La muñeca cañí, del tapete de ganchillo al museo
La localidad gaditana de Chiclana dedica un espacio expositivo a las flamencas Marín, iconos del turismo de los sesenta reconvertidas en valoradas piezas ‘kitsch’
El pelo zaino, la sonrisa perfecta y la bata de cola. El artista José Marín (Chiclana de la Frontera, 1903-1984) dotó a sus muñecas de todos los ingredientes imaginables del costumbrismo cañí, pero les faltaba algo. La revelación llegó un día indeterminado, a finales de los años veinte del siglo pasado. Marín recortó dos ínfimos trozos del papel de plata de una chocolatina y los pegó en el cristalino de los ojos de una de sus flamencas. “El brillo [ese que Lola Flores decía que no se operaba] le dio vida”, recuerda Antonio, hijo del creador. La ocurrencia fue el inicio de ...
El pelo zaino, la sonrisa perfecta y la bata de cola. El artista José Marín (Chiclana de la Frontera, 1903-1984) dotó a sus muñecas de todos los ingredientes imaginables del costumbrismo cañí, pero les faltaba algo. La revelación llegó un día indeterminado, a finales de los años veinte del siglo pasado. Marín recortó dos ínfimos trozos del papel de plata de una chocolatina y los pegó en el cristalino de los ojos de una de sus flamencas. “El brillo [ese que Lola Flores decía que no se operaba] le dio vida”, recuerda Antonio, hijo del creador. La ocurrencia fue el inicio de una carrera meteórica repleta de premios y ventas de estas muñecas como afamado souvenir, que cayó luego en decadencia por la competencia industrial china y la denostación del imaginario folclórico para acabar resurgiendo después como icono cultural kitsch. Todo ese viaje de idas y venidas cabe ahora en un museo de la localidad gaditana de Chiclana.
El colorido de más de un centenar de esbeltas muñecas vestidas de flamencas y otros trajes regionales contrasta con el blanco del espacio expositivo que las envuelve en la muestra permanente que desde hace cuatro meses se puede visitar en el Centro del Vino y de la Sal de Chiclana. El recorrido, cronológico y dividido en cuatro espacios, transita por los más de 80 años de producción de las figuras. Desde que un joven Marín, mientras hacía la mili, probó a vender unas pocas creaciones en la plaza Mayor de Madrid hasta que abrió su fábrica en Chiclana en 1928 y su cierre definitivo en 2014, cuando la empresa ya estaba en manos de sus hijos. En medio, la dualidad indivisible entre el proceso de creación artística que fue reconocido con el Primer Premio Mundial de Muñequería en Cracovia (Polonia) en 1974 y el fenómeno de éxito industrial que, en su cenit en la década de los 70, “llegó a vender un millón de creaciones en un año”, como subraya Ernesto Marín, último director de la firma y excalcalde de la localidad.
“En Chiclana decías: ‘La fábrica’ y ya todos sobreentendían que se hablaba de Marín”, explica Jesús Romero Aragón, director de los Museos de Chiclana y comisario de la exposición permanente. En sus mejores años, la empresa llegó a dar trabajo directo a 150 operarias y a un número indefinido de mujeres que realizaban laboriosas tareas de costura o de ensamblado en sus casas y con las que se pagaban bodas, estudios o letras de entrada de hipotecas. Por las manos de estas chiclaneras pasó primero el trapo relleno de serrín, la goma y, finalmente, el plástico, como materiales de base para la creación de unas muñecas que eran más para ser admiradas como el adalid de lo supuestamente cañí que para jugar. Eso les llevó a ganarse un puesto de honor sobre el tapete de ganchillo y el mueble bar de cualquier salón patrio y extranjero, bien como objeto de decoración o como souvenir imprescindible español. “En su éxito influye el componente histórico y social. El esplendor de la fábrica en los 60 y 70 es increíble, justo cuando se incentiva el turismo”, explica Javier Llamas, estudiante de periodismo e investigador del fenómeno Marín.
