Un horizonte sin límites en el parabrisas
En ese momento, en la radio del Morris saltó la noticia que Franco había muerto. Se puso a pensar que no había viaje más excitante, fuga más creativa que aquella aventura de la libertad que se iniciaba ese día en España
Cuando el Morris verde botella tapizado en cuero rojo llegó a su vida, Miguel le colocó en la luna trasera una pegatina con el triángulo anarquista y la leyenda “haz el amor y no la guerra”. En aquel tiempo, inicios de la década de los setenta, se trataba de una consigna provocativa. Todas las mañanas llevaba a su hijo en el coche a una guardería regida por unos educadores cripto-comunistas cuyo prestigio se debía a que fueron los primeros en vestir chaquetas de pana y camisas de leñador y lucir una barba desaliñada y ellas, las primeras en liberarse del sostén y usar jerséis de grano gordo de...
Cuando el Morris verde botella tapizado en cuero rojo llegó a su vida, Miguel le colocó en la luna trasera una pegatina con el triángulo anarquista y la leyenda “haz el amor y no la guerra”. En aquel tiempo, inicios de la década de los setenta, se trataba de una consigna provocativa. Todas las mañanas llevaba a su hijo en el coche a una guardería regida por unos educadores cripto-comunistas cuyo prestigio se debía a que fueron los primeros en vestir chaquetas de pana y camisas de leñador y lucir una barba desaliñada y ellas, las primeras en liberarse del sostén y usar jerséis de grano gordo de carácter peruano. Alguno de aquellos profesores y también los padres de los alumnos que coincidían en el momento de desembarcar y recoger a sus criaturas, al descubrir esa pegatina en aquel Morris, dieron por supuesto que su propietario sería un rojo como ellos. No era el caso. Miguel nunca tuvo claro cuál era su ideología de izquierdas, salvo que el franquismo, solo por antiestético, ya le daba una patada en los huevos.
En la radio sonaba Oh, mamy, mamy, blue, de los Pop Tops, cuando los domingos iba a la sierra con amigos del mismo encaste, y de regreso en el atasco del final de la tarde con el niño dormido en el asiento de atrás, Miguel oía la emisión Goleada en la SER con los resultados de la quiniela. Reixach, Claramunt, Pirri, Amancio, Zoco eran algunos de los nombres de los futbolistas de entonces. Miguel llevaba una existencia anodina llena de sueños imposibles, pero el tedio había hecho su aparición en la relación de pareja, hasta el punto de que no cesaba de rondarle por la cabeza la tentación de coger un día el coche, enfilar la autopista hacia el norte y no parar hasta que se terminara el mapa. Pese a todo, algunas de las encrucijadas decisivas de su vida habían sucedido conduciendo ese Morris, que durante unos diez años estuvo unido al placer de los primeros viajes con la chica que después sería su mujer, a sus disputas, gritos y reconciliaciones. Dentro de ese coche fue creciendo su hijo. Primero lo llevó a la guardería, después a la puerta del instituto, luego a los guateques en casa de sus amigos, a la primera discoteca, finalmente tuvo que rodar por toda la ciudad durante dos días en su búsqueda cuando se fugó del dulce hogar siendo un adolescente.
Ahora le tocaba fugarse al padre, de modo que Miguel tomó el viaje a ninguna parte como un acto de rebeldía. ¿Adónde ir para afirmar su personalidad, dejar el aburrimiento atrás y medir sus propias fuerzas? París no le atraía nada. A los 18 años se había paseado por el Barrio Latino y había tenido ocasión de contrastar la mitología con la realidad. Estaba muy de vuelta del París de Hemingway, el café de Flore, el Aux des Magots, la Coupole, la brasserie de Lipp, la librería de Silvia Beach, el estudio de Picasso en la rue des Grands Augustins y también del París de las hojas muertas de Yves Montand, Sartre, el fantasma de Camus, la música de acordeón. Simone Signoret, la Librería Española de Soriano, la rue de Seine, la Maga de Rayuela y la dichosa baguette. Ese París ya se lo había bebido. Tal vez se iría al Polo Norte hasta llegar a un lugar donde no hubiera ya horizonte.
Mientras tanto, fuera de las ventanillas de aquel Morris el franquismo se estaba cayendo a pedazos. De hecho, tenía ese coche asociado a las manifestaciones, a las asonadas, a los gases lacrimógenos, a las pelotas de goma, a la luz cobalto dando vueltas en el capó de los furgones de la policía, a la caída en una redada cuando el fusilamiento de Hoyo de Manzanares que le tuvo tres días en los sótanos de la puerta del Sol, donde fue apaleado por unos esbirros. Miguel conducía ese Morris durante los dolores de parto que acompañó la llegada de la libertad y de la democracia.
Había llenado el depósito de gasolina. Había elegido una maleta ligera con la ropa imprescindible, los cachivaches del aseo personal y un cuaderno de notas para escribir un dietario de fuga. Era el 19 de noviembre de 1975. Había salido de casa en la oscuridad de la noche y había empezado a clarear el día cuando estaba a punto de pasar la frontera. En ese momento, en la radio del Morris saltó la noticia que Franco había muerto. Miguel paró en una gasolinera. Se puso a pensar que no había viaje más excitante, fuga más creativa que aquella aventura de la libertad que se iniciaba ese día en España. Sintió que las manos en el volante por sí mismas le impulsaron a dar media vuelta. Ante el parabrisas de aquel Morris apareció la salida del sol con un horizonte sin límites. No había necesidad de huir a ninguna parte.