Los poderes virtuales
La entrega #18 de ‘El mundo entonces’ trata sobre esas grandes corporaciones que manejaban el espacio virtual y lo usaban para saberlo todo sobre todos. Y los estados que también empezaban a hacerlo. Big brother era cada vez más ‘big’ y menos ‘brother’
“Sí, se puede decir que ChatGPT es un modelo revolucionario en el campo de la inteligencia artificial y el procesamiento del lenguaje natural. Uno de sus principales avances es su capacidad para generar texto coherente y relevante en respuesta a una entrada dada”, decía, sobre sí mismo, aquel pro-grama.
Ese año 2022 se cerró con una gran noticia tecno: la irrupción de la primera “inteligencia artificial” para multitudes. Se lla...
“Sí, se puede decir que ChatGPT es un modelo revolucionario en el campo de la inteligencia artificial y el procesamiento del lenguaje natural. Uno de sus principales avances es su capacidad para generar texto coherente y relevante en respuesta a una entrada dada”, decía, sobre sí mismo, aquel pro-grama.
Ese año 2022 se cerró con una gran noticia tecno: la irrupción de la primera “inteligencia artificial” para multitudes. Se llamaba “ChatGPT” y fue furor. El engendro, realmente primitivo, contestaba por escrito en un lenguaje de periódico malo y cumplía de algún modo con el antiguo requisito de Alan Turing, aquel pionero británico condenado por homosexual a mediados del siglo XX, que decía que se podría hablar de inteligencia artificial cuando hubiera “una máquina cuyas respuestas fueran indistinguibles de las de un ser humano”.
Estas lo eran, al menos, en su vanidad: cuando algún guasón le preguntaba si era revolucionario, el ChatGPT decía que sí y que había “sido entrenado en grandes cantidades de texto en varios idiomas, lo que le permite comprender y generar texto en varios idiomas. Esto lo convierte en una herramienta muy útil para la comunicación intercultural y la traducción automática. En resumen, ChatGPT es un modelo revolucionario en el campo de la inteligencia artificial y el procesamiento del lenguaje natural, y se espera que tenga muchas aplicaciones prácticas en el futuro”.
(El ChatGPT se equivocaba groseramente en sus datos y hablaba de sí mismo en tercera persona, como ciertos personajes bufos de la época. Entre ellos, el señor Maradona y el señor Pelé, ex deportistas, la señora Kirchner y los señores Trump y Berlusconi, ex presidentes, y figuras mitológicas como los llamados Buda o Jesús.)
Pero entonces el famoso Chat no era más que un entretenimiento y la promesa de un mañana imprevisible. La fuerza de aquella red global, la “inter-net” seguía basada en otros mecanismos. Algunos historiadores todavía lo discuten, pero la mayoría sostiene que su puesta en marcha cambió muchas cosas. Por primera vez la gran evolución no venía de una máquina nueva sino de un procedimiento novedoso, nuevas formas de usarla, unos pro-gramas. O sea: un conjunto de órdenes para que las máquinas existentes hicieran cosas que hasta entonces no hacían. El atractivo de esas nuevas funciones hizo que esas máquinas se renovaran y multiplicaran y llegaran a todos los rincones.
La así llamada “inter-net” había empezado medio siglo antes, creada por ingenieros militares —mayormente norteamericanos— para garantizar la conexión inmediata de sus sistemas de defensa (ver cap.22). De allí pasó a las universidades y sus académicos, que la usaron para comunicarse sus ideas y trabajos. Y, hacia 1990, se abrió al gran público: hubo un primer momento en que muchos creyeron —y anunciaron— que la inter-net sería un espacio horizontal, democrático, donde todos participarían en pie de igualdad: la utopía de un mundo diferente. Años después la idea empezó a deshilacharse, y no tardó mucho en verse que era, al contrario, la puesta en escena más desnuda de la sociedad que la había producido: codiciosa, falaz, radicalmente desigual. Y, aún así, era algo nunca visto: un acceso relativamente fácil a un mundo que parecía infinito.
