El humo que deja atrás el viaje

Una imagen de Leningrado se sobrepone a las demás en mi memoria, la ansiedad con que una larga caterva de gente aguardaba su turno ante un nuevo puesto de venta de Pepsi-Cola

Fachada del palacio de Invierno, residencia oficial de los zares entre 1732 y 1917. ferran mateo

Del viaje a aquel Leningrado soviético de 1981, sombreado por las pobladas cejas de Leonid Brézhnev, me queda todavía en el recuerdo el olor a arenque que impregnaba a toda la ciudad, transportado por el río Neva. Después de tanto tiempo una imagen se sobrepone a todas las demás en el humo de mi memoria. No era la casa de Dostoievski ni el palacio de Yusúpov donde Rasputín fue asesinado, ni la aguja del Almirantazgo, ni los puentes levadizos, ni otros grandiosos monumentos, sino la ansiedad con qu...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Del viaje a aquel Leningrado soviético de 1981, sombreado por las pobladas cejas de Leonid Brézhnev, me queda todavía en el recuerdo el olor a arenque que impregnaba a toda la ciudad, transportado por el río Neva. Después de tanto tiempo una imagen se sobrepone a todas las demás en el humo de mi memoria. No era la casa de Dostoievski ni el palacio de Yusúpov donde Rasputín fue asesinado, ni la aguja del Almirantazgo, ni los puentes levadizos, ni otros grandiosos monumentos, sino la ansiedad con que una larga caterva de gente aguardaba su turno ante un puesto de venta de Pepsi-Cola que acababa de ser abierto precisamente junto a la puerta del Palacio de Invierno por donde penetraron los bolcheviques, el 26 octubre de 1917, para detener al Gobierno provisional. Sucedía lo mismo en la Plaza de Tiananmen de Pekín, pasada ya la Revolución Cultural. En medio de la gran explanada, frente al monumento funerario que contiene la momia de Mao, esperaba muy taciturno un centenar de personas para rendir homenaje al Gran Conductor; en cambio, en una esquina de la inmensa plaza había una cola de mil personas o más ante una tienda, la primera, de pollos Kentucky. Esa cola se había convertido en un mercado clandestino donde se vendían pantalones vaqueros, discos de los Beatles y postales pornográficas, pies de tigre y polvos afrodisíacos de cuernos de rinoceronte.

De aquel viaje a Nueva Orleans recuerdo que llegando a Bourbon Street por St Peter, en el barrio francés, uno se tropezaba en una esquina caliente con el Preservation Hall, la primitiva gruta del jazz. Por allí habían pasado todos. El local se conservaba intacto y aún estaba en activo. A media tarde el público esperaba a que empezara la sesión, sentado sobre cajas de madera, a la vieja usanza. Muy cerca estaba el Old Absinthe con todas las paredes empapeladas con dólares firmados y también había un cocodrilo con gafas. Allí solía beber lentamente Mark Twain acodado en la barra hasta que se le fundían los plomos. ¿Dónde se podía tomar ese famoso tranvía llamado Deseo? Ya no existe —me dijeron—. Ahora a la calle del Deseo situada en un barrio extremo de la ciudad se va en autobús. Uno de aquellos tranvías se guarda varado en un jardincillo como una reliquia detrás del mercado francés. Todo Nueva Orleans olía al sudor de la camiseta de Marlon Brando, lo mismo que la literatura de Tennessee Williams huele a esas flores carnosas que se pudren después de los entierros.

Al llegar por primera vez a Río de Janeiro me di cuenta del secreto que guardaba esa maravillosa ciudad. Su luz formaba una cárcel transparente en cuyo interior los fugitivos de la justicia de todo el mundo se sentían a salvo. Para ser libre bastaba con desnudarse e ir a la playa de Copacabana. El esplendor de aquella hoguera solar llevaba a toda clase de delincuentes al anonimato. También el aire con el grado exacto de miel disolvía a los pobres y a los ricos en una misma sustancia, a los desheredados que llegaban desde la favela Rocinha y a los multimillonarios que salían de las suites de los hoteles de lujo. Sobre la arena de la playa solo reinaban los cuerpos de los jóvenes desnudos que jugaban al voleibol.

Bares vacíos en Bourbon Street al inicio de la pandemia en marzo de 2020.Chris Graythen (Getty Images)

La granja de la escritora Karen Blixen, la de Memorias de África, está situada a 15 millas de Nairobi. La granja es hermosa y su casa es elegante y austera, pero está muerta. Solo los peregrinos cinéfilos esperan encontrar a Robert Redford y a Meryl Streep de vuelta de un safari. De Nairobi recuerdo el tronco de una encina que se elevaba en medio de la terraza del Stanley Club donde los viajeros dejaban tarjetas clavadas con señales y avisos de su paso. “Olga, te veré en Viena, Frank”. “Liza, te espero en Marraquech”. “John, te busqué en El Cairo y me dijeron que estabas en Nairobi, Elsa”. Pero ningún magnetismo era tan fuerte como el que emitía la calavera que se conserva en el museo del primer mono que se puso en pie con una vara de mando en la mano. La calavera parece que está sonriendo. A qué se debe esa sonrisa misteriosa es todo un enigma de la historia.

Después de tomarme un refresco de caqui en el oasis de Jericó me adentré en el mar Muerto para bañarme bajo un sol mineral que, según la Biblia, fue detenido en plena batalla por las trompetas de Josué hasta alcanzar la victoria. Me adentré en las aguas hasta perder pie y después me tendí sobre la superficie aceitosa boca arriba sin poder hundirme por mucho esfuerzo que hiciera. Sabía que debajo de mi cuerpo estaba Sodoma sumergida por un castigo de Yahvé y trataba de oír los gritos de dolor y también el murmullo de las fiestas de sus habitantes carbonizados, pero solo se escuchaba el balido trémulo de las cabras de unos beduinos, que se alimentan de manuscritos sagrados. Este paraje había producido una enorme cantidad de profetas. También yo creí ver a Dios flotando en aquel vapor de betún.

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
Recíbelo

Sobre la firma

Más información

Archivado En