Miguel Gallardo, dibujar sin pensar
El creador de Makoki todo lo contó, hasta esos últimos dibujos en Instagram en los que decía a sus lectores que se iba a la Luna
Durante los últimos meses, los dibujos de Miguel Gallardo en redes sociales iban acompañados de una etiqueta que podía definir toda su vida: #dibujarsinpensar. El pequeño boniato malévolo que le persiguió durante los dos últimos años se emperraba en esconderse y aferrarse a él, pero Gallardo usaba la mejor medicina que había encontrado siempre: su lápiz.
Esos dibujos espontáneos, apenas pensados quizás para que el boniato, el tumor, que se alojaba en su cabeza no supiera de sus intenciones, eran reveladores de su...
Durante los últimos meses, los dibujos de Miguel Gallardo en redes sociales iban acompañados de una etiqueta que podía definir toda su vida: #dibujarsinpensar. El pequeño boniato malévolo que le persiguió durante los dos últimos años se emperraba en esconderse y aferrarse a él, pero Gallardo usaba la mejor medicina que había encontrado siempre: su lápiz.
Esos dibujos espontáneos, apenas pensados quizás para que el boniato, el tumor, que se alojaba en su cabeza no supiera de sus intenciones, eran reveladores de sus sentimientos, de una forma de entender la vida que ya estaba en las primeras páginas de Makoki, el personaje que creara junto a Juan Mediavilla y Felipe Borrayo y que estaba llamado a convertirse en icono de la “línea chunga”, por mucho que las aventuras de este escapado del frenopático durante un electroshock, el Niñato o el tío Emo estuvieran trazados con rendida admiración a la elegancia de Segar, el creador de Popeye. Ninguna otra etiqueta podía usarse, porque su línea no admitía definiciones, en búsqueda siempre de caminos que bebían de estéticas alejadas de los tebeos, pero que él asimilaba e integraba con naturalidad.
Cuando Makoki murió, aparecieron otros personajes que le permitieron jugar al pastiche y ejercitar nuevos estilos: de Nick Perro a Perico Carambola, aunque sin olvidar nunca el humor como línea conductora, esa ironía que jugaba a la paradoja del desmadre con elegancia y que podía ser tan gamberra como para instalar en la estatua de Colón al Buitre Buitraker. Cuando los tebeos dejaron de llegar a los lectores allá por los noventa, la ilustración fue un refugio perfecto para no dejar de dibujar, aunque volvería pronto para ser, de nuevo, pionero.
En 1997, publicaba Un largo silencio, en el que trasladaba a la historieta, a su lenguaje, los recuerdos de su padre en la Guerra Civil; el cómic reclamaba una memoria histórica que comenzaba también a reclamarse en las calles. Y de contar la vida de su padre a la suya solo había que dar un paso, que dio de la mano de su hija con María y yo. El autismo narrado en primera persona huyendo de la catarsis y del trauma, buscando en la naturalidad de ese dibujo espontáneo una realidad que celebraba la diferencia sin ocultar las dificultades y que servía como manual de instrucciones de vida.
Adelantado de nuevo, pero encontrando un camino del que no saldría, volvió a su hija en María tiene 20 años, y dejó poco a poco que el dibujo se confundiera con su vida, desde las redes sociales, hasta el punto de dar a conocer a todos a ese boniato que protagonizaría la última parte de su vida. No podía ser más explícito el título en el que recopiló su primera lucha contra la enfermedad justo cuando el mundo se confinaba: Algo extraño me pasó de camino a casa. Todo lo dibujó, todo lo contó, hasta esos últimos dibujos en Instagram en los que decía a sus lectores que se iba a la Luna, en un viaje sin retorno que solo quedaría en esos trazos hechos sin pensar, pero llenos de vitalidad e ilusión.