En muy poco tiempo estuvo en todas partes. El teléfono había tardado 75 años en reunir 50 millones de usuarios, la radio 38 años y la televisión 13; la inter-net lo hizo en cuatro. Y, por supuesto, no se detuvo: en 2022 se calculaba que había en el mundo unos 35.000 millones de máquinas conectadas a esa red, desde ordenadores hasta coches, televisores a termostatos, alarmas a relojes.
La inter-net consiguió que miles de millones de personas fueran, por primera vez en la historia, piezas de un mismo mecanismo. No en sentido figurado sino perfectamente literal: todos conectados al mismo circuito, todos participando del mismo tejido. (Desde el principio, la inter-net se presentó a sí misma como una construcción inmaterial, etérea, hecha de conexiones en el “cyberespacio”. La metáfora de “la nube” le sirvió para dar esa imagen; lo cierto era que, para que funcionara, se instaló en esos años una enorme maraña de cables escondidos que atravesaban los mares para llevar los impulsos eléctricos a centenares de centros repletos de miles de máquinas de avanzada, hectáreas y más hectáreas de materia que servían para que el mundo se creyera ligado por el éter celeste. La metáfora de la ligereza también servía para ocultar una polución desmesurada: la actividad digital, decía un informe, producía cada año tantos gases de efecto invernadero como Rusia. Y su consumo eléctrico suponía entre el 10 y el 15 por ciento del gasto del mundo y se duplicaba cada cuatro años: la situación parecía desesperada y no parecía desesperar a nadie.)
Uno de los grandes efectos de la difusión de las máquinas digitales conectadas a la inter-net fue el surgimiento de esas corporaciones gigantescas que la aprovechaban. Su éxito se basó en convencer a buena parte del mundo de que esa debía ser la forma de la red: un espacio multitudinario dominado por unos pocos. En una parodia involuntaria del marxismo, argumentaban que las técnicas utilizadas imponían esa estructura y esa economía; sin embargo, el mecanismo podría haber sido de muchos otros modos —como después se vio. Pero entonces la mayoría aceptó que la única manera consistía en someterse a esas organizaciones desmedidas.
Ya lo hemos reseñado: de los diez señores más ricos del mundo en ese momento, siete debían sus fortunas a estos engendros (ver cap.13). Sus empresas eran productos perfectos de su época. Durante milenios los inventos respondieron a las necesidades prácticas; a principios del siglo XXI, en cambio, cualquier joven que intentase hacerse rico necesitaba imaginar una necesidad que no existiera todavía.
“Los inventos solían buscar cómo satisfacer las demandas existentes; ahora piensan cuál pueden imponernos. Ya no se inventa un objeto o un método; se inventa una necesidad. Todo consiste, en síntesis, en dar con la idea que nadie más tuvo para hacerte indispensable algo que no precisabas la semana pasada —y ofrecerte la forma de conseguirlo en media hora”, escribió alguien entonces. “En el mundo tan lleno, la clave de la riqueza consiste en inventar un hueco nuevo. Un poco más allá, en el que está lleno de huecos, la pobreza sigue intentando rellenar los que ya existen. Son dos mundos, cada vez más cercanos, más distantes: se miran, se amenazan, no se encuentran en facebook; hay quienes se sorprenden cuando chocan”.
Aquellas corporaciones aprovecharon un resabio de los primeros días, cuando la inter-net aparecía como un espacio libre, igualitario. Así, durante demasiado tiempo, lo que caracterizó la relación de los hombres con esas máquinas y esos mecanismos fue la entrega, la confianza. Para empezar, al instalar sus pro-gramas: cualquier usuario medio aceptaba cada semana dos o tres contratos farragosos, disuasorios, de uso y confidencialidad, que ni revisaba ni hacía revisar por algún pro-grama propio. No era fácil: alguien calculó que la lectura detallada de los contratos con los que un usuario medio de la inter-net en el MundoRico se encontraba en un año —y aceptaba sin leer— le habría demandado 90 jornadas laborales completas, más de un tercio de su tiempo total de trabajo. Pero, con o sin razones, las personas se comprometían incesantemente a cosas que ignoraban, entregaban derechos sin saberlo, se entregaban.
