Nueva York rompe la barrera del sonido
La Filarmónica de la ciudad estrena un nuevo auditorio en el Lincoln Center, que, con una inversión de 550 millones de dólares, arregla los problemas de acústica que arrastraba desde hace 60 años
Al final de un concierto se suele hablar de música. No tanto del sonido. Salvo si ese concierto es el que ofreció la Filarmónica de Nueva York este miércoles en su ciudad y el sonido es completamente nuevo. La orquesta estrenaba sede tras una obra en casa que ha costado 550 millones de dólares (una cantidad similar en euros). El envoltorio, el edificio de cristal y mármol travertino que está situado a la derecha en ...
Al final de un concierto se suele hablar de música. No tanto del sonido. Salvo si ese concierto es el que ofreció la Filarmónica de Nueva York este miércoles en su ciudad y el sonido es completamente nuevo. La orquesta estrenaba sede tras una obra en casa que ha costado 550 millones de dólares (una cantidad similar en euros). El envoltorio, el edificio de cristal y mármol travertino que está situado a la derecha en ese ágora de las artes escénicas que es el Lincoln Center, en la parte alta de Manhattan, sigue siendo el mismo, pero casi todo en su interior es distinto. El objetivo era resolver un problema que viene de atrás, de tan atrás como 60 años. Resulta que el auditorio, el David Geffen Hall, que cobija la orquesta más antigua de Estados Unidos (fundada en 1842) y una de las más famosas del mundo, no acababa de sonar bien.
Así que la pregunta era: ¿qué tal funciona la cosa con la nueva acústica? Pues bien: el sonido se sintió claro, amplio y profundo. “Más rico y más cálido que antes de la remodelación”, según valoró en una conversación durante el descanso el crítico del New Yorker Alex Ross, autor de los influyentes ensayos musicales El ruido eterno y Wagnerismo. “Por fin, esta orquesta suena como se merece”, remató John Adams, tótem de la composición estadounidense, cuya pieza My Father Knew Charles Ives (2003) formaba parte del programa del concierto.
El problema era tan viejo como el diseño original de Max Abramowitz, que, con su interior en forma de caja de zapatos, profunda y algo curva, y su promesa de modernidad cultural, fue el primero en abrir sus puertas en 1962 como parte de un complejo que incluye las sedes de la Metropolitan Opera y del New York City Ballet, entre otros equipamientos culturales. Las críticas nunca se pusieron de acuerdo: ¿era su acústica fallida por demasiado vibrante o por demasiado plana? Sí hubo consenso en la urgencia de arreglar el problema. Se intentó, sin éxito, en cuatro ocasiones anteriores: en 1963, 1964, 1966 y en 1970. A principios de siglo, a punto estuvieron sus gestores de tirar la toalla, y barajaron dos drásticas soluciones: echarlo abajo y volver a construirlo de nuevo y que la orquesta se mudara a su casa anterior, el Carnegie Hall: famoso por su acústica envolvente, fue su hogar durante siete décadas.
La luz al final del túnel del sonido llegó en 2015, cuando el productor estadounidense de cine y de pop David Geffen (Eagles, Joni Mitchell, Aerosmith o Nirvana) donó por sopresa 100 millones de dólares a la Filarmónica, que le cambió el nombre al auditorio para honrar tanta generosidad (y así dejó de llamarse Avery Fisher Hall). El empeño de la directora ejecutiva de la orquesta, Deborah Borda, que este miércoles se paseaba por el nuevo auditorio con indisimulado orgullo, empujó el proyecto hacia su realización. La pandemia hizo el resto.
El coronavirus fue, como para el resto de las instituciones culturales del mundo, una pésima noticia: perdieron 27 millones de dólares en venta de entradas y se vieron obligados a echar al 40% de su plantilla administrativa. Pero el parón también tuvo sus ventajas: permitió acometer los trabajos con más celeridad. Tanta, que la obra, cuya finalización estaba prevista para 2023, se ha concluido antes de tiempo y dentro del presupuesto prometido.
Los cambios son muchos: el vestíbulo de acceso ha multiplicado por dos su espacio y permanecerá abierto durante todo el día a los neoyorquinos, en un claro intento de acercar la vieja institución a los nuevos públicos, tan pendientes de otras expresiones culturales. Para eso, también cuentan con transmitir los conciertos en una pantalla gigante. Las zonas comunes respiran mejor, hay una exposición que repasa la historia de problemas acústicos de la institución y se han colocado pantallas táctiles para que los aficionados puedan bucear en las biografías de los miembros de la orquesta.
