Memorias del salón recreativo
Un documental surgido de la investigación universitaria rastrea el origen de los videojuegos españoles desde los tiempos de las máquinas de ‘arcade’. Una asociación levantina se dedica a su preservación y exhibición como piezas de museo
La memoria del videojuego revive en el quirófano. Una mesa de operaciones atestada de placas base averiadas, chips descompuestos y cables liados que una vez encarnaron la edad de oro del salón recreativo, los fulgurantes ochenta, y ahora esperan su reparación como un cuerpo maltrecho. José María Litarte, miembro de la asociación Arcade Vintage, ejerce de cirujano. Observa cada componente a través de una lupa, cuando por fin levanta la mirada y dice: “Por muchos cinco duros que echaras, este y solo este era el corazón de la ...
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La memoria del videojuego revive en el quirófano. Una mesa de operaciones atestada de placas base averiadas, chips descompuestos y cables liados que una vez encarnaron la edad de oro del salón recreativo, los fulgurantes ochenta, y ahora esperan su reparación como un cuerpo maltrecho. José María Litarte, miembro de la asociación Arcade Vintage, ejerce de cirujano. Observa cada componente a través de una lupa, cuando por fin levanta la mirada y dice: “Por muchos cinco duros que echaras, este y solo este era el corazón de la máquina”. La partida de arcade comenzaba tras apretar los botones o la palanca de control. En la pantalla se sucedían entonces toda una serie de personajes y escenarios pixelados, cuyo origen rastrea el documental Arcadeología, dirigido por Mario-Paul Martínez, que se estrena en salas el 30 de julio y reivindica a quienes preservan este legado lúdico.
La consola primigenia se conoce como arcade, voz de origen francés referida a los soportales donde se plantaban estas máquinas que Iriarte y sus compañeros coleccionan, reparan y exhiben en la antigua fábrica de Juguetes Rico, Ibi (Alicante). Al espacio de este museo se suma una nave industrial de unos 400 metros cuadrados, localizada en el municipio murciano de La Unión, donde los técnicos de la entidad se esmeran en recomponer y abrillantar medio centenar de piezas, procedentes de todos los rincones de Europa y Estados Unidos. Han costado entre 300 y 3.000 euros, sufragados con cuotas de la asociación. Algunas estarán listas en dos meses, otras tardarán años en restaurarse por falta de recambios. Litarte señala una consola serigrafiada con motivos flamígeros: “Es el primer videojuego cooperativo de la historia”. Se refiere a Fire Truck (1978), que emula en blanco y negro la conducción de un camión y su remolque.
Esta nostalgia resuena con fuerza en Arcadeología, que también atiende a otras derivadas del videojuego clásico, como la extracción del chip para su utilización en soportes actuales o la influencia del recreativo en los desarrolladores venideros. El filme surgió de un proyecto de investigación para la Universidad Miguel Hernández de Elche, que Martínez y otro profesor de Comunicación Audiovisual, Vicente Pérez, emprendieron hace un lustro. “Comenzamos a trabajar con Arcade Vintage, queríamos documentar el proceso de restauración de las máquinas y su historia, pero todo se fue de madre”, ironiza el director. Poco a poco, fueron elaborando un repositorio con los juegos que circularon por España, más allá del Donkey Kong y el Tetris. Uno de los laureados fue Defender (1981), cosmos bidimensional de extraterrestres y astronautas producido por Williams Electronics. El joystick elevaba la nave, mientras que cuatro botones controlaban la dirección, siempre horizontal, y otra clavija disparaba con saña al alienígena.
Los aparatos de este tipo llegaron a España con los últimos coletazos de la dictadura. Su expansión se produjo después, contribuyendo a oxigenar un ambiente social todavía viciado. Entonces se abrió un nicho de mercado con ciertas particularidades: muchas empresas adquirían en grupo los derechos de juegos extranjeros, a fin de comercializarlos con distintas cabinas y formatos. Más tarde, y afianzando el sector, los noventa fueron testigo del auge de Gaelco, firma española fundada por tres informáticos en un piso del paseo de la Florida de Madrid y conocida por su adaptación de Dragon Ball y la ilustración manga. “Una misma marca se encargaba de todo el proceso productivo, desde el soporte electrónico y mecánico hasta los gráficos o el diseño del mueble, algo impensable hoy”, relata Pérez, que concibe las máquinas de arcade como instalaciones. No solo cristalizaron en ellas preferencias estéticas, alega, sino el espíritu de una época.
El usuario puede encontrar, de manera velada, referencias a la inmigración o el terrorismo, nociones sobre sexualidad y publicidad subliminal. Un curioso ejemplo de esto último queda patente en Rad Mobile (1991), donde el personaje Sonic the Hedgehog aparece colgado de un espejo retrovisor, años antes de protagonizar el título de Sega que lo dio a conocer por todo el globo. Martínez subraya: “Se trataba de aparatos multidisciplinares que atendían a un mismo concepto creativo. Todo encajaba. Los laterales y el friso de la cabina solían estar decorados de forma acorde”. Retórica visual propia de Roy Lichtenstein, tribales de vinilo, rótulos fosforescentes: todo está aquí, en estas máquinas varadas. Litarte recuerda que, cuando las compraron, muchas de ellas se encontraban en peligro. “Presentaban problemas derivados de la humedad, que afecta tanto a los componentes electrónicos como al mueble, en general hecho con maderas de conglomerado”, explica.
Este activista del recreativo se dedica como autónomo a la jardinería. “Es lo que me da de comer, pero llevo una década utilizando la misma furgoneta, invierto todo lo que puedo en conseguir máquinas de arcade que merezcan darse a conocer. Alguien puede quedar impresionado al ver este almacén, pero yo solo veo muchas horas de restauración, trabajo y trabajo”, asegura. La suya es una pasión que se remonta a la adolescencia, cuando el divorcio de sus padres lo llevó a instalarse en Petrer (Alicante). Allí no conocía a nadie, por lo que buscó entablar nuevas amistades en un salón de juegos. Y lo logró. El Litarte adulto quiso revivir aquella luminosa esperanza de juventud y adquirió una consola clásica que colocó en el salón de casa. El siguiente paso como incondicional del género fue crear junto a su hermano un foro digital en el que intercambiar saberes. En 2013, sus miembros se constituyeron en asociación cultural.
“Hoy en día se ha perdido el juego cara a cara, las partidas múltiples con amigos. El multijuego te permite interactuar con alguien en Rusia o Francia, es una pasada, pero no puede suplir el contacto físico, el pique de toda la vida”, sostiene. En estos años, Acade Vintage ha recuperado tres centenares de aparatos, cuyos modelos más relevantes se muestran en Ibi, uno de los pocos museos de esta clase que permite jugar al visitante. “Es un riesgo, al cierre de cada jornada encontramos tres o cuatro averías distintas, son piezas muy antiguas que nos obligan a la reparación constante”, relata Litarte con un destornillador en la mano. Acaba de rematar los anclajes de una máquina Sega que enchufa después a la red. El asiento del piloto se menea entonces de un lado a otro, vibra como invitando a la conducción. Litarte se sube a él de un pequeño salto y agarra los mandos. Una sensación eléctrica le recorre de extremo a extremo la espina dorsal: “Ya está, ¡empezamos!”.