Y también en el uso, por supuesto: un señor o una señora querían ir a algún lugar y se lo comunicaban a su ordenador móvil de bolsillo; él les decía vaya por aquí y por allá y por acullá, y él o ella lo hacían. Una señora o un señor querían comer pizza: se lo comunicaban a su ordenador móvil o menos móvil y se sentaban a esperar que apareciera. Una señora o un señor tenían un dolor de cuello y buscaban en sus ordenadores por qué sería, cómo se lo podría tratar, si era mortal. Para eso, por supuesto —y tantas otras cosas semejantes—, señoras y señores entregaban cada vez más información: eran muy pocos, en esos días, los datos sobre la vida de las personas del MundoRico que no estaban almacenados en algún servidor corporativo. La relación con sus aparatos suponía, decíamos, una confianza extrema: una que casi nadie tenía con otros seres humanos.
La máquina había conseguido parecer tan inofensiva que la gran mayoría creía en ella y le creía. Conocemos los efectos de ese error.
Pero entonces los más eran incautos, inocentes. Los que sí sabían lo que había en esos aparatos, sus peligros, sus posibilidades, solían trabajar para las grandes corporaciones que los manejaban y explotaban, que escapaban al control de los estados usando mecanismos y procedimientos que nadie entendía, que funcionaban más allá de los controles existentes. Eso debía ser, en principio, lo que entonces llamaban “tecnocracia”: el poder de unas pocas empresas tecnológicas que, en muy pocos años, concentraron de una manera inusitada los recursos del sistema. Esas empresas ejercían, en esos días, —algún— control sobre mucha más gente que la que nunca nadie antes había controlado.
(Un buen ejemplo eran los Global Positioning System, GPS, esos pequeños dispositivos que enviaban señales a varios centenares de satélites en órbita para ofrecer su localización constante. En esos días los 4.000 millones de poseedores de ordenadores personales móviles portaban por lo menos un GPS que permitía saber dónde estaban en cada momento. Muchos de ellos cargaban más: su reloj tenía otro, su coche tenía otro, su perro tenía otro, sus hijos o sus empleados los tenían, y así de seguido. Y las empresas que proveían el servicio de localización vendían —en millones de subastas digitales que duraban segundos— esos datos a anunciantes y compañías que los usaban para vender, a su vez, sus productos según la posición, actividades y costumbres de cada persona.)
* * *
Se hablaba en esos días del “Grupo GAFA”, compuesto por las cuatro grandes que manejaban aquel espacio. La G inicial iba por Google, el “buscador”, una herramienta digital que servía para organizar el mundo que inesperadamente se había montado en aquella inter-net, cuyo uso se complicaba por el exceso de posibilidades: más de mil millones de sitios enredados en esa trama caótica. Google, que había sido lanzada en 1998 por dos estudiantes californianos —Larry Page y Serguei Brin—, procesaba unas ocho mil millones de búsquedas al día. Su rutina consistía en catalogar y jerarquizar todos esos contenidos, es decir: imponer su orden a ese caos. Lo hacía a través de sus famosos “algoritmos”, pro-gramas que definían qué importaba y qué no, qué páginas había que mostrar primero y cuáles último. Esos algoritmos eran, en síntesis, una idea del mundo: priorizando ciertos valores y formas sobre otros, premiaban a los que se adaptaban a ellos dándoles más circulación: más visitas, más ventas, más “éxito”. Se armaba entonces un círculo vicioso: las grandes empresas invertían fortunas en adaptarse a esos algoritmos —para mejorar su negocio— y, así, esa idea del mundo se difundía y asentaba más y más. La palabra algoritmo se volvió un anatema para supuestos entendidos: en esos días quedaba muy bien hablar mal del “algoritmo”, aunque la mayoría de los que lo denigraban no tenía mucha idea de qué era, como funcionaba. En todo caso, no parecían caer en la cuenta de que esa autoridad del algoritmo, que definía las búsquedas y los encuentros, era muy semejante a la que habían ejercido, de forma aún más secreta y arbitraria, sacerdotes y sabios desde el principio de los tiempos.
