La semana de los “segundones”: nueva entrega de las crónicas de Emmanuel Carrère desde el juicio por los atentados de París
Esta semana, la defensa hace su trabajo. A la altura humana.
1. Un ruido de cascos
“Cuando me paseo por un parque de Bruselas y oigo un ruido de cascos, pienso en un caballo, no en una cebra. El ministerio público piensa en una cebra. Mi cliente es un traficante de estupefacientes. Va a reunirse con otros traficantes en Rotterdam, una ciudad conocida por la facilidad con que se consigue esta mercancía. ¿Cuál es la conclusión de la fiscalía a este respecto? ¡Que ha ido a comprar armas!”. Así habla Jonathan De Taye, uno de los tres abogados de Ali Haddad Asufi. Es el final de la primera semana consagrada a la defensa de los acusados, a los q...
Capítulo 36
1. Un ruido de cascos
“Cuando me paseo por un parque de Bruselas y oigo un ruido de cascos, pienso en un caballo, no en una cebra. El ministerio público piensa en una cebra. Mi cliente es un traficante de estupefacientes. Va a reunirse con otros traficantes en Rotterdam, una ciudad conocida por la facilidad con que se consigue esta mercancía. ¿Cuál es la conclusión de la fiscalía a este respecto? ¡Que ha ido a comprar armas!”. Así habla Jonathan De Taye, uno de los tres abogados de Ali Haddad Asufi. Es el final de la primera semana consagrada a la defensa de los acusados, a los que los fiscales se niegan a llamar “comparsas”, porque consideran que en materia de terrorismo no existen segundones. Y tal como yo había previsto, tras haber estado casi totalmente convencido por el interminable requerimiento del trío Hennetier-Braconnay-Le Bris, ahora me dejo convencer, digamos que en un 50%, por los abogados que lo demuelen.
2. Salta a la vista
“No podía ignorarlo”. Esta frase, con diversas variantes, fundamenta la acusación de ATM (asociación terrorista de malhechores), a la que cabe calificar de cajón de sastre, de zona gris, de maquinaria para condenar con el pretexto de sondear a las almas en vez de atenerse a los hechos. Hamza Attou era amigo de Brahim Abdeslam, cuya radicalización, dicen los fiscales, saltaba a la vista. Tendría que haber visto el peligro, denunciarlo. Delphine Paci, una de las abogadas de Attou: “Tienes un vecino antivacunas. Te da la lata con discursos conspirativos. ¿Qué haces tú? Te encoges de hombros. Un día dispara contra un centro de vacunación. ¿Te meterán en la cárcel por no haberlo denunciado? La policía belga no ha sido capaz de calcular la peligrosidad de Brahim, ¿por qué esperar más de un pobre camello de 21 años?” (Argumento seductor pero engañoso: la policía belga no veía a Brahim todos los días). Otro reproche: “Cuando acompañaba al aeropuerto a Brahim, que aseguraba que se iba de vacaciones a Turquía, ¿cómo habría ignorado Attou que en realidad iba a Siria? Es evidente que le acompañaba por eso, ¿por qué si no?” Respuesta de Attou, citada por su abogada: “No sé si usted hace lo mismo, señor abogado, pero nosotros, en Molenbeek, cuando un amigo va a comprar una baguette, le acompañamos. A veces nos juntamos hasta cinco para acompañarle”.
3. ¿A la vista de quién?
Todo esto saltaba a la vista, pero ¿a la de quién? En su réplica contra el requerimiento, los abogados de la defensa han alegado que los fiscales son personas muy inteligentes, pero tienen el defecto, frecuente en las mentes tan preclaras, de creer que todo el mundo es tan inteligente como ellos. En vez de ponerse en el lugar de unos individuos bastante limitados como Ali Oulkadi, Hamza Attou o Abdellah Chouaa, se asombran de que no posean la finura analítica y los reflejos ciudadanos de Camille Hennetier, Nicolas Braconnay y Nicolas Le Bris. Y no sólo estos reflejos: también los clasistas. Sin duda no se juntan cinco fiscales para comprar una baguette, y si pasan por Florencia no se olvidan de visitar la Galería Uffizi. He rememorado la audiencia en la que se intentaba comprender el road trip relámpago de Abdeslam y de su amigo Dahmani rumbo a Grecia, pasando por Italia, en el verano de 2015. Dos días de ida y otros dos de vuelta sin paradas, a pesar de que había tantas cosas que ver: ¿a qué viene esto? Respuesta de Abdeslam: “Seguro que usted, señor presidente, tiene los recursos para unas vacaciones más lujosas, pero nosotros no”.
