Cuando la mujer se convierte en botín de guerra
Puede parecernos fácil ahora, pero es novedoso que se hable ya de la necesidad de investigar las violaciones en Ucrania, de la misma manera que de la trata de menores en la frontera. No existe aquello de lo que no se habla
Cabría preguntar a aquellos que se han inventado el eufemismo de “violencia intrafamiliar” cómo definirían las violaciones colectivas a mujeres de cualquier edad, de menores a ancianas, como arma de guerra. Ese es el sapo, el primero de muchos que saltarán a su boca, que se ha tragado el Partido Popular. Se habla estos días del horror de la guerra, de la tipificación de sus crímenes, y al ir haciéndose más fuerte la evidencia de que están teniendo lugar...
Cabría preguntar a aquellos que se han inventado el eufemismo de “violencia intrafamiliar” cómo definirían las violaciones colectivas a mujeres de cualquier edad, de menores a ancianas, como arma de guerra. Ese es el sapo, el primero de muchos que saltarán a su boca, que se ha tragado el Partido Popular. Se habla estos días del horror de la guerra, de la tipificación de sus crímenes, y al ir haciéndose más fuerte la evidencia de que están teniendo lugar violaciones colectivas en Ucrania urge recordar, como así lo hacía esta semana la abogada activista por los derechos humanos Almudena Bernabéu, que hasta 2008 no se tipificó este delito como crimen de guerra dentro de la catalogación que de los abusos a civiles en países en conflicto recoge la Corte Penal Internacional. La primera razón de que un hecho tan dañino y recurrente se mantuviera fuera del registro de crímenes se debe sin duda a que la justicia ha estado en manos de hombres, y a eso se unen factores sociales y morales que han mantenido esta realidad fuera del debate y de los libros de historia.
Uno de los libros más reveladores que se han escrito jamás sobre esta silenciada violencia es Una mujer en Berlín, un diario escrito entre abril y junio de 1945 por una mujer que jamás quiso firmarlo, aunque con los años se haya desvelado que su autora era Marta Hillers, periodista que vivió en primera persona la caída de su ciudad y fue testigo del rastro de mujeres violadas que dejaron a su paso los soldados soviéticos. Ella fue una más de entre las cien mil que padecieron esa brutalidad en Berlín, una más entre las dos millones en toda Alemania. El libro se publicó en 1959, sin tener la resonancia que merecía, dado que aún se imponía la idea de que narrarlo era una humillación para la mujer alemana. En realidad, una imposición masculina, porque como cuenta Hillers en su diario, tras las violaciones “las mujeres se ayudaban entre sí, pero los hombres querían borrarlo. Se prohibió que habláramos de ello cuando los hombres volvieron de la guerra”.
El tabú se mantuvo hasta los años ochenta, momento en el que las hijas y nietas de las víctimas infundieron el coraje necesario a sus madres y abuelas para que los relatos de aquel sufrimiento salieran a la luz. Marta Hillers era una joven cosmopolita, abierta, reflexiva, y aunque había realizado alguna colaboración puntual con el régimen, no coincidía en absoluto con la idea de la supremacía de la raza aria. Es este libro la narración de una víctima que se rebela contra esa condición, que apela con furia a su instinto de supervivencia para vencer el dolor: “Ellos no me destruirán, no”. Hay pensamientos impagables sobre el rastro que dejan las heridas de guerra; la autora del diario reflexiona sobre cómo se desmoronó el mito del hombre fuerte que protagonizaba la ideología nazi: “Cuando acabe la guerra tendrá lugar, junto a otras muchas derrotas, la derrota del hombre en su masculinidad”. Con estas palabras, Hillers presagiaba, sin errar, que la responsabilidad de la reconstrucción reposaría sobre los hombros de las mujeres.
Escribe Antony Beevor en el prólogo que este diario es “uno de los más importantes recuentos jamás escritos de los efectos de la guerra y la derrota”; defiende sin asomo de duda la autoría de Marta Hillers y asume el silencio culpable entre la academia y la autoridad política y el escaso esfuerzo por esclarecer los hechos. El hecho de que la autora supiera ruso le permitió acercarse a la personalidad individual de los invasores, a arrimarse a uno de alto grado para que la protegiera de la soldadesca. Todo ello contado sin rastro de autocompasión. Para ella, la violación, en esas circunstancias, “es una experiencia colectiva que tiene más que ver con la violencia que con el sexo. En ocasiones, la propia humillación que los soldados habían sufrido por parte de sus superiores les empujaba a vengarse con el objetivo más fácil”.
Reeditado en 2003 por Hans Magnus Enzensberger, fue leído con nueva mirada por jóvenes que no iban a estigmatizar a una víctima sexual, que no creían que su experiencia pudiera avergonzar a un pueblo. Puede parecernos fácil ahora, pero es novedoso que se hable ya de la necesidad de investigar las violaciones en Ucrania, de la misma manera que de la trata de menores en la frontera. No existe aquello de lo que no se habla, esa es la estrategia de los partidos que buscan eufemismos para burlar la verdad.