De esos años gloriosos es la muñeca que la fábrica le dedica a Lola Flores, hoy un objeto de codiciado deseo para coleccionistas. El modelo, presente en la exposición, lleva el vestido de bata de cola que tenía el diseño inicial y que después se cambió. “Lola no consintió ese traje, quiso que se hiciese con un vestido de flecos y fue todo un reto técnico”, rememora Ernesto Marín. Para Llamas, ese tipo de conexiones con la historia musical, televisiva y cultural que convergen en las flamencas de Marín es lo que las hace especiales, “porque otras marcas lo han intentado pero no han sabido darle ese componente histórico”. Con esos guiños y con sus colecciones dedicadas a los trajes regionales de España y del mundo, la fábrica alcanzó la cúspide de su calidad artística. Una excelencia de la que fue especialmente responsable Ana Marín, hija del fundador y a la que este se encomendó hasta el extremo de que, en los bocetos expuestos, se lee de su puño y letra: “Idea por si le gusta a mi hija Anita”.
Tanta vinculación a lo histórico y lo social comenzó a hacer mella en la fábrica allá por los años 80. “Se empezó a rechazar el plástico como material innoble y, durante la Transición, se estigmatizó la España cañí y, con ella, a la muñeca”, recuerda Romero, en referencia a un fenómeno del que tampoco escaparon otros iconos como la copla española o sus intérpretes, las folclóricas. Las referencias culturales que las habían ligado con los Beatles —les regalaron varias piezas en un viaje a España— o con Marilyn Monroe —la actriz aparece en una entrevista en Estados Unidos con un modelo de fondo— se convirtieron entonces “en paródicas, asociadas a lo casposo”, según analiza Llamas. Con todo, la fábrica subsistió al cambio de siglo, aferrada a su creación matriz y a nuevos diseños actualizados o con líneas de mejor calidad, como la colección Menta y canela. “Pasamos de no tener competencia a que China se lo comiese todo en el mundo del souvenir”, recuerda Ernesto Marín, a quien le tocó dar la puntilla definitiva a la compañía en 2014.
Pero mientras ese desprecio social se gestaba, la muñeca Marín comenzó a erigirse como icono de la cultura kitsch. Y fueron los pintores Enrique Naya y Juan José Carrero, conocidos como Costus, los primeros en ver ese potencial, ya en la misma década de los 80 y en el pleno epicentro de la Movida madrileña. La pareja sentimental y artística le dedicó a las flamencas chiclaneras hasta ocho cuadros de gran formato (de más de 240 metros de altura) en la serie La marina te llama —hoy dividida y en manos privadas—, después de que Naya se quedase impactado cuando, siendo niño, viese a centenares de ellas aflorar del barro en la riada de 1965 de Chiclana. “Mi yo kitsch floreció y comprendí que aquello era una desgracia (…) Este suceso significó la comunión con la religión en la que estaba iniciado. Sin que nadie me viera me llevé varias cabecitas calvas. Contemplándolas compartirían la misma atracción que por la Iglesia sentía”, escribió el propio artista en su texto Comunión.
Detrás —y a la par— de ellos, otros artistas y actos han reivindicado a estas muñecas: desde su aparición en la entrega de de los premios MTV en 2002 hasta su presencia en películas de Pedro Almodóvar (Laberinto de Pasiones y Pepi, Luci, Bom, entre otras), pasando por su reivindicación pública por parte del también cineasta Eduardo Casanova o los artistas Alaska y Mario Vaquerizo, quizás los más famosos valedores y coleccionistas hoy de las Marín. “Tener la muñeca era cateto, hasta que se ha convertido en un objeto de colección, casi de fetichismo”, reflexiona Ricardo Carrero, artista y hermano de uno de los Costus. Aunque ahora, ya sin fábrica, tan solo quedan anticuarios y museos como el de Chiclana para satisfacer esa pulsión kitsch.