Cuando los fans pretenden ser dueños de sus obras favoritas
La entrega pasional de miles de seguidores desata campañas cada vez más virulentas en contra de repartos más inclusivos, normalización del colectivo LGTBIQ+ u otras elecciones creativas de películas, novelas, series o videojuegos. A veces las protestas hasta consiguen cambiar el resultado final
Dylan D. trabaja como analista en el sector sanitario. Pero considera que también sabe mucho de guiones. Más, por lo menos, que dos reconocidos profesionales del sector audiovisual: David Benioff y D. B. Weiss, responsables de Juego de tronos. Tras asistir disgustado al arranque de la última temporada de la serie, el espectador publicó en 2019 una petición online para pedir a la productora, HBO, que “rehiciera” el bloque final de episodios “con escritores competentes”. ...
Dylan D. trabaja como analista en el sector sanitario. Pero considera que también sabe mucho de guiones. Más, por lo menos, que dos reconocidos profesionales del sector audiovisual: David Benioff y D. B. Weiss, responsables de Juego de tronos. Tras asistir disgustado al arranque de la última temporada de la serie, el espectador publicó en 2019 una petición online para pedir a la productora, HBO, que “rehiciera” el bloque final de episodios “con escritores competentes”. Cuenta, a día de hoy, con 1.856.982 firmas.
Algunos de sus argumentos, que explicó en una entrevista con la web Heavy.com, se siguen oyendo entre los seguidores: hubo prisa por cerrar la trama y el guion empeoró cuando dejó de tener como referencia las novelas de George R. R. Martin. Otras teorías, en cambio, resultan más personales: batallas que no tienen sentido “estratégicamente”, decisiones “idiotas” de los personajes y, sobre todo, la fría despedida de Jon Snow con su lobo, Fantasma. Algo que, como dueño de dos perros, a Dylan D. le dolió especialmente. “Esta petición no es cosa mía. Cualquier friki pasional podría haberla lanzado”, afirmaba el usuario.
Y no le faltaba razón. Películas, series, libros o videojuegos siempre han despertado amor y odio. También están para eso, en el fondo. Desde hace unos años, sin embargo, las campañas de indignación se han vuelto más habituales, masivas y, sobre todo, virulentas. Tanto que, en algunas ocasiones, hasta consiguen condicionar la creación y el resultado final. “Antes podías expresar tu frustración con una carta al productor o a una sala. Los demás no lo veíamos. Pero ahora puedes compartir rápidamente en las redes sociales tu opinión, está al alcance de otros, y habrá gente que quizás quiera sumarse. Y a veces el movimiento acaba incluso en los periódicos, también porque las críticas se han hecho más duras”, defiende Simone Driessen, profesora asistente en el departamento de Media y Comunicación de la Universidad Erasmo de Róterdam y experta en cultura pop y el llamado fandom.
La invasión superheroica en el cine, Gossip Girl o Cincuenta sombras de Grey: hay varias hipótesis sobre el punto de partida. Pero sí está claro que, a estas alturas, los casos se multiplican. Una oleada de ira arrolló el anuncio de que Los cazafantasmas volverían al cine con un equipo compuesto solo por mujeres. Y el primer tráiler del filme, en 2016, se convirtió enseguida en el peor valorado de la historia de YouTube. Ataques parecidos han sufrido el próximo regreso de La sirenita o la nueva serie de El señor de los anillos: ni Ariel ni los elfos, por lo visto, pueden ser negros. “Sucedió también con el personaje de Hermione en la obra de teatro de Harry Potter. Y eso que en los libros no se menciona el color de su piel”, apunta Driessen. Racismo, machismo u homofobia por parte de algunos fans son la cara peor del fenómeno. Pero, a la vez, plantean un debate relativamente sencillo de resolver: solo se puede estar en contra de esas protestas. Hay, sin embargo, dilemas mucho más complejos.
Por ejemplo, ¿qué decir del apoyo incondicional al cineasta Zack Snyder de miles de seguidores, dispuestos a votar tanto por su Ejército de los muertos como a ayudarlo a conseguir el primer Oscar a la película preferida por el público? ¿O de la horda de lectores autobautizada CoHorts que ha llevado a Colleen Hoover, a pasar de vivir en una caravana, a vender más ejemplares de sus libros que la Biblia?
Un artículo del medio estadounidense Vox repasaba en 2019 más episodios grises, como el protagonizado por la serie Los 100. Al principio, ofreció al público queer un raro oasis de identificación: un idilio lésbico en el centro de la narración. Clarke y Lexa. O “Clexa”, como decían los fans. Los propios creadores colgaban en la Red mensajes a favor de amar a quien se quiera, hasta que decidieron asesinar a Lexa. Y el público se dividió: en una serie dada a eliminar por sorpresa a sus personajes, cabía esperárselo. Pero otros acusaron a Los 100 de queerbaiting: es decir, la inclusión superficial —a veces incluso solo sugerida— de personajes del colectivo LGTBIQ+ únicamente para obtener más aplausos y dinero.