Una vez en la sala, lo primero que llama la atención, además de una tapicería colorista, con estampados que recuerdan a pétalos de flores, es que se han añadido butacas alrededor de la orquesta, donde antes no las había. Además, los asientos están dispuestos de forma asimétrica, lo que permite una mejor contemplación para todos. Y en los pisos superiores las filas de butacas son de a uno, lo que da la impresión de estar sentado en un autobús, sí, pero también facilita la distancia entre el público y la concentración en la música.
En total, la obra, toda una declaración de guerra a las líneas rectas, ha significado que el auditorio pierda 538 plazas de las 2.738 originales, entre otros motivos, porque se ha ampliado los espacios entre los asistentes (en una lección aprendida de la pandemia) y porque el escenario se ha adelantado unos ocho metros. El número de butacas eliminadas no obedece a un capricho. Según ha explicado Borda, la sala se diseñó originalmente para que alojara a 2.200 personas. “Cuando se inauguró, las juntas directivas de la Filarmónica y del Lincoln Center decidieron que querían que tuviera el mismo tamaño que el Carnegie Hall. Así que colocaron casi 2.800 asientos”. Y ahí empezaron los problemas. La nueva configuración, posible también porque hoy no es tan fácil vender todas las entradas de un concierto de música clásica como en 1962, también contribuye a una mayor sensación de intimidad.
Tras un recital para benefactores el pasado seis de octubre y otro al día siguiente para los trabajadores de la obra, se ofreció el sábado pasado un primer aperitivo para el público de Nueva York con la interpretación de San Juan Hill: A New York Story, una pieza encargada ad hoc a Etienne Charles en homenaje al barrio puertorriqueño que arrasaron los planificadores urbanos para hacer hueco al Lincoln Center en 1956. Es la misma diáspora neoyorquina que inmortalizó en West Side Story Leonard Bernstein, tal vez el director más carismático de los 26 que ha tenido la filarmónica (una lista que incluye a hombres, todos, como Sir John Barbirolli, Zubin Mehta, Pierre Boulez, Toscanini o cierto Gustav Mahler).
El programa del miércoles estuvo lleno de guiños a una diversidad que, según explicaron los responsables de la orquesta antes del inicio del recital, es una de las prioridades adquiridas de la institución. La noche la abrió el estreno de una pieza del compositor brasileño Marcos Balter. A Oyá, encargo para la ocasión, una obra para “luces, electrónica y orquesta”, le siguió la réplica que Adams creó a imagen de los tres movimientos de The Places in New England, de Charles Ives. Adams recordó que él siguió por televisión el concierto inaugural del auditorio en 1962. Entonces, Bernstein dirigió piezas de Beethoven, Vaughan Williams y Mahler, además de Connotations, un estreno de Aaron Copland, que al futuro autor de Nixon in China, entonces un adolescente, le pareció “demasiado disonante”.
La segunda parte del programa también pasó de largo ante las concesiones al repertorio más clásico. La orquesta interpretó Stride, otro encargo de la Filarmónica de Nueva York, que el año pasado le valió un pulitzer a la compositora cubana Tania León. Esta bromeó al recordar que cuando llegó a la ciudad en 1967 solo sabía “dos palabras en inglés”: “María, María”, aprendidas al ver West Side Story (también rememoró que cuando escuchó al prodigioso jazzman ciego Art Tatum se dio cuenta de que “realmente no tenía ni idea tocar el piano”).
La noche la cerró Pini di Roma (1923-1924), de Ottorino Respighi, que terminó con parte de la sección de vientos interpretando la pieza entre el público, en una demostración de lo que este nuevo auditorio es capaz. Fue como cuando uno va a una tienda de alta fidelidad y le ponen el disco con la mejor acústica posible para incitar la compra del estéreo más caro a la venta. Así que el público, tras un inicio un poco titubeante, provocado por la escucha de piezas con las que no estaba familiarizado, acabó comprando el equipo: terminó el recital en pie rugiendo de alegría durante varios minutos.
Desde el podio, Jaap van Swenden, parecía disfrutar con tanta demostración de poderío. Van Swenden es el último de la lista de ilustres directores de la Filarmónica de Nueva York, pero no lo será por mucho tiempo: al final de la temporada 2023-2024 cambiará el deseado puesto en el Lincoln Center por un contrato en la Filarmónica de Seúl. Borda, de 73 años, también esta lista para un cambio de aires. La sucederá el 1 de noviembre Gary Ginstling, que viene de desempeñarse como director ejecutivo de National Symphony Orchestra de Washington. Ambos gestores trabajarán juntos hasta el final de esta temporada, cuando Ginstling tome las riendas en solitario de la casa, que recibe en perfecto estado de revista.