¿Quién decide los nombres de los pueblos? La geografía, la historia o la política

La toponimia que llena de palabras cualquier mapa del mundo es el resultado de un conjunto de decisiones en general anónimas por las que un espacio se ha bautizado con un nombre y ha sido simultáneamente acotado en su frontera

Miguel Ángel Gallardo (Izquierda) y José Luis Quintana Álvarez (derecha), alcaldes de Villanueva de la Serena y Don Benito, respectivamente.Roberto Palomo

El reciente debate en torno al nombre del pueblo que debe resultar de la unión de Villanueva de la Serena y Don Benito, en Extremadura, ha revelado la enorme dificultad que supone dar de forma explícita y democrática nombre a un lugar. Ni Concordia del Guadiana ni Mestas del Guadiana han parecido gustar a los habitantes de las localidades que quisieron fusionarse hace meses y que, en cambio, no tienen tan claro qué nombre común otorgar a...

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El reciente debate en torno al nombre del pueblo que debe resultar de la unión de Villanueva de la Serena y Don Benito, en Extremadura, ha revelado la enorme dificultad que supone dar de forma explícita y democrática nombre a un lugar. Ni Concordia del Guadiana ni Mestas del Guadiana han parecido gustar a los habitantes de las localidades que quisieron fusionarse hace meses y que, en cambio, no tienen tan claro qué nombre común otorgar a la unión.

La toponimia (de topos, lugar, y onoma, nombre) que llena de palabras cualquier mapa del mundo es el resultado de un conjunto de decisiones en general anónimas por las que un espacio se ha bautizado con un nombre y ha sido simultáneamente acotado en su frontera. En ambos sentidos, un topónimo es el resultado de una limitación: se determina un confín, una divisoria respecto a otros lugares vecinos y se establece una característica que da nombre al lugar por encima de otras. Nuestros antepasados nombraron su entorno atendiendo en general a razones descriptivas muy básicas: el paisaje, el paisanaje y el administrador del terreno han sido los principales elementos que han quedado codificados en los nombres de lugar que nos rodean.

Así, los árboles que predominan en un lugar terminan cediéndole su nombre: Almendricos (Murcia), Almendralejo (Badajoz), El Olmo (Segovia), Olmedo (Valladolid), Alameda (Málaga) o Encinas de Abajo (Salamanca) conviven con otros nombres que, aunque también de árboles, nos son menos reconocibles: La Felguera (Asturias, por su entorno de helechos, en latín filictum), Albolote (Granada, en árabe Qaryat al-Bollu o alquería de las encinas), Uceda (Guadalajara, por el nombre del urce o brezo). Las características del terreno que se pisaba terminaban dando nombre al propio lugar: Laredo (Cantabria) se construyó sobre la tierra arenosa que se nombraba con el latín glaretum, derivado de glarea (arena), y Arnedo (La Rioja) fue también arenal como se percibe en su origen, del latín arenetum.

El paisaje que se queda caracterizado en el topónimo puede ser también el humano: lugares llamados Godojos (Zaragoza), Godos (Oviedo, Teruel) o Revillagodos (Burgos) nos informan de que los germanos visigodos que invadieron la Península en torno al siglo V no siempre se mezclaron con la población local y que tuvieron poblaciones vistas desde fuera como lugares de godos, al igual que otras eran lugares de latinos (Romanos, en Zaragoza; Romanillos de Medinaceli, en Soria; Romanones, en Guadalajara). El topónimo suele ser creado por los propios habitantes del lugar, pero otras veces parece ser establecido desde fuera y en general hay mucha toponimia sobre los pobladores que han llegado a un lugar. Así, en la Península fueron muy comunes los movimientos de población tras las campañas militares contra los musulmanes, y la repoblación dio lugar a muchas migraciones del norte al sur que dieron nombre a pueblos llamados, por ejemplo, Villagallegos (en León), Mozárbez (Salamanca, por los mozárabes o cristianos en territorio musulmán) o Vizcaínos (en Burgos).