Su éxito le permitió crear o comprar varias otras iniciativas exitosas: una llamada Youtube que era, en esos días, la principal difusora de videos, una llamada Gmail que procesaba buena parte de los “correos” enviados entonces, una llamada Google Maps que, junto con otra llamada Waze, también suya, dirigía el recorrido de millones de vehículos e individuos cada día, una llamada Android que estructuraba el funcionamiento de cientos de millones de aparatos móviles, una llamada Chrome que estructuraba el acceso a la inter-net de otros tantos millones.
En esos días, Google mostró su ambición de definir la comunicación del mundo cambiando su nombre por Alphabet, el conjunto de los signos más usados, el código básico. Ya sabemos cómo terminó.
La primera A iba por Apple, la única de las cuatro que fabricaba objetos materiales. Apple también era la más antigua: había sido fundada en 1976 por un señor Steve Jobs —muerto veloz a sus 56— para dedicarse a la producción de ordenadores muy diseñados, muy coquetos, pero había conseguido terminar de dominar el mercado gracias a un par de dispositivos más chicos, más portátiles. Se había presentado, al principio, como una competencia “cool” —inteligente y joven y atrevida— a empresas más tradicionales como IBM y Microsoft, pero ya en los años 2000 se convirtió en el gran grupo, el modelo a seguir. En 2023, con un valor en bolsa de 2,5 millones de millones de dólares, era la compañía más cara del mundo —aunque había “perdido” 500.000 millones de dólares el año anterior—, y sus aparatos eran objetos aspiracionales con los que sus usuarios pretendían mostrar que formaban parte de algo.
Apple era el gran adalid de la “obsolescencia programada” (ver cap.16). Por un lado sus materiales se desgastaban rápido y, al cabo de un tiempo relativamente corto, dejaban de funcionar. Por otro, su política consistía en lanzar cada otoño una nueva colección —a la manera de los modistos— que, por sus “nuevas prestaciones” tornaba obsoleta la anterior. Su gran éxito, en esos días, era aquel ordenador de bolsillo llamado “iPhone”, que había conseguido constituirse en el modelo que sus competidores querían imitar y todos poseer. No vivían de los datos de sus usuarios: solo de definir —con sus máquinas— cómo tenían que ser.
La F iba por Facebook, un engendro digital. Lo había creado en 2004 un estudiante universitario de 20 años llamado Mark Zuckerberg para facilitar la sociabilidad entre sus colegas; rápidamente se había difundido fuera de las universidades como una forma de organizar comunidades virtuales y recuperar contactos con amigas y novios olvidados y recordar los cumpleaños y compartir sus fotos pero, con el tiempo, se había transformado en un espacio donde 2.000 millones de personas se enteraban de lo que hacían sus próximos o sus ídolos, leían la prensa, comunicaban sus triunfos y desgracias, compraban y vendían y, sobre todo, construían una imagen de sí mismos.
