Vetusta Morla se agiganta en el Wanda sin despegar los pies de la tierra
Los madrileños reúnen a ‘solo’ 35.000 fieles en una versión aún más mejorada y plagada de valientes guiños folclóricos
Cuatro años y un día después, los chicos de Vetusta Morla volvieron a ejercer de profetas en la ciudad que los abraza. El sexteto del municipio madrileño de Tres Cantos tenía grabada a fuego en el currículo la fecha del 23 de junio de 2018, cuando reunieron a 38.000 fieles en la Caja Mágica, una cifra inédita en su historial. Este viernes ...
Cuatro años y un día después, los chicos de Vetusta Morla volvieron a ejercer de profetas en la ciudad que los abraza. El sexteto del municipio madrileño de Tres Cantos tenía grabada a fuego en el currículo la fecha del 23 de junio de 2018, cuando reunieron a 38.000 fieles en la Caja Mágica, una cifra inédita en su historial. Este viernes tuvieron que conformarse con solo 35.000 en el Wanda Metropolitano, templo atlético entregado a una banda de amplia mayoría madridista y con sus seis miembros de punta en blanco para la ocasión. Hoy no hay grupo en el rock patrio que remotamente se les aproxime en poderío musical, pero tampoco en su talante minucioso, en el gusto por el detalle y la liturgia escénica.
Los de Tres Cantos no solo tuvieron que afrontar la responsabilidad y los nervios de las ocasiones señaladas, sino el vértigo de los imponderables. El sonido se desvaneció a mitad de El Hombre del Saco, tan solo la cuarta canción de la noche, y la banda, ensimismada en el universo paralelo de sus monitores, siguió interpretándola sin ser consciente de que no se escuchaba una sola nota. Claro que Pucho, un cantante (y comandante) con muchas horas de vuelo, supo salir al quite poco después. “Pase lo que pase, que nada os impida disfrutar de esta noche. Que seamos plenamente conscientes de la puta suerte que tenemos de estar aquí”.
El compromiso de los seis con su propio itinerario artístico les lleva a preferir siempre la reformulación al continuismo. Es fascinante la querencia de la banda por reinterpretarse, quintaesenciada anoche en una nueva lectura de Maldita Dulzura ―clásico ya entre los clásicos―, misteriosa y turbulenta como si proviniera de un encargo de David Lynch. Pero es que incluso La Virgen de la Humanidad, tema de estreno, ha tenido tiempo de mudar una estrofa que ahora Pucho recita en lugar de entonarla. Todas estas circunstancias, sugerentes y meritorias, empalidecen al compararlas con lo que espera a los tres cuartos de hora de espectáculo, quizá el momento más formidable que estos prestidigitadores de la música popular han urdido en sus dos décadas de andadura. Los seis vetustos, unos tipos habituados ya a reventar festivales, estadios, plazas y pabellones, ceden el centro del escenario a las pandereteiras coruñesas de Aliboria y los músicos tradicionales palentinos de El Naán, que se congregan en torno a una vieja mesa de madera para entonar y percutir las Panaderas de Pan Duro, un canto de labor que alguna tatarabuela de nuestros tatarabuelos acertaría a inventar mucho tiempo antes de que nosotros nos hubiésemos asomado al misterio de la vida. Y Vetusta Morla aprovecha esa llamada a la tradición y los ancestros, a cargo de unos músicos habituados a oficiar su arte y ritual ante apenas unos cientos de testigos, para enlazar con su Finisterre, otra de esas páginas que enarbola Juanma Latorre para rivalizar en estado de gracia con el también compositor y guitarrista Guille Galván.
Solo por ese momento, sensacional, ya habría merecido la pena la espera después de este paréntesis aterrador de congojas, pérdidas, temblores y desconcierto. Pero es que todo Cable a Tierra, el flamante quinto álbum de los madrileños, es en último extremo un cántico a la amistad y la empatía, a la reorganización de prioridades, al valor del abrazo como una unidad de medida que jamás imaginarán los próceres de Davos, los programadores de algoritmos o los ufanos ideólogos del odio y la mentira. Y en ese sentido se postuló Al Final de la Escapada como himno para estos años venideros, una canción de transparencia lírica inusual en los cánones de Galván y tan bonita y esperanzadora como para desearla canturrear en esos momentos en que el prójimo es alguien que de verdad merece la pena.
Los detalles, decíamos. Siempre los detalles. La reflexión, el autoanálisis, el aprecio por la simbología: no es habitual que en un evento masivo se rinda homenaje a Antonio Gasset (alertando desde La2 sobre los imbéciles, un colectivo hoy en expansión), igual que tampoco preveríamos en labios de Pucho una cita de La Tarara, una melodía que nos han cantado todas las madres de este país, pero que también sirve como referencia lorquiana, justo cuando tanta falta nos hace Lorca y tan poca los revisionistas. La euforizante Sálvese Quien Pueda añade como verso final “Y los fascistas, fuera”. La Diana suena más inquietante y claustrofóbica que en su plasmación fonográfica. Y en Consejo de Sabios irrumpe por sorpresa Wos, un rapero argentino de quien hasta ahora casi no teníamos noticia, para hacer aún más memorable otra de esas páginas que seguirán pasando de voz en voz cuando las nuestras se hayan extinguido para siempre.
Al final, y por no renunciar a las esencias ni las liturgias, llegarán la furia de Te Lo Digo a Ti (que nació con espíritu de krautrock y ahora es un puro chirriar guitarrero) y el monumental éxtasis colectivo de Valiente o Saharabbey Road, esos momentos en que no queda un alma sin saltar, berrear y sublimar la producción de endorfinas. Y todo ello con un sonido aceptable al principio y casi sobresaliente a medida que se consumaba el ritual, un mérito enorme en un estadio concebido para la excelencia deportiva y desde el mayor de los desprecios por la acústica.
Tuvo tiempo Pucho de pedir un largo aplauso para los currantes anónimos de la cultura o reclamar una ley de la música que a los de ahora no se les ha ocurrido y a quienes ―salvo milagro― vengan ni se les pasará por cabeza. También para conceder en el pasaje central de Los Días Raros, la canción que siempre implica la despedida, unos versos a Héctor Castrillejo, ese bardo sin par que transmite las enseñanzas conmovedoras de la España recóndita. Pero la auténtica rareza es la propia existencia de esta gente, una banda que sigue haciéndose más grande cuando parece que ya no queda margen de mejora. Y todo ello, muy importante, sin despegar los pies de esa tierra que ahora invocan, bendicen y consagran.