Un niño de Queens y un burro polaco conmueven en Cannes
El estadounidense James Gray evoca el fin de su infancia en ‘Armageddon Time’ y el veterano Jerzy Skolimowski firma la fábula animalista ‘EO’
¿En qué momento de nuestras vidas y, sobre todo, a qué precio perdemos los humanos la inocencia? ¿Acaso la llegan a perder, pongamos, los burros? Estas preguntas tuvieron ayer, jueves, una conmovedora respuesta en la sección oficial a concurso del festival de Cannes. La última película del director estadounidense James Gray, uno de los más brillantes de su generación y un niño mimado de este certamen, aterrizó en La Croisette con ...
¿En qué momento de nuestras vidas y, sobre todo, a qué precio perdemos los humanos la inocencia? ¿Acaso la llegan a perder, pongamos, los burros? Estas preguntas tuvieron ayer, jueves, una conmovedora respuesta en la sección oficial a concurso del festival de Cannes. La última película del director estadounidense James Gray, uno de los más brillantes de su generación y un niño mimado de este certamen, aterrizó en La Croisette con Armageddon Time, un filme de fondo autobiográfico que evoca el momento en que un niño de Queens deja su colegio de barrio por uno privado hecho para las élites de Nueva York. Su entorno familiar, interpretado por un prodigioso coro de actores en el que destacan Anne Hathaway, Anthony Hopkins y Jeremy Strong, y sobre todo su amistad con un compañero de clase afroamericano centran un filme situado en los años ochenta, en el amanecer del salvaje neoliberalismo que marcó la era Reagan.
Armageddon Time es un destilado de muchas de las obsesiones del director de Ad Astra y Z, la ciudad perdida, pero pasadas por la mirada de un niño que en muchas ocasiones recuerda al Holden Caufield de Salinger en sus paseos furtivos por Nueva York. Un niño desclasado y respondón, que con su mirada crítica al imperfecto mundo que le rodea sueña con ser artista y hacer lo que le da la gana. Armageddon Time es sentimental en el mejor sentido de la palabra y, sin cinismo, áspera y dura también. El clasismo y racismo que retrata, con un guiño incluido a la familia Trump, se salda con uno de esos finales perfectos y sencillos en los que nos despedimos de un niño para dar la bienvenida a todo un hombre.
Una transición a la madurez que la inocente mirada del burrito de EO jamás podrá conocer. Lo que hace el veterano cineasta polaco Jerzy Skolimowski en EO podría recordar en algunos momentos a esa inmersión en la vida animal que proponen películas recientes como Vaca, de Andrea Arnold, pero va muchísimo más allá. Un homenaje a Au Hasard Balthazar, el clásico de Robert Bresson, en tiempos de macrogranjas que arrancó los primeros aplausos en el pase de la crítica especializada.
La película de Skolimowski no es para menos. Separado de un circo y de su dulce dueña, el pequeño burro de esta maravillosa película emprenderá un viaje sin retorno en el que la pureza de su mirada se enfrentará a la falta de empatía y respeto de un mundo incapaz de revertir su hostilidad con el mundo animal. El fondo de horror que esconden las bellísimas imágenes y sonidos de Skolimowski hablan de un mundo apocalíptico, donde el fuego o la chatarra cercan una vida animal desterrada una y otra vez de su paraíso. El criadero de zorros para pieles, la cuadra de caballos pura sangre o el circo del que sacan al burrito después de una protesta animalista muestra ese mundo incapaz de hacerse las preguntas adecuadas sobre los animales.
Skolimowski solo incurre en un fallo de punto de vista al incluir un absurdo episodio protagonizado por la actriz francesa Isabelle Huppert. Por lo demás, su filme nos enfrenta a cuestiones filosóficas fundamentales sobre la conciencia y la comunicación de los animales, de su instinto sobre la vida y la muerte, y hasta de cómo los animales, y especialmente los equinos, han transformado el arte en movimiento, es decir, el cine, hasta acabar también cautivos de la imagen. Como Béla Tarr en El caballo de Turín —película que invertía el punto de vista de uno de los instantes fundacionales del animalismo cuando, en el ocaso del siglo XIX, Nietzsche se abrazó envuelto en lágrimas a un caballo apaleado en plena calle—, Skolimowski (cuyo ritmo visual, además, no permite ni un segundo de tedio) nos recuerda sin diálogos ni proclamas, solo a través de los ojos de un pobre burro, que sin la inocencia animal lo que perdemos no es otra cosa que nuestra propia humanidad.