Quizás uno de sus grandes aciertos fue llamar “amigos” a los contactos que cada quien tenía en sus redes: las personas, cada vez más solitarias, desbordaban de amigos. Un “Comité invisible” francés proclamó que “tal vez era necesario pasar por eso tan absurdo de tener centenares de amigos que pasan de ti en tu Facebook para recordar lo que puede ser un verdadero amigo que te dé una mano”. Facebook ya enfrentaba un torrente de críticas: sus recursos eran usados para manipular votaciones, reclutar sicarios, traficar personas, promover actos violentos, ofrecer pornografía infantil. Los que la defendían decían que la culpa no era del engendro sino del mundo: que el engendro no hacía más que reflejarlo. En cualquier caso, su éxito le permitió hacerse con otros engendros complementarios: Instagram, un espacio de promoción individual basada en las imágenes, y Whatsapp, un engendro de comunicación simple —mensajes y conversaciones— que, por un tiempo, dominó ese mercado y por el que circulaban, cada día, unos cien mil millones de recados. Pese a su aparente solidez, Facebook ya estaba en un declive que terminaría de confirmarse aquel día de febrero 2022 en que perdió un cuarto de su valor en unas horas (ver cap.12); había empezado el año con una cotización de 921.000 millones de dólares y lo terminó en 272.000 millones, 70 por ciento menos. Para entonces ya se había cambiado de nombre —se hizo llamar Meta— y anunciado el lanzamiento de un “universo virtual paralelo”. En ese metaverso cada cual tendría un cuerpo sin poner el cuerpo, sin depender tanto de ese azar que es el cuerpo que le tocó en la gran lotería. Fue un precursor: quizá se adelantó a su tiempo, quizá no se tomó el tiempo de hacerlo mejor.
(Con el cambio de nombre de la ex Facebook, analistas reemplazaron la sigla GAFA por GAMA. La referencia era cruel: los rayos gama estaban entre lo más destructivo que había creado la naturaleza.)
Y la segunda A iba por Amazon. Amazon era un mercado, un espacio para compras digitales. Había sido lanzada en 1995 por aquel (alias) Jeff Bezos, otro joven ambicioso americano, como una librería virtual —no por ningún interés particular en los libros sino porque había llegado a la conclusión de que era un nicho poco atendido en la inter-net. En unos años había conseguido ampliar su negocio hasta convertirlo en el engendro donde millones compraban todo o casi todo lo que necesitaban, desde su ropa o su comida hasta un colchón o un perro o su comida o incluso un libro. Su peso en el comercio mundial fue tal que en esos años se produjo una gran carencia de papel para libros y periódicos porque Amazon usaba, para empaquetar sus envíos, cantidades ingentes de aquel papel duro que llamaban “cartón”.
Al convertirse en ese centro de compras, potenciado por unos altavoces caseros con los que los clientes podían interactuar de viva voz, pidiéndole lo que necesitaban, Amazon fue compilando megamillones de datos sobre los gustos y requerimientos de cada cliente. Lo hacían, en principio, para saber qué productos ofrecer a cada uno; en su caso, el sistema era más directo: pura venta. Que se beneficiaba, por supuesto, de uno de los rasgos fuertes de la época: la ética de la satisfacción inmediata. Cuando alguien quería algo, lo quería ya mismo —y esos pro-gramas le garantizaban que, dinero mediante, podía tenerlo en pocas horas con el lánguido esfuerzo de un clic.
(La idea de la satisfacción inmediata era el reverso perfecto de uno de los grandes motores de la época: la insatisfacción permanente. En el MundoPobre la insatisfacción era real: muchos no tenían qué comer al día siguiente. En el MundoRico era igualmente real pero distinta: a tantos les faltaba aquel coche brilloso, más reconocimiento, el último aparato (ver cap.16). Era aquello que la guasa anglófila de la época llamaba FOMO: Fear Of Missing Out, que en castellano podría ser PAPA: Pánico A Perderse Algo.
Es probable que nunca en la historia tantos poseedores se sintieran tan desposeídos. Los poderes siempre inventaron formas de calmar a sus vasallos convenciéndolos —con cultura, religión, costumbres— de que tenían lo que necesitaban y no necesitaban pedir más: que debían aceptar lo que “les daban” y quedarse tranquilos. Era, entre otras, su garantía de controlarlos. En cambio los poderes 2020 confiaban tanto en su control que se basaban en lo contrario: que sus vasallos siempre “necesitaran” algo más. Así se sostenía el modelo del crecimiento continuo. Gracias a esa insatisfacción permanente siempre podían vender más, ofrecer más, producir más, vender más, ofrecer más, convencerte de que más cosas te faltaban. Y adquirir lo deseado era una droga de un efecto múltiple: calmaba brevemente la necesidad, reforzaba el mecanismo, promovía deseos nuevos.)
