Eider Rodríguez: “Se ha escrito mucho sobre la heroína, pero preferimos ignorar que el alcohol arrasó con la anterior generación”

La cuentista vasca debuta en la novela con ‘Material de construcción’, una no ficción traducida del euskera donde ajusta cuentas con un padre alcohólico y su desclasamiento

Eider Rodríguez, la semana pasada en Rentería.Javier Hernández

Eider Rodríguez (Rentería, 45 años) señala a un balcón de un bloque de ladrillo de unas cinco plantas al fondo de la que fue su calle durante su niñez y adolescencia. “Mi madre todavía vive en ese piso”, dice. Enfrente está la sede del PSE-EE y de la UGT de Rentería (Gipuzkoa). El mismo local que vio arder más de 20 veces cuando cruzaba su esquina. “Es la Casa del Pueblo que más sabotajes ha sufrido de todo Euskadi”, añade. Como casi todo lo que dice (y escribe) esta autora, el apunte no es gr...

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Eider Rodríguez (Rentería, 45 años) señala a un balcón de un bloque de ladrillo de unas cinco plantas al fondo de la que fue su calle durante su niñez y adolescencia. “Mi madre todavía vive en ese piso”, dice. Enfrente está la sede del PSE-EE y de la UGT de Rentería (Gipuzkoa). El mismo local que vio arder más de 20 veces cuando cruzaba su esquina. “Es la Casa del Pueblo que más sabotajes ha sufrido de todo Euskadi”, añade. Como casi todo lo que dice (y escribe) esta autora, el apunte no es gratuito. Esas llamas de los disturbios que presenció durante su adolescencia, y que también aparecen descritas en su primera novela en euskera (que sale a la venta hoy en castellano y catalán), fueron “la chispa que nos faltaba”. Un estimulante más en su despertar sexual. “Hay una parte erótica y muy sensual asociada a la violencia. Cuando lo vives, el conflicto te interpela de forma identitaria: ¿quién eres?, ¿de qué partes estás? El dolor colectivo te obliga a preguntarte cosas, y si vives una época en la que siempre están pasando cosas, en la calle y no en la pantalla, con cuerpos y personas de verdad, esa violencia te inunda. Incluso con tu pareja”, aclara, después, sentada en una acogedora cafetería de la Alameda, rodeada de jubilados que echan la mañana.

Estamos en el antiguo pub Txalaparta, el mismo que en los noventa era el punto de encuentro de chavales de Rentería que se magreaban en los baños y coreaban a Rage Against the Machine o los himnos del movimiento autogestionado vasco. La charla transcurre cerca de la fábrica de papel que hacía que este municipio oliese mal los días de calor por sus gases fétidos y que ahora asoma rodeada de carriles bici y arboledas. Un horizonte humeante que avergonzó a Rodríguez de niña por diferenciar a su ciudad de los coquetos pueblos costeros colindantes. Ya no piensa igual. “Intenté huir de aquí a través de la escritura, quería embellecer la decadencia, pero ahora entiendo que ese desplazamiento me ha hecho darme de bruces con una toma de conciencia brutal. He entendido que si escribo así, de esta forma, si me fascina tanto lo sucio, es por mis orígenes. Eso me ha hecho más fuerte”.

De eso va, en parte, Material de construcción, su debut en novela de no ficción tras su multipremiada carrera como cuentista —Los destellos, uno de los relatos que conforman Un corazón demasiado grande, su última antología de relatos traducida al castellano, será adaptado por Pilar Palomero en su tercera película tras Las niñas y La Maternal—. En la novela, traducida del euskera original desde este jueves en Random House por ella y Lander Garro (Eraikuntzarako materiala, que se hizo con el premio 111 Akademia) y al catalán por Pau Joan Hernández en Periscopi, Rodríguez parte de lo íntimo para hacer un ejercicio de memoria histórica. Para desentrañar a esa España del pelotazo que enriqueció a tantas familias y después abandonó. Para esclarecer qué pasa cuando creces en un sitio en el que los demás siempre luchan por algo en lo que creen. No importa el bando, pero asumes en silencio que tu padre preferirá siempre ahogarse en una botella.