¿Elección creativa? ¿Traición? Muchos seguidores de la serie Veronica Mars sintieron lo segundo. Porque solo una campaña de micromecenazgo permitió rodar en 2014 un filme para dar continuidad a una serie que había sido cancelada en 2007. El público sacó de sus bolsillos más de cinco millones de dólares y la trama resucitó. Volvió a la gran pantalla, y luego a la pequeña. Pero, entonces, en el final de la cuarta temporada, el creador, Rob Thomas, mató a Logan, el eterno amor de la protagonista. Y rompió de algún modo un pacto, según el frente más crítico: quien pagó lo hizo sobre todo para ver cómo seguía esa relación.
En este caso, al menos, se puede discutir si una parte infinitesimal de la obra sí pertenecía a los espectadores. Pero, más en general, hay sectores del público que parecen querer demostrar que un filme o un videojuego son suyos. “Hay que entender que un fan es alguien que invierte mucho en algo que ama. Tiempo, dinero, incluso parte de su identidad. Tiene una imagen de cómo debería seguir la historia, se identifica a sí mismo o a su entorno con algunos personajes, y piensa que le están cambiando su mundo”, busca explicaciones Driessen. “Es interesante también ver cómo reaccionan las compañías. Puede mostrar por qué están dispuestas a luchar o no”, agrega.
Porque las respuestas de la industria también varían. En 2018, tras Los últimos jedi, octava entrega de la saga principal de Star Wars, surgió un movimiento para que otro director volviera a filmar el largo que había realizado Rian Johnson, acusado de arruinar la mitología que rodea Luke Skywalker y compañía. Sus miembros tachaban la película de “blasfema” y prometían consultar al fandom para realizar “algo lo más universalmente aceptado posible”, como resumió Slate.com. Lejos de molestarse, el cineasta, con un mensaje en Twitter, les suplicó que por favor lo hicieran.
Al creador del videojuego The Last of Us, Neil Druckmann, le resultó más difícil tirar de ironía. Al fin y al cabo, el equipo creativo recibió miles de insultos y amenazas de muerte. Puede que el mensaje menos demoledor de cuantos publicó en Twitter fuera: “Espero que pilléis el coronavirus”. Su pecado —justo lo que la gran mayoría de público y crítica han celebrado— fue una serie de decisiones creativas poco comunes para la segunda entrega: condenar a muerte inmediatamente al adorado protagonista de la precuela; colocar en el centro de la trama a una mujer muy lejos de cánones y estereotipos; incluir un personaje trans o una relación entre dos chicas.
Druckmann ha dejado claro en varias entrevistas que sabía que eso no gustaría a todos. Y que, aun así, siguieron adelante con lo que tenían planeado. La distribuidora Paramount, en cambio, optó por cambiar de idea en otro proyecto: el primer tráiler de la versión fílmica del videojuego Sonic terminó ahogado por las críticas. La estética, los dientes, los ojos: nada del célebre erizo azul gustaba a sus adoradores. Así que el estudio aplazó casi un año el estreno y revolucionó la imagen de la criatura. El propio director, Jeff Fowler, se dirigió al público a través de Twitter: “Gracias por el apoyo. Y por las críticas. El mensaje se ha oído alto y claro… no estáis contentos con el diseño y queréis cambios. Es lo que va a suceder”. También se puede interpretar la novena entrega de Star Wars como una enmienda a la totalidad de Los últimos jedi de Rian Johnson. Y, por tanto, como un guiño a tantos seguidores enfurecidos.
“Siempre se han hecho pases previos de las películas para ver su acogida. Lo que ha variado son la rapidez y el alcance de la reacción. En todo caso, ciertas controversias pueden ser hasta beneficiosas para una compañía y generar curiosidad en torno a una obra”, reflexiona Driessen. La estudiosa ve muchas zonas ambiguas, pero tiene muy claro al menos un límite: la vida privada. “Cuando Star Wars presentó a una protagonista femenina, un personaje clave negro y otra asiática, vi por primera vez el mundo a mi alrededor representado. Y, sin embargo, generó tantas protestas que se pasó al acoso a los intérpretes. Son artistas que crean y representan personajes. Puedes tener una opinión muy molesta, pero no invadir su espacio personal”, afirma.
También recuerda, eso sí, que hubo quejas de muchos seguidores en contra de ese odio retrógrado. Entre millones de aficionados, no puede haber una única opinión monolítica. Y hasta han surgido estudios que avisan del riesgo de demonizar al fandom, que entrega a la industria su entusiasmo y su dinero. Driessen cree firmemente que la mayoría se comporta civilmente, disfruta de las obras culturales o las críticas, pero dentro de ciertas normas. “Hay audiencias más jóvenes que están llegando y no se sienten representadas solo por los blancos heteros”, avisa. Además, la implicación de los fans ha generado proyectos como AO3, un portal sin ánimo de lucro donde escriben posibles continuaciones de sus obras favoritas o dibujan a sus ídolos. O impulsado el regreso de estrellas olvidadas, como Keanu Reeves.
Como afirmó en Vox la crítica Emily VanDerWerff: “Está claro que, desde finales de la década pasada, un grupo de seguidores comprometido puede suponer la diferencia entre la vida y la muerte de un montón de propiedades culturales”. Así que el público atesora mucho poder. Pero eso, como diría uno de sus héroes favoritos, tiene también un precio: conlleva grandes responsabilidades.