* * *
El negocio de Google y compañía limitada no se entendió enseguida: parecían ofrecer servicios —de información, de comunicación, de búsqueda— gratuitos, sin un precio claro ni recompensa para quien los prestaba. Pasó tiempo hasta que quedó claro que su interés consistía en captar el interés de cada usuario y mantenerlo. Por eso lo llamaron “economía de la atención”: la idea era que, cuanto más tiempo estuviera cada persona conectada a esos pro-gramas, cuanto más interactuara con ellos, más datos personales podrían extraerle. Y esos datos —esas montañas de información— eran su mercadería privilegiada: se la vendían a sus clientes empresarios para que les compraran más espacios de publicidad y enfocaran sus anuncios y sus ventas hacia los más susceptibles de comprarlos. Era lo que una autora norteamericana llamó “capitalismo de vigilancia”: este sistema que se alimentaba de los datos que sus pro-gramas extraían de sus miles de millones de usuarios —a los que, so pretexto de servir, espiaba hasta niveles nunca vistos.
Esa acumulación de datos individuales buscaba algo viejo como el mundo: predecir los deseos de los otros. Toda interacción se basó siempre en ese intento: los amores, los emprendimientos, las aventuras, los negocios, las varias religiones. Pero siempre había dependido de las percepciones de unos cuantos audaces. La “diferencia Google” fue que no lo hacía a partir de intuiciones e inferencias sino por acumulación y análisis de datos —y los resultados parecían decir que funcionaba —según los criterios de la época. Se trataba, en síntesis, de prever los comportamientos futuros de las personas, no por curiosidad o para ayudarlos a mejorar sus vidas sino para saber qué les podrían vender, qué más “querrían” comprar.
Era cierto que esas corporaciones empezaron a saber sobre las personas más que las propias personas, y se jactaban de su espionaje: cada quien, argumentaban, tenía sobre sí mismo y sus apetitos una idea teñida de indulgencia; ellas, en cambio, conocían la realidad sin filtros, sin engaños. Google sabía qué leía o miraba o escuchaba cada cual, qué le interesaba y qué no, sin mentirse; Amazon, más aún, sabía qué consumía cada uno, ergo: quién era.
(En esos días, Amazon se compró la mayor fábrica de robots limpiadores. Eran unos aparatos muy primarios, redondos y bajitos, que se movían solos y chupaban el polvo de los suelos. Pero su módica pro-gramación les permitía mapear cada casa y todos sus objetos —en principio, para limpiarlos mejor. Amazon la compró porque así podría saber cómo eran las viviendas de sus clientes y, por lo tanto, conseguir mucha más información sobre ellos, sus hábitos, sus medios, sus vidas. Para eso, 1.700 millones de euros no parecían demasiados.)
Los diversos mecanismos de vigilancia y su uso comercial pueden parecernos torpes, pero se dice que cumplían su cometido inicial. Hay multitud de ejemplos cotidianos: si alguien miraba muchas fotos de Roma, la antigua capital de Italia, era probable que al día siguiente le apareciera en su pantalla un anuncio de vuelos baratos a Fiumicino, su “aeropuerto”; si alguien leía dos o tres artículos sobre vinos blancos, se pasaría horas viendo publicidades de chardonnay en la página de su diario habitual. Una vez más la gran mano del mercado había encontrado una forma espléndida de monetizar lo que millones hacían. O de convertirlo en obediencia, a través de la publicidad política dirigida: las “aplicaciones” usaban los intereses e intervenciones de sus usuarios para determinar sus ideas y, entonces, partidos políticos compraban esa información para mandarles mensajes personalizados donde los convencían de que pensaban exactamente eso —y que el receptor debía, por lo tanto, votarlos sin dudar.
