Marta Agudo, lo verdadero e intransferible
La poeta madrileña murió el 13 de abril a los 51 años tras cinco años de lucha contra el cáncer
Morir hoy a los 51 años es un doloroso anacronismo. Marta Agudo se nos fue el pasado día 13 de abril tras cinco años de lucha contra el cáncer. A quienes la conocimos y leímos no solo nos estremece y nos hace dudar del sentido de la existencia, sino que nos confirma en la certeza de que es en la poesía donde se marca a fuego la esencia de una vida. Cuando supe la noticia recordé, como una premonición retrospectiva, un fragmento de un poema de ...
Morir hoy a los 51 años es un doloroso anacronismo. Marta Agudo se nos fue el pasado día 13 de abril tras cinco años de lucha contra el cáncer. A quienes la conocimos y leímos no solo nos estremece y nos hace dudar del sentido de la existencia, sino que nos confirma en la certeza de que es en la poesía donde se marca a fuego la esencia de una vida. Cuando supe la noticia recordé, como una premonición retrospectiva, un fragmento de un poema de su tercer libro, Historial (2017): “porque todo lo verdadero resulta intransferible”. Lo verdadero es, en el fondo, la poesía, un hilo de luz (y de oscuridad) que proyecta el lenguaje (el poema, ese “lugar más calcinado del idioma” al que se refiriera Juan Gelman) hacia una dimensión a veces no explicable y siempre proyectada hacia el futuro. Es decir, la transferencia de lo “verdadero intransferible”, aunque suene a oxímoron, a quienes, amigos y lectores, continuamos en la vida.
Mediada la década de los noventa, asomó en el panorama poético de nuestro país una leva de autores, autoras sobre todo, que se situaban en un lugar distinto a las estéticas dominantes, de corte realista y experiencial, practicadas por quienes comenzaron a publicar en los albores de la transición política. En aquella década última del siglo XX se abrió paso una suerte de ceremonia de la diversidad, de la convivencia de estéticas, de cierta contestación a cualquier tendencia hegemónica. Eran las poetas que habían nacido en la década de los setenta y que apenas habían sobrepasado los 20 años. Marta Agudo era una de ellas. Ya desde su primer libro, Fragmento (2004 y 2022), apuntaba hacia una poesía despojada e intensa, muy preocupada por los límites de la vida, minimalista y con un poso de temblor existencialista.
La conocí en la década posterior, quizá en 2005. Era entonces directora de la colección El Lotófago, editada por la galería de arte Luis Burgos. Originalidad y riesgo se conjugaban en una serie de libros en los que dialogaron, frente a frente, poetas y artistas plásticos, asumiendo, con la iniciativa, el riesgo de lo minoritario y heterodoxo. James Shuyler, Severo Sarduy, Olga Novo, Julia Castillo, Jordi Doce, José Viñals o Eduardo Moga, junto a la propia Marta (Veracidad del mapa, en diálogo con fotografías de Cano Erhardt), fueron habitantes, entre otros, de aquel proyecto. Entonces todo era futuro, iniciativas, todo era vida en el horizonte.
En aquellos años, Marta Agudo puso de relieve que dentro de la poeta había también una crítica perspicaz y afilada. No sólo formó parte del equipo de la revista Nayagua, del Centro de Poesía José Hierro, sino que indagó en la importancia del poema en prosa en España y, en coherencia con su opción estética, se acercó a la obra lírica de José Ángel Valente: fue en 2009, con el texto Presencia de José Ángel Valente, en el homenaje que rindió al autor de Mandorla el Círculo de Lectores, además de abordar distintas vertientes de su poesía en Pájaros raíces. En torno a José Ángel Valente (2010), junto a Jordi Doce, y Valente vital (2012), con Claudio Rodríguez Fer y Manuel Fernández Rodríguez. Abordó también labores de responsabilidad en ediciones ajenas: en las de sendos libros de Ana María Navales, fallecida en 2009: Los senderos que se bifurcan. Escritores hispanoamericanos del siglo XX (2008), editada en Calambur, y de la novela póstuma El final de una pasión (2012), publicada en Bartleby casi en paralelo a la edición, con un estudio epilogal a modo de lectura, del poemario Los trescientos escalones (1977 y 2012), de Francisca Aguirre, en la misma editorial. Colaboró, además, en numerosas revistas, desde Quimera a Turia pasando por Letra Internacional, tradujo a Joan Vinyoli y formó parte de varias antologías, entre las que cabe destacar Sombras di-versas (2017), de Amalia Iglesias, o Poesía Pasión: Doce jóvenes poetas españoles (2004), de Eduardo Moga.
Pero, por encima de esa amplia labor, Marta Agudo fue una poeta rigurosa, exigente y poco dada a la palabra gratuita. Una poeta combativa y tenaz, casi vehemente en la defensa de sus convicciones literarias, que concentró su obra en cuatro intensos poemarios, combinando el verso, la prosa poética y el aforismo. Tras su primer libro, Fragmento, publicó, siete años después, en 2011, 28010. Y después, ya en con la presencia viva de la enfermedad, Historial (2017), libro en el que se apuntaban líneas de reflexión que alcanzarían niveles estremecedores en Sacrificio (2021). La meditación en torno al acecho de la muerte, a las limitaciones del ser humano ante la certeza consciente de esa sombra, se apoderan del poema con una mezcla de delicadeza, miedo, serenidad y confianza en la poesía como único lugar de consuelo. También con bordes inevitables de desesperación (“Sólo la idea de poder matarme me ayuda a vivir”, escribió). Tenemos la suerte de que de su paso (dramáticamente breve) por la vida nos quede lo “verdadero” que, paradójicamente, para ella resultaba “intransferible”: su poesía. Es su esencial transferencia. Descanse en paz.