Cormac McCarthy: el fin de una época en la literatura estadounidense
Con la muerte del autor de ‘Meridiano de sangre’ desaparece uno de los últimos representantes de la extraordinaria generación de creadores nacidos en los años treinta, que incluyó a Sylvia Plath, Susan Sontag, Joan Didion o Philip Roth
La muerte de Cormac McCarthy marca el fin de una época en la historia reciente de la literatura estadounidense. Sin la menor duda, su efecto se hará sentir a escala global. El autor de Meridiano de sangre abrió nuevos caminos más allá de las fronteras de su país. La implacable plasticidad de sus historias, de una belleza brutal, se plasmaba en imágenes indelebles que se adaptaban con suma facilidad al lenguaje cinematográfico. Las narraciones de McCarthy son un...
La muerte de Cormac McCarthy marca el fin de una época en la historia reciente de la literatura estadounidense. Sin la menor duda, su efecto se hará sentir a escala global. El autor de Meridiano de sangre abrió nuevos caminos más allá de las fronteras de su país. La implacable plasticidad de sus historias, de una belleza brutal, se plasmaba en imágenes indelebles que se adaptaban con suma facilidad al lenguaje cinematográfico. Las narraciones de McCarthy son una invitación a asomarse a un abismo incómodo que puede resultar peligroso porque en él se refleja lo más oscuro de la condición humana. Su desaparición deja un vacío que invita a preguntarse por el futuro de la literatura en general y de las letras estadounidenses en particular.
Discutible, pero casi siempre certero; Harold Bloom afirmó en su día que los cuatro pilares sobre los que se sustentaría la literatura norteamericana del futuro eran Cormac McCarthy, Philip Roth, Don DeLillo y Thomas Pynchon. Los dos primeros, contemporáneos exactos, nos han dejado. Los otros dos presiden con autoridad la escena literaria de su país desde la sombra. Lo llamativo del cuarteto de Bloom es que todos sus integrantes nacieron en los años treinta del pasado siglo XX, solo que faltan nombres. Añadámoslos, ordenándolos por orden de nacimiento: 1930, John Barth; 1931, Toni Morrison; 1932, Sylvia Plath, Robert Coover y John Updike; 1933, Philip Roth, Cormac McCarthy y Susan Sontag; 1934, Joan Didion y Janet Malcolm; 1935, E. Annie Proulx; 1936, Don DeLillo; 1937, Thomas Pynchon; 1938, Raymond Carver y Joyce Carol Oates.
A efectos de estatura literaria, ni un solo nombre está de más. Plath, poeta de primer orden, escribió una novela memorable, La campana de cristal. El legado de Sontag, Didion y Malcolm, tres de las figuras intelectuales más prominentes de las últimas décadas en su país, sigue plenamente vigente hoy. Como cuentista, nadie igualaría a Carver en mucho tiempo. Menos conocido hoy, la importancia de Robert Coover, uno de los pioneros del posmodernismo, no se puede exagerar. El caso de Updike es significativo. Campeón del costumbrismo, su figura, en tiempos colosal, se va apagando de manera irreversible poco a poco.
Por el contrario, pese a los intentos por cancelarlo por motivos de corrección política, Roth ha resultado ser indestructible. Bloom era ajeno a ese tipo de planteamientos, pero si se quiere buscar un cuarteto de narradoras comparable al suyo dentro de la misma década, es de justicia mencionar a Toni Morrison, Joyce Carol Oates, E. Annie Proulx y Marylinne Robinson (esta última nacida en los años cuarenta). El calibre de Morrison fue reconocido con la concesión del Premio Nobel en 1993. Heredera de Virginia Woolf y William Faulkner a partes iguales, a ella se debe en buena medida la configuración de grandes zonas del mapa literario de los Estados Unidos en la actualidad.
Las demás integrantes del cuarteto no le van a la zaga. Las señas de identidad de Proulx tienen mucho en común con el mundo de McCarthy, por su sentimiento salvaje del paisaje y su afección por el peligro y los personajes desarraigados. Aunque no llega a las cotas de crueldad del autor de La carretera, está a su altura como narradora. Publicó su primer libro a los 55 años. Campeona del ecologismo y ganadora del National Book Award en 1994 por Atando cabos, sobre todo es conocida porque su novela corta Brokeback Mountain, una historia de amor entre dos cowboys, fue llevada a la pantalla y galardonada con tres Oscar. Joyce Carol Oates es un caso sobrenatural. Autora de un corpus de sesenta novelas, muchas de ellas de extraordinario mérito, el retrato de Estados Unidos que lleva a cabo en el conjunto de su producción no es menos notable que el de ninguno de los miembros del cuarteto de Bloom. Tan poco prolífica como Proulx, Marilynne Robinson es una narradora de una profundidad psicológica exquisita dentro de cuya brillante trayectoria quizá quepa destacar Gilead, novela con la que ganó el Pulitzer.