(Un ejemplo menor puede mostrar cómo se estaba envenenando la relación con las máquinas: una guía de viajes explicaba a su usuario que para conseguir un pasaje de avión a buen precio debía borrar toda la actividad anterior de su computadora porque, si no lo hacía, la página de la aerolínea o agencia donde lo compraba sabría que estaba interesado en ese viaje y le subiría el precio. Defenderse de la máquina era una consigna que empezaba a abrirse paso, las primeras escaramuzas de aquella larga guerra.)
En todo caso, entonces, la economía de la atención se volvía economía del espionaje, y ciertos sectores empezaron a denunciar toda esa “minería de información” como una avanzada visible de ese avance invisible en el que estas corporaciones recopilaban datos que les permitirían manipular cada vez más a miles de millones de personas. El tiempo probaría su dramático acierto.
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Alguien, entonces, lo llamó “feudalismo tecnológico”: sin ningún control de gobiernos u organizaciones internacionales, esas corporaciones fueron concentrando su poder sobre la red, y en tres décadas intensas consiguieron quedarse con todo. No había regulaciones; cuando aparecía algún competidor —cuando alguien inventaba una “necesidad” que ellos no habían imaginado— usaban sus miles de millones para hacerle una oferta imposible de rechazar y terminaban por comprárselo. Hubo un momento, incluso, en que los inventores y emprendedores más audaces creaban novedades y pro-gramas con el fin casi exclusivo de vendérselos: el mejor negocio posible era entregarse al oligopolio. Estas corporaciones eran el mascarón de proa del capitalismo global, un sistema que siempre había proclamado que la competencia era su motor —y tendían a eliminar cualquier posibilidad de competencia. Y al mismo tiempo fueron, es cierto, un caso extraño en la historia de la humanidad: cómo unos pocos señores sin fuerza política, sin aparato militar, sin apoyos previos, consiguieron concentrar un poder extraordinario —y ganar fortunas sin par. La dependencia global de esas grandes plataformas era algo pocas veces visto: cuatro o cinco corporaciones se habían hecho indispensables, cuatro o cinco mil millones de personas no sabían vivir sin ellas —y aceptaban por lo tanto su poder.
Las cuatro GAFA estaban entre las cinco empresas más cotizadas de esos días; la quinta era otra productora de pro-gramas digitales llamada Microsoft, más convencional pero dueña, entre otras cosas, del “sistema operativo” que usaba el 85 por ciento de los ordenadores del mundo —más de 1.500 millones— y del pro-grama de escritura más empleado, Word, y de las tablas de contabilidad más difundidas, Excel, entre otras.
Todas ellas, además, eran ejemplos de la forma en que las grandes compañías digitales evadían fortunas en impuestos. Los mismos estados que, en esos días, se los habían subido a bancos y corporaciones energéticas, no conseguían cobrarles lo que correspondía (ver cap.12). Su carácter global les permitía radicar formalmente sus actividades mundiales en los países que les permitían pagar menos y, así, estafar a esos miles de millones de usuarios que constituían, al mismo tiempo, su única riqueza.
A fines de aquel año 2022, sin embargo, las grandes compañías tecnológicas atravesaban una crisis que había licuado porciones importantes de su “valor” —y se dedicaban a echar empleados. Lo cual no significaba que no tuvieran, todavía, una posición de poder extraordinaria.
Su tamaño y su prepotencia, el control de tantas actividades en manos de tan pocos, la concentración de información en esas mismas manos, las posibilidades de manipulación que esa concentración ofrecía, empezaban a despertar todo tipo de resquemores. Muchos se quejaban de que esa explosión permitía un control social —por parte de los estados y las corporaciones— inusitadamente extenso e intenso: que las fuerzas del negocio y la conservación tenían una masa de informaciones sobre cada una de las personas que les permitiría mejorar su penetración y su manejo hasta niveles nunca vistos; que ese sería el enemigo de las próximas décadas.
* * *
Los estados también utilizaban las nuevas tecnologías para el control de sus vasallos. No eran solo los métodos clásicos potenciados por la tecnología —escuchas de teléfonos, espionaje de comunicaciones varias, cruce de datos bancarios y desplazamientos, todas esas cosas que los Estados Unidos habían hecho visibles cuando el ataque de unos desaforados a un edificio de oficinas de Nueva York les dio la excusa perfecta para llevar la represión a niveles que las democracias, hasta ese momento, solían disimular.
