y ochenta, cuando se dieron fuertes procesos de industrialización y emigración del campo a la ciudad. Descampados, heroína, atracos a farmacias y tirones a bolsos. Pero las clases adineradas también han dado sus cachorros peligrosos: los pijos macarras, los pijos chungos, los pijos malotes.
“Con la llegada de la Transición los hijos de las élites se preocupan por perder los privilegios del franquismo, muchos de ellos deciden combatir a las crecientes clases proletarias en las calles, vinculados a la extrema derecha”, explica el antropólogo cultural y macarrólogo Iñaki Domínguez. En su nuevo libro no estudia esa primera generación de macarras de buena cuna, sino un icónico grupo surgido ya durante los ochenta: la Panda del Moco. “Estos chavales seguían siendo de derechas, pero no estaban tan politizados; de hecho, se registraron peleas con la Fuerza Joven de Fuerza Nueva o con la Primera Línea de Falange”, cuenta Domínguez, cuyo libro se titula La verdadera historia de la Panda del Moco (Ariel). Al igual que el resto de la sociedad española, se iban despolitizando y entrando en el cómodo hedonismo de la sociedad de consumo; eran también los tiempos de la Movida madrileña.
La ‘macarrología’
En los últimos años, Domínguez ha realizado una minuciosa labor de recuperación de la historia y sociología del macarrismo español. Comenzó con Macarras interseculares (Melusina, 2020), obra de iniciación en este submundo. Luego llegó Macarrismo (Akal, 2021), en el que iba de lo local a lo universal para elaborar algo así como una teoría general del macarra. En Macarras ibéricos (Akal, 2022) salía del ámbito madrileño para investigar otros lugares como Barcelona (el barrio de La Mina), Sevilla (las Tres Mil Viviendas), A Coruña o Bilbao. Con su trabajo ha vuelto a ofrecer al lector contemporáneo bandas olvidadas de diferentes épocas, como los Miami o Los Ojos Negros, tribus de skaters, neonazis o grafiteros, o a personajes como el boxeador Dum Dum Pacheco o el rocker Juanma El Terrible. En esta última entrega es cuando gira el foco hacia los macarras de las clases altas.
Los pijos chungos de la época vestían camisetas Caribbean, pantalones Levi’s, chaqueta vaquera con borreguillo, zapatillas New Balance y gafas Ray Ban; por supuesto, los característicos plumíferos Pedro Gómez. Conducían coches Golf GTI por los distritos adinerados de Madrid, que, en una ciudad tan segregada espacialmente, se encuentran nítidamente al norte. Dominaban el cotarro en discotecas pijas como Pachá, Look, Oh! Madrid o Tartufo. Eran las ovejas negras de los colegios privados. Se trataba de buscar pelea con punkis, heavies, grupos de chavales gitanos, etcétera, y de cometer grandes gamberradas, trapicheos o pequeños delitos, muchas veces por diversión. Eran expertos en artes marciales como el full contact, porque eran acérrimos seguidores de las películas de acción y de toda la cultura de consumo que llegaba desde Estados Unidos. El autor los compara con los Cobra Kai, archienemigos del protagonista de Karate Kid, aunque se adelantaron unos años a la película.
De hecho, uno de sus puntos de encuentro era el VIPS del madrileño paseo de la Habana, un restaurante estilo diner, donde podían comer hamburguesas, pizza y batidos, también como en las películas, cuando ese tipo de gastronomía no era tan común en España, sino una novedad llegada del otro lado del charco. “Eran chavales menos politizados y más hedonistas, como la gente de la Movida y, en general, toda la sociedad”, dice Domínguez. Respondían a los motes del Francés (de nombre real Loic Veillard, que continuó su carrera delictiva), el Judío, Pablo Full; el Italiano o el Garrul, y tenían entre 15 y 20 años. Muchos los habían visto en persona, para otros eran solo cosa de habladurías, casi un mito terrorífico en el que mejor no pensar demasiado.
Ingresos por traumatismos craneales
Una crónica de EL PAÍS de 1987, firmada por Carlos Fresneda, recoge el testimonio de varios jóvenes que aseguran haber sido agredidos por la Panda del Moco en la discoteca Pachá. Los agresores, cuenta la crónica, usaron bates de béisbol y nudillos metálicos, y una de las víctimas permaneció una semana ingresada como consecuencia del traumatismo craneal provocado por los golpes. “Tienen entre 17 y 20 años, visten de lo más pijo y van por ahí provocando y con ganas de pelea”, dice en el artículo una joven que prefirió ocultar su identidad.
Los pijos macarras gozaban en los primeros ochenta de la impunidad que sus orígenes familiares les proporcionaban: saliendo del franquismo, la policía, no demasiado transformada por los aires del cambio democrático, solía hacer la vista gorda con los hijos de las élites, cosa que fue cambiando con la maduración del sistema. “En los noventa ya les daba los palos que le daba a cualquiera”, asegura el autor. No fueron la única banda de pijos malos; el autor enumera otras como la Banda del Huevo, los Mantecos o los Tigres del Jácara. De la figura del pijo malo también se destiló otra figura icónica de los noventa: “el bakala malote”, que, viniendo de otra extracción social, compartía varios elementos estéticos con el pijo chungo.
La Panda del Moco desapareció en algún momento de la historia: no se trataba de una banda con límites definidos ni ritos de iniciación, no se repartían carnés ni membresías, eran simplemente un grupo variable de amigos, de modo que, como otras bandas, tuvo contornos difusos y, de hecho, con el tiempo fueron apareciendo otros grupúsculos que también fueron tomados por, o se llamaron, la Panda del Moco, en una sociología fluida que funcionaba por imitación.
La calle en el auge de la extrema derecha
En la actualidad se vive un auge de la extrema derecha en buena parte del orbe terrestre. ¿Afecta a lo callejero? “Yo creo que al estar dentro de lo institucional se relaja el rollo callejero”, explica Domínguez, “en los años noventa vivimos un gran aumento de la actividad de skinheads neonazis perfectamente reconocibles por su atuendo. Hoy los extremoderechistas puedan pasar desapercibidos, con sus peinados modernos y sus tatuajes”.
Lo cierto es que las estéticas consideradas o modernas o subculturales lo han ido cooptando todo, y los tatuajes, por ejemplo, ya no son cosa de marineros o presidiarios, sino también de futbolistas de élite o policías nacionales. Existe, además, algo que podríamos llamar la aporofilia (si la aporofobia acuñada por la filósofa Adela Cortina es el rechazo al pobre, la aporofilia podría entenderse aquí como una imitación del pobre). “Puedes estar incluso por el barrio de Salamanca y ver cómo muchos pijos adoptan estéticas barriales, de traperos o macarras. Las chicas van con las uñas largas y los aros dorados en las orejas como las chonis de barrio”, señala el antropólogo. Uno de los puntos de partida de esa tendencia podría estar en la película Yo soy la Juani (Bigas Luna, 2006), pero también en el crecimiento del movimiento del trap en los últimos años. Ser barriobajero y canalla es lo que mola, incluso en los barrios altos.
En aquellos años de los pijos macarras había, al contrario, jóvenes de raigambre obrera que se vestían como pijos porque, al fin y al cabo, ser pijo puede ser una extracción social, pero también una tribu urbana. “Aquello estaba mal visto, claro: cuando los pijos detectaban a un chaval proletario que se disfrazaba para ligar, con calcetines blancos, le llamaban C.B. [Calcetines Blancos] e iban a por él. Era parte de los objetivos naturales de la Panda del Moco”, dice Domínguez, que concluye con otro análisis: “Visto desde un punto de vista marxista podría decirse que poner de moda la estética de la pobreza en la actualidad sirve para hacer que la gente se acostumbre a ser pobre”.