Los restos del castillo de Arnedo en Burgos (Castilla y León).Daria Maksimova (Getty Images/iStockphoto)

En ese mismo contexto de cambio entre la España musulmana y la cristiana, la toponimia se fue llenando de marcas que hoy interpretamos en clave histórica: los topónimos que en Andalucía y Extremadura remiten a León (Cañaveral de León, Arroyomolinos de León, en Huelva) o los muchos que en La Mancha cuentan con el apellido “de Calatrava” (Bolaños de Calatrava, Torralba de Calatrava) nos informan de cómo en el siglo XIII la encomienda de León o la orden de Calatrava asumieron, respectivamente, el control de estos territorios. La frontera entre los dos grupos humanos es dibujada en una parte de la toponimia de Andalucía entre Cádiz y Sevilla: Chiclana de la Frontera, Jerez de la Frontera, Arcos de la Frontera o Morón de la Frontera testimonian con su nombre su antigua condición de divisoria. Por otra parte, la fundación de muchas poblaciones en esta época quedó marcada para siempre en nombres como “puebla” (o pola, su variante asturiana) que significaban “poblamiento, lugar establecido con nuevos habitantes” y que llenan la geografía peninsular de Pueblas, Poblas, Pobras o Polas con diversos apellidos diferenciadores (La Puebla de Montalbán, en Toledo; Pola de Lena, en Asturias; Pobla de Vallbona, en Valencia; Puebla de Almenara en Cuenca...).

Otra toponimia, en cambio, es muchísimo más reciente: en época franquista se crearon 300 poblados en España, fundados por el Instituto Nacional de Colonización, que partían de pequeños poblamientos previos o que directamente se construían sobre la nada: Conquista del Guadiana (perteneciente a Don Benito, por cierto), Guadalema de los Quintero (en Sevilla, inspirado por el nombre que los hermanos escritores Álvarez Quintero daban al lugar donde se desarrollaban sus obras de teatro) o Sancho Abarca (en Zaragoza, en homenaje al conde de Aragón del mismo nombre) muestran la diversidad de inspiraciones para esos nuevos nombres.

La suma de historia y lengua va conformando, pues, nuestra toponimia. Y esta es, para la filología, un recurso fundamental que sirve para estudiar aquellas partes de nuestra historia lingüística que nos son menos desconocidas. Sirvan algunos ejemplos. Aunque la palabra latina rubeu ha evolucionado en rubio en español (de ahí Covarrubias, en Burgos, por sus cuevas rojizas), conoció otra evolución, royo, que se conserva sobre todo en topónimos (Monroy, en Cáceres; Monroyo, en Teruel; Peñarroya, en Córdoba, o Villarroya en La Rioja).

Los topónimos nos informan de gramática: aunque hoy la palabra valle es de género masculino, en latín fue femenina, de lo que da cuenta el topónimo Valbuena (Valladolid, Salamanca, León...) y nos guardan palabras que se han perdido para el vocabulario general de nuestro idioma: el adjetivo pudio deriva de putidus (pestilente) y está escondido dentro de Ampudia (Palencia), derivado desde el latín Fonte Putida. La toponimia es también un recurso fundamental para conocer las lenguas que se hablaron en la Península Ibérica. Para la etapa prerromana, los topónimos son, metafóricamente, nuestros hablantes de celta, de ibérico o de tartésico. Sabemos, por ejemplo, que la terminación briga (fortaleza, por ejemplo, Segóbriga, en Cuenca) pertenece a los celtas y siguiendo la pista de la toponimia vemos dónde estaban situados o hasta dónde llegaba su influencia.

El fundador de la historia de la lengua española, Ramón Menéndez Pidal, decía que los nombres de ríos, montes y lugares eran legendariamente como los habitantes de una ciudad sumergida en un lago “sobre cuyas aguas se siguen oyendo las voces de los habitantes allí desaparecidos”. Junto con esas voces antiguas, debates como el nombre del nuevo topónimo en Badajoz elevan voces modernas a la historia de nuestros nombres de lugar. Que una de las propuestas de nuevo nombre haya sido Concordia y que haya levantado tanta discordia es la más reciente muestra de que los topónimos ya no son arquetipos de los lugares a los que designan.

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