Hay inteligencias artificiales, carcas y horteras, que responden como el ‘cuñao’

La inteligencia humana también es artificial: el desarrollo de prejuicios culturales y esquemas de conocimiento podría compararse con una programación cifrada a partir del discurso dominante de los vencedores

Una mujer utilizando una pantalla táctil en un kiosco digital.ANGEL SANTANA (Getty Images)

Hasta el momento solo he escrito una novela con referentes en la ciencia ficción, un género que ni es ciencia ni es ficción: con pretensión política, se fotografía la realidad colocándola en el futuro y jugando con los límites lingüísticos para provocar un desconcierto basado en la retórica de las neolenguas. Desde esta experiencia imaginativa, quiero reflexionar sobre la inteligencia artificial, porque nuestra int...

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Hasta el momento solo he escrito una novela con referentes en la ciencia ficción, un género que ni es ciencia ni es ficción: con pretensión política, se fotografía la realidad colocándola en el futuro y jugando con los límites lingüísticos para provocar un desconcierto basado en la retórica de las neolenguas. Desde esta experiencia imaginativa, quiero reflexionar sobre la inteligencia artificial, porque nuestra inteligencia humana tiene un componente natural, pero también tiene algo artificial: el desarrollo de prejuicios culturales y esquemas de conocimiento podría compararse con una programación cifrada a partir de los datos del peso de la historia de los vencedores y sus discursos dominantes.

Nuestra interiorización del machismo o las bondades de la desregulación del mercado se identifica con esa ideología invisible que nos programa: existir humanamente es hacernos preguntas para salir de esa tela de araña pegajosa. La cultura, como fuente nutricia, forma parte de esos artificios que asimilamos orgánicamente. Lo aprendido, lo ajeno, se nos mete en la carne. Por otro lado, los experimentos populares de las IA que llegan a nuestros móviles no ponen en peligro un concepto de creación artística, literaria, que asuma riesgos y no se limite a repentizar lo conocido desde el arquetipo más tóxico; esto último es lo que hacen precisamente las IA populares: calificar las idiosincrasias de comunidades autónomas reduciéndolas al tópico —andaluces, perezosos; madrileños, prepotentes—; seleccionar las naciones con las personas más bellas —India, Estados Unidos, Ucrania, Japón, ningún país africano—.

Estas IA cronifican nuestra estulticia, IA comerciales, horteras, parecen sacadas de un chiste con cuñao y de un medio de comunicación sensacionalista. El sesgo ideológico se agranda en manchurrón y las IA, puestas a escribir novelas, reproducirán esquemas de una literatura bestsellerizada. La gentrificación estilística se repetirá en un bucle infernal, igual que se repite en el centro de esas grandes ciudades en las que buscamos una franquicia de café con leche en vaso de papel reciclable para conectarnos al wifi y sentirnos como en casa mientras amortiguamos las contradicciones y conflictos que pueda producirnos un entorno ajeno. La gentrificación urbanística y la gentrificación de la página literaria nos salvan de sentir extrañeza, estupor, el punto de partida para el aprendizaje.

Lo inquietante es que, mientras los seres humanos nos acomodamos y convertimos la resiliencia en el objetivo de nuestra vida, otras IA quizá adquieran un acervo léxico superior a las 1.500 palabras organizado en una sintaxis compleja: Jorge Carrión y el Taller Estampa han trabajado en Los campos electromagnéticos con las posibilidades juguetonas de códigos artificiales conectando con la transgresión surrealista, subrayando los vínculos entre artesanía y magia en el arte, hablando del amor entre seres humanos y máquinas que hoy se concreta en la pasión por el teléfono móvil y antes cobró la forma literaria de la pasión de Nataniel por el cuerpo mecánico de Olimpia. Estudian una robótica que no se aplique solo al marketing y a la manipulación política.

Por último, comparto con ustedes un temor: el mercado laboral se va a transformar, se van a producir despidos masivos, se van a romper sueños y vidas. Pero la responsabilidad de esa transformación —quizá debamos replantearnos si el progreso siempre coincide con el avance del tiempo sobre la línea de la historia— no será de unas IA, no lo suficientemente emancipadas, sino de los seres humanos que controlan el coltán del Congo, redes sociales, palabras eslogan, enchufes. Al algoritmo fantástico le cargan el muerto del deseo —tan humano— del control y la acumulación de capitales. Como si el pobre Frankenstein siempre tuviese la culpa de todo.

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