La justicia es siempre más o menos así, el código penal ha sido inventado para impedir que los pobres roben a los ricos, y el código civil para permitir que los ricos roben a los pobres. Salvo que en este caso —es uno de los argumentos contundentes de la fiscalía— los acusados no son pobres. Tampoco son ricos, de acuerdo, pero no sufren exclusión social, no se han criado en familias gravemente disfuncionales, conque no cedamos, hagan el favor, al “chantaje sociológico”. Es una expresión que parece complacer mucho a los fiscales, ¿pero qué significa?, pregunta Delphine Boesel, otra abogada de Attou. ¿Es chantaje sociológico interesarse por el entorno social y cultural en el que han crecido los acusados? ¿Lo es admitir que no lo controlan todo, que no deciden todo lo que hacen al cabo de una deliberación madura y lúcida, que son también el producto de algo que les sobrepasa? No se juzgan solo actos, sino a hombres, y la función de la justicia es ponerse a su altura. En todo caso, es el papel de la defensa. Se ha dicho y redicho lo importante que era que se cumpla bien esta función en el juicio fuera de lo ordinario del viernes 13. No hay esa inquietud: se cumple.
4. Los que deberían hacer y no han hecho
Incluso sus defensores reconocen que Muhammad Usman y Adel Haddadi deberían haber participado en los atentados. Incluso el ministerio público reconoce que no participaron. Detenidos en la isla de Leros y encarcelados en Kos, su viaje sufrió un retraso. El 13 de noviembre, cuando deberían haber estado en París, estaban en Eslovenia. En la justicia normal esto se llama una coartada irrebatible que conduce a la absolución, aun cuando se tuviesen muy malas intenciones. En la justicia antiterrorista no es así, la intención basta y estos dos hombres pueden ser sentenciados a veinte años de cárcel. No estamos muy lejos de Minority Report, la película de Spielberg basada en un cuento corto de Philip K. Dick, donde detienen a gente antes de que haya cometido el delito que un programa informático prevé que cometerá. Es totalmente contrario al Derecho, pero en este caso particular se acepta casi unánimemente. ¿Por qué solo en este caso?
Hay otros delitos horribles y, como ha señalado Ménya Arab-Tigrine, abogada de El Haddad Asufi, todavía no hemos llegado a detener preventivamente como pedófilos a todos los hombres que visten sotana. Da igual: este argumento evidente, irrefutable, que debería poner fin al debate —repito: la justicia no puede ser preventiva, se juzga a alguien por lo que ha hecho, no por lo podría haber hecho o haber estado a punto de hacer— se ha vuelto inaudible, fuera de lugar, y por eso un abogado tan excelente como Edward Huylebrouck, al final de un alegato magnífico en todos sus puntos, se siente tan desvalido que dice algo tan desacertado como: “Quizá al atravesar la ciudad de Mozart, Muhammad Usman haya recibido una bofetada de humanidad”. Quizá.
5. “La vida es bella”
Farid Kharkhach es el más extraño de los acusados secundarios. Es el intermediario que proporcionó a la célula documentos de identidad falsos. Como en su expediente no hay ningún rastro de radicalización, la fiscalía ha dicho que pactó por codicia con el yihadismo. Esta codicia le reportó los 300 euros por los cuales está en prisión desde hace seis años, y no está nada seguro de que lo liberen. A lo largo de todo el juicio ha sorprendido su personalidad soñadora, sus verborreas súbitas, su soledad (no conoce a ninguno de los demás acusados), la increíble y casi burlesca sucesión de chascos y de malas rachas que han merecido que mi compañera de equipo Violette Lazard le haya apodado “Farid el cenizo”. Marie Lefrancq, una de sus abogadas, le describe como un padre de familia afectuoso que no se ha atrevido a explicar a sus hijos pequeños por qué no estaba en casa desde hacía seis años. Al principio les dijo que estaba enfermo y que le trataban en Francia. Y después, cuando los niños fueron a visitarle en la cárcel, dijo que se había hecho carcelero. No lo invento. Aunque no la haya presenciado, Marie Lefrancq garantiza la autenticidad de la escena: Farid Kharkhach recibe a sus hijos en el locutorio y les asegura que no está detenido, sino que es un celador. No sé cómo esto es posible, pero me he acordado de otra película, La vida es bella, en la que Roberto Benigni hace creer a su hijito que los campos de concentración nazis son un juego divertido de la caza del tesoro, y he pensado que si Kharkhach no sale muy mal parado podrá decirse sin remordimientos que su historia tan triste es un tema increíble de comedia.