Uno de los cuentos de Rodríguez será adaptado por Pilar Palomero en el cine. Javier Hernández

Material de construcción nació de la incapacidad de Rodríguez de seguir escribiendo cuentos sin ordenar la historia con su padre. El título, polisémico, lo ideó la bertsolari Maialen Lujanbio. Sirve como referencia al negocio familiar paterno —vendía azulejos y materiales de obra en Rentería junto a sus hermanos—, pero también funciona visualmente como un reloj de arena para el lector: “Se deconstruye al padre y, al mismo tiempo, se construye a la narradora, que es la hija. Las palabras funcionan como ladrillos. Ambos son monemas en su ámbito”, destaca esta profesora de Lengua y Literatura en la Universidad del País Vasco, que ahora reside en Hendaya junto a su pareja y sus dos hijos. Una especialista fascinada por la etimología de las palabras que, hasta que se puso a escribir este título, solo era capaz de verbalizarlo como “el tema” de su padre cuando hablaba sobre esta adicción con los demás.

Dolor sin chantajes

En esta novela de no ficción (“que ni es autobiografía porque he hecho un uso literario de algunos recuerdos, ni es autoficción porque yo no hago ese juego que hace con el yo, por ejemplo, Enrique Vila-Matas”) se desarrolla un crudo viaje a la verdad. Un afilado y brillante despliegue, sin trampas ni concesiones emocionales, a través del dolor de haber crecido admirando en la distancia, casi como una notaria, a ese padre borracho. “Nunca lo había pensado, pero ahora entiendo por qué siempre he tratado tanto la vergüenza o el secreto de forma tan directa en mis cuentos. Vengo de ahí”, relata. Su objetivo era poner sobre la mesa todo eso de lo que no se habla con el resto. “Se ha escrito, filmado y se ha hablado mucho de la heroína. Se ha politizado y hasta se ha ideologizado. ¿Con el alcohol lo hemos hecho igual a nivel social? No lo creo. El alcohol arrasó con nuestra generación anterior, pero hemos preferido ignorarlo”, denuncia.

Portadas de la edición en castellano y catalán de 'Material de construcción'.Penguin Random House/ Periscopi

Que el libro se interpretara como una venganza fue uno de los temores de Rodríguez en este “ajuste de cuentas” con sus silencios y con ese patriarca hosco que siempre se emborrachó en las afueras del pueblo para no avergonzar a los suyos. “Al acabarlo pensé que había escrito una aberración, pero ahora siento paz porque he entendido que muchos lectores lo han visto como una carta de amor”. Lo dice una autora con alergia al chantajismo emocional. “Odio el victimismo. Me saca de mis casillas y, en parte, es una cosa mía porque sé que igual no está bien pensar así. Pero no me gustan ni la literatura ni los discursos ni las creaciones victimistas. El otro día leía que la víctima es el nuevo héroe en la literatura, pero creo que ese factor anula el diálogo, paraliza toda esa posibilidad. Aquí, la narradora no es ningún angelito, también sale mal parada. Eso da legitimidad para ahondar más en el dolor”, cuenta.

El euskera como “dulce venganza”

Estructurado como un diario personal, Material de construcción se ha ordenado a través de recuerdos y las múltiples notas a mano que tenía la autora en sus diarios. “Yo soy más analógica que digital. Escribo más rápido en el ordenador, pero muchos de mis relatos los escribo primero a mano: si escribes más lento, las palabras se ordenan y colocan de otra manera. La sintaxis también tiene que ver con la velocidad”, asegura.

El idioma juega un papel crucial, dominando el tono dentro y fuera de esta novela. “Siempre me había jactado de lo fácil que era traducir mis cuentos, pero hacerlo con esta novela ha sido un infierno. Si lo pude escribir inicialmente en euskera es porque me ayudó a tomar distancia con mi realidad. En mi casa siempre hemos hablado en castellano, así que escribir aquello inicialmente con otras palabras fue menos doloroso. Volver atrás, con la exactitud de los recuerdos y conversaciones, fue durísimo. Gracias a Lander Garro, que fue más racional en el proceso, pude hacer ese camino de vuelta”, apunta una autora que siempre escribe en euskera porque lo concibe “como una forma de resistencia, igual que el feminismo”.

En sus páginas, el idioma sirve como marcador social, pero no por el capital cultural o económico, sino por el emocional y político. “Aquí, la sociedad no asocia el euskera a la nobleza. Crecí viendo a los movimientos de lucha social de izquierdas, y se hacía en euskera. Mis padres no lo hablaban, pero nos pusieron nombres vascos. Eso fue porque mis abuelos maternos eran inmigrantes de Burgos con conciencia de clase trabajadora y mi padre venía de una casa donde mis otros abuelos sabían euskera, pero a él no se lo enseñaron en el colegio. Eso le provocó una sensación de pérdida, de que le habían arrebatado su lengua. Ver a sus hijas hablándolo y escribiéndolo fue su dulce venganza”, señala.

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