En esos días también se pusieron en marcha formas técnicamente nuevas de control —y su vanguardia fue, sin dudas, la nueva vanguardía del mundo. El gobierno chino, encabezado por el señor Xi, se lanzó a una campaña sistemática de instalación de cámaras en los espacios públicos: calles, transportes, edificios, baños se llenaron de aparatos que mandaban imágenes a los centros de rastreo, donde otros aparatos las analizaban para encontrar personas, detectar conductas “sospechosas” e incluso predecir delitos. La llamaron operación Xue Liang —”Ojos agudos”— y fue masiva: la ciudad de Chongqing, por ejemplo, tenía en esos días dos millones y medio de cámaras para vigilar a sus 15 millones de habitantes. Todo, absolutamente todo, parecía bajo control: ya sabemos cómo evolucionó.
Pero quizá más innovador —y con mayores consecuencias— fue el sistema de “créditos sociales” que el gobierno chino inició en esos años, con la colaboración —forzada o no, según los casos— de las grandes corporaciones de su país. La vigilancia se extremaba: el sistema registraba a cada persona en un pro-grama central que grababa lo que hacía con su vida, con quién se relacionaba, dónde trabajaba, cuánto rendía en su empleo, qué decía en las redes sociales, qué consumía, qué deudas tenía, cómo pagaba sus impuestos, dónde viajaba, cómo manejaba, qué otros delitos había cometido. Y la combinación de todo eso según los algoritmos correspondientes adjudicaba a cada “ciudadano” un puntaje inhabilitaba para viajar, continuar su educación, conseguir ciertos empleos, comprar ciertas cosas, entrar en ciertas redes, pedir créditos o líneas telefónicas. Por sus vidas los conoceréis —y los premiaréis o castigaréis. El estado había puesto en marcha un enorme sistema que dividía a los ciudadanos en categorías según sus conductas. Era cierto que para hacerlo funcionar se necesitaba el poder de un sistema como el chino; fue cierto también que otros empezaron a mirarlo con cariño y envidia.
Había quienes decían que las mismas tecnologías que facilitaban el control también podían ayudar a rebelarse contra él: que esas formas de difusión y comunicación inmediatas permitían mejorar, agilizar, potenciar las movilizaciones populares —información, convocatorias, organización. Citaban los ejemplos de varios levantamientos significativos en países pobres —norte de África, Ñamérica— que no habrían podido prosperar sin esa red que permitía que los participantes actuaran juntos sin necesidad de un poder central: que les daba la posibilidad de armar —entonces sí— una trama horizontal que coordinara sus movidas. O sea: que había armas tanto más potentes y que todos podrían usarlas y que todo dependería de quién aprendiera a usarlas cómo.
Pero, como solía suceder en esos días, la queja y el victimismo tuvieron mucho más recorrido y se impuso, en ciertos sectores, una sensación —justificadamente— paranoica sobre el peligro de esas corporaciones y sus métodos. Aunque parece comprobado que, en ese momento, sus advertencias no tuvieron una repercusión en absoluto comparable al poder de esos instrumentos sobre los que advertían. En ese mundo —lo sabemos— nada tenía tanto peso como la ciencia y sus técnicas. Casi todas las actividades humanas estaban regidas y definidas por alguna máquina, y sin embargo la enorme mayoría de los ciudadanos ignoraba todo sobre las formas en que se imaginaban, producían y manejaban los aparatos y los pro-gramas que las sustentaban. Estaban, en ese sentido, tan entregados como mil años antes, cuando unos oscuros personajes los conducían en nombre de los misterios de algún dios. Usaban con tesón y devoción unos objetos sobre los que no sabían nada más que lo que sus pantallas les mostraban —y creían en ellos lo suficiente como para tenerlos todo el tiempo junto a sí, confiarles sus vidas.