Mercedes, mira por nosotros

Mercedes Rico era una mujer eternamente juvenil de 77 años. Echo de menos que no narrara su propia vida, tan apasionante como la de las mujeres a las que quiso y admiró

Mercedes Rico, retratada en 1994 en su época de embajadora.Chema Conesa

La primera amiga que tuve se llamaba Alicia. Ella debía rondar los 34 y yo tenía 5. En aquel poblado solitario al que aún no habían llegado los niños, sus hijos tampoco, esa mujer era la única persona que se prestaba a escucharme. Yo era una criatura con mucha conversación y, a pesar de que mi madre me reprendía a menudo por ser tan sociable, llamaba a diario a su puerta y descubría, aun sin saberlo, el milagro de la amistad. Sin duda, ella tenía el don de saber escuchar a una niña y yo ese afán por conocer al ser humano, que es en lo que he basado mi oficio. Pasaron décadas y Alicia y yo segu...

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La primera amiga que tuve se llamaba Alicia. Ella debía rondar los 34 y yo tenía 5. En aquel poblado solitario al que aún no habían llegado los niños, sus hijos tampoco, esa mujer era la única persona que se prestaba a escucharme. Yo era una criatura con mucha conversación y, a pesar de que mi madre me reprendía a menudo por ser tan sociable, llamaba a diario a su puerta y descubría, aun sin saberlo, el milagro de la amistad. Sin duda, ella tenía el don de saber escuchar a una niña y yo ese afán por conocer al ser humano, que es en lo que he basado mi oficio. Pasaron décadas y Alicia y yo seguimos hablándonos con la misma consideración. Me espanta la idea de segregar la amistad por edades y no tengo interés en medirme solo con los de mi generación. Tengo la sensación de que aplazamos siempre la conversación con personas mayores, olvidadizos de que con la muerte se llevan la sal de su tiempo. También nos dejamos llevar por la creencia de que a partir de cierta edad las amistades ya no se renuevan, que el mundo se nos estrecha y hay que conformarse con lo ya conocido.

Hace unos tres años comencé una preciosa relación por email (qué nostalgia de la palabra epistolar) con Mercedes Rico, a la que había conocido cuando era diplomática en activo. Busco el origen de nuestro intercambio de estos últimos años y veo que fue ella quien me contactó para agradecerme un artículo sobre el libro de Azaña que escribió su madre, la periodista Josefina Carabias, publicado por Plaza & Janés en 1981 y descatalogado tras la primera edición: quiso la mala suerte que Carabias muriera de un infarto antes de verlo en librerías y en su mezquina difusión intervino el escaso interés que en los gaseosos ochenta había por los cronistas de aquellos años de la República y la guerra.

Por fortuna, al entusiasmo de la hija por la obra de su madre y a mi empeño porque esa penetrante crónica volviera a estar disponible se sumó la voluntad de la editora Elena Ramírez de publicarlo, y ahí tenemos de nuevo Azaña, los que lo llamábamos don Manuel llegando a las manos de no pocos lectores que descubren la prosa limpia, sincera, chispeante de esta periodista ejemplar que conecta en fondo y forma con el nuevo periodismo español capitaneado por el que fuera su jefe, Chaves Nogales. Por cierto, que no hace mucho me escribió: “Veo que del libro de Belmonte de Chaves un listillo ha eliminado el epílogo de mi madre”.

Esta semana, Mercedes Rico, que tanto veló por la recuperación de la obra de su madre y la memoria de su hermana, Carmen Rico Godoy, ha muerto en casa y en paz, querida y cuidada. Nunca me pareció anciana, nunca lo fue. Era una mujer eternamente juvenil de 77 años. Lo que ahora echo de menos es que se pusiera a la tarea de narrar su propia vida, tan apasionante como la de las mujeres a las que quiso y admiró. Mercedes había heredado el coraje materno y fue la tercera española que accedió a la carrera diplomática tras levantarse el veto de Franco a las mujeres, y la primera, en el 85, en ostentar el cargo de embajadora. Como bien contaba López Aguilar en la necrológica, Mercedes sirvió con tesón, encanto y paciencia a esas ideas progresistas de pluralidad y tolerancia que heredó de sus padres, los cuales vieron frustrados sus sueños y condicionadas sus vidas por la dictadura.

Ella fue una infatigable batalladora por la ampliación de los derechos de las mujeres, en ocasiones lidiando con la oposición de la Iglesia católica y de una derecha que vaticinaba el fin de la familia. Lo más admirable de su personalidad era esa naturaleza llana, esa chispa, ese entusiasmo, que lo impregnaba todo de alegría, algo tan escaso estos tiempos de discursos tan afectados por el melodramatismo. En esa ironía nuestra conversación encontraba su tono perfecto: “¡Mi madre estará feliz, la puedo imaginar haciendo entrevistas a Dios!”. Fue la suya una amistad de última hora, que me ha dejado una gran huella: esa discreción en expresar los propios méritos, siendo muchos, esa manera atenta y curiosa de estar en la vida hasta el último aliento. Y así, quiere este artículo ser un mensaje más de los que nos intercambiamos. Tan solo para decirle que, si yo fuera creyente, me tranquilizaría pensando en su habilidad diplomática para convencer a Dios de que afloje un poco.

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