En cuanto a las cuestiones de género, resulta interesante ver la postura de las autoras mismas. En una aguda reseña de No es país para viejos, Oates ironizaba a propósito de la estética de la masculinidad cultivada respectivamente por Updike y McCarthy, señalando que había más erotismo en el tratamiento de la violencia practicado por McCarthy que en el tratamiento explícito de la heterosexualidad en Updike. Proulx rechaza este tipo de distinciones. Cuando supo que un concurso literario al que se había presentado estaba restringido a las mujeres, retiró su nombre diciendo que para ella solo cabía hablar de individuos cuyo oficio es la escritura.
Si nos atenemos a este criterio, los dos individuos de la generación de McCarthy, cuyo oficio es la escritura de mayor altura, que quedan tras la desaparición del autor de Meridiano de sangre son, en cuanto a su solidez artística, su proyección y su capacidad de inventiva, Don DeLillo y Thomas Pynchon. Los dos, cada uno a su manera, han cambiado el curso de la literatura de nuestro tiempo con su obra.
Si hay un nombre que se ha ganado el respeto unánime de sus compañeras y compañeros de profesión en Estados Unidos, es Don DeLillo. Tras dejar obras monumentales como Ruido de fondo o Submundo, DeLillo entró en una etapa cada vez más sutil, con títulos como The Body Artist, Punto Omega, Cero K o los cuentos de El ángel esmeralda. Las novelas de Don DeLillo son obras de grandeza sosegada y su prosa, la de mayor calidad que se escribe en Estados Unidos hoy. El consenso universal es que nadie escribe frases como las suyas. DeLillo, un hombre sencillo que nunca fue huidizo ni esquivo, desapareció de la vida pública tras la aparición de El silencio en 2020. El sentimiento que inspira su ausencia es respeto. Tuve el honor de entrevistarlo en cuatro ocasiones. La última, concedida con motivo de la publicación de El silencio, tuvo lugar por teléfono y fue muy breve. Durante los 20 minutos que duró se mostró cansado y con dificultades para hablar. Tras su retiro absoluto, la sospecha es que nunca volverá a publicar. El caso de Pynchon es radicalmente distinto. Comparte con Cormac McCarthy el desdén por cuanto tiene que ver con la banalidad de la vida literaria. Galardonados con los premios más prestigiosos de su país, el Pulitzer y el National Book Award, ninguno acudió a recogerlos. Pynchon incluso envió en representación suya a un payaso.
Desaparecida la figura formidable de Cormac McCarthy, entra en juego la sombra del olvido. Enigmáticamente, David Foster Wallace vaticinó que de Pynchon sobreviviría quizás un 25%. Habría que preguntarse en qué parte de su obra estaba pensando porque, como ocurre con DeLillo o McCarthy, hay varios Pynchon. Revolucionó el concepto de literatura con novelas como V o El arco iris de la gravedad. La lista de autores que se han declarado en deuda con él (William Vollman, Richard Powers, David Mitchell, Dave Eggers, Salman Rushdie, por citar algunos) es interminable. Tras transformar el panorama literario de su tiempo se hizo más accesible. Lo irónico es que es su obra más difícil y revolucionaria la que hoy resulta más ilegible. El propio David Foster Wallace, cuyo suicidio hizo de él una figura mítica, ha sucumbido a su propio veredicto. Entre las nuevas generaciones cada vez son menos quienes se deciden a asomarse a La broma infinita. En cuanto a Pynchon, su enigmático silencio sigue siendo inexpugnable. La desenfadada Al límite, su última novela, se publicó hace diez años. ¿Volveremos a leer un libro suyo? Cuando un McCarthy de aspecto jovial publicó El pasajero y Stella Maris hace unos meses, nada permitía sospechar que la muerte acechaba a la vuelta de la esquina. Tal vez él fuera el único en saber que el silencio en que había entrado era definitivo.