Víctor Erice conmueve con su canto al cine como identidad y memoria
‘Cerrar los ojos’ bucea en los restos del naufragio de un cineasta sin películas interpretado por Manolo Solo que busca a su mejor amigo, un actor con amnesia en la piel de José Coronado
En Tiempo de vivir, tiempo de revivir, memoria de Antonio Drove sobre su encuentro con el cineasta Douglas Sirk y sobre la construcción de una identidad a través del cine, Drove decía: “De repente, me doy cuenta de cuál es la verdadera trama de este Tiempo de revivir: es la historia de una filiación, la búsqueda de un padre”. Es imposible no evocar a Drove y a otros tantos amigos de ...
En Tiempo de vivir, tiempo de revivir, memoria de Antonio Drove sobre su encuentro con el cineasta Douglas Sirk y sobre la construcción de una identidad a través del cine, Drove decía: “De repente, me doy cuenta de cuál es la verdadera trama de este Tiempo de revivir: es la historia de una filiación, la búsqueda de un padre”. Es imposible no evocar a Drove y a otros tantos amigos de Víctor Erice, de Manolo Marinero a Jos Oliver, después de ver su última película, la conmovedora Cerrar los ojos, relegada por la dirección del festival de forma inexcusable a una sección residual como Cannes Première pese a que existía la posibilidad de que hubiese inaugurado la Quincena de cineastas con una sesión homenaje y a la enorme expectación despertada ante el último largometraje del director de El espíritu de la colmena.
Cerrar los ojos es la historia de un reencuentro, el de dos amigos que se perdieron la pista cuando uno de ellos desapareció, y de la fe perdida en el cine como identidad y memoria. Uno era el director de una película que viajaba a Shanghái y el otro, su actor principal, cuya huella se borró de forma misteriosa en medio del rodaje dejando la película inacabada. La voz de Erice se cuela en el arranque del filme, cuando se congela la imagen de aquella aventura truncada y el propio cineasta nos introduce en la historia. A partir de ahí, la película bucea en los restos del naufragio de un director sin películas interpretado por un gran Manolo Solo que busca a su mejor amigo, un actor con amnesia en la piel de José Coronado, que está espléndido.
Para la generación de Erice, de 82 años, el cine es una historia de familias elegidas y de vieja camaradería. El cine como milagro y religión. Por eso, en uno de los momentos más bonitos de esta emocionante película, un grupo de amigos se sientan alrededor de una mesa frente al mar y cantan My Rifle, My Pony, and Me, himno del clásico de Howard Hawks Río Bravo y de todos los amantes del wéstern. La secuencia provocó tal descarga de sentimientos en la sala Debussy que el público prorrumpió en una ovación cerrada.
En Cerrar los ojos palpitan muchas películas, pero sobre todo las del propio Erice, también las que fueron mutiladas o jamás rodadas. Viajamos a El Sur a través de un baúl lleno de tesoros que evocan los libros de Stevenson que se quedaron por aquel camino; de la mano de dos secuencias del más hermoso celuloide, descubrimos maravillados qué podría haber sido La Promesa de Shanghái o volvemos a ver a Ana Torrent abrir sus ojos e invocar su identidad como lo hacía al final del El espíritu de la colmena.
Aquella vieja pantalla de un cine de la posguerra encuentra ahora su reflejo en la memoria perdida de un padre amnésico, Coronado, cuyos ojos cerrados y el sonido de una bobina cierran el círculo que se abrió hace cincuenta años. Torrent tiene otra secuencia preciosa junto a Manolo Solo en la cafetería del Museo del Prado, el único lugar que para Erice rivaliza con una sala de cine y en el que tanto se ha alimentado su ojo de cineasta.
Cerrar los ojos es una película austera, de largos diálogos, y con esos fundidos en negro marca de la casa que permiten al espectador establecer su propia respiración y vínculo con la pantalla. Crece de forma extraordinaria en su tramo final, a partir de la llegada a la humilde residencia de ancianos. Todo lo que ocurre entonces, su manera de llegar a la esencia, justifica el mito de Víctor Erice.
El cineasta ha sido el gran ausente de un festival al que acudió por primera vez en 1962 como periodista, cuando tenía 21 años y escribía para la legendaria revista Nuestro Cine. También fue jurado en 2010, cuando Apichatpong Weerasethakul se llevó La Palma de Oro por Uncle Boonmee Who Can Recall His Past Lives. En 1983 presentó aquí El Sur y, en 1992, junto al pintor Antonio López, El sol del membrillo, con la que obtuvo el Premio del Jurado. Fue precisamente Antonio López quien le dijo a Erice que el cine nació cuando el hombre ya era demasiado viejo, y este lunes, precisamente el mismo día que otro cineasta-epígono, Aki Kaurismäki, presentaba otra obra maestra, Fallen Leaves, esa tristeza crepuscular cortó la respiración de un público que volvió a creer